Trigésimo primer día de confinamiento. Ayer hablábamos de la radical
diferencia que hay entre la caridad cristiana y la mera solidaridad.
Tiene razón el discurso feminista cuando sostiene que el lenguaje no es
neutro, en el sentido de que “educa” a quienes lo usan. Pensamos y nos
expresamos en un lenguaje determinado, lo que implica que ese lenguaje
también nos condiciona a sus usuarios. Esto se aprecia claramente entre
los católicos, tan “inculturados” en los esquemas mentales de esta
sociedad líquida que preferimos palabras insulsas como solidaridad a
vocablos radicalmente evangélicos como caridad o compasión.
Sobre esta segunda palabra tengo una anécdota reveladora. Hace ya un
tiempo leí en un cartel una frase de una conocida poetisa gallega en la
que intentaba ridiculizar este término equiparándolo a sentir pena por
la mala suerte de alguien. Sentimiento que, por supuesto, despreciaba y
que identificaba con “beatería” católica. El mismo Diccionario de la
Real Academia Española de la Lengua define compasión como un
“sentimiento de conmiseración y lástima que se tiene hacia quienes
sufren penalidades o desgracias”. Y leo en un panfleto de mindfulness que es una definición fuertemente enraizada en
la tradición judeocristiana y que este sentimiento de lástima implica
una “sensación de superioridad hacia la persona que sufre”. Para más
inri, el artículo se abre con una cita del Dalai Lama en la que se
identifica el ejercicio de la compasión con la felicidad. Es la
expresión viva de cómo la New Age quiere destruir la fuerza del
Evangelio quitándole toda su carga de compromiso, de implicación en la
suerte de los demás. El cristiano no busca la perfección desde el
individualismo y el descompromiso del nirvana, sino desde el compromiso
definitivo con sus semejantes.
Compadecerse es padecer-con alguien que sufre, acompañar a esa
persona en su dolor, ayudarle a cargar con su cruz. La sabiduría popular
lo tradujo como “ponerse en la piel del otro”, “calzarse sus zapatos”.
Más modernamente, empatía, pero es un concepto que se queda muy lejos de
todos los matices que atesora la compasión.
La compasión requiere cercanía, un cierto grado de conocimiento del
otro. El que se compadece sabe de las circunstancias del que sufre, las
acepta y las asume, las vive como propias. El compasivo llora con el que
llora, sangra por la herida del que soporta el mal, ve en el otro a un
hermano, alguien tan próximo que es hueso de sus huesos y carne de su
carne. Nada que ver con posiciones de superioridad.
La compasión compromete totalmente, condiciona la propia vida y la
pone al servicio de los más desfavorecidos. La compasión es fruto del
amor devorador que cada cristiano debe sentir por los demás para decirse
seguidor de Jesús. Supone amar al prójimo como a Dios mismo, con todo
el corazón, con toda el alma y con toda la fuerza. El compasivo ama a su
hermano sufriente con un amor que nunca se acaba. ¿Tiene esto algo que
ver con el descomprometido sentir pena?
Los cristianos necesitamos reivindicar la originalidad de los
conceptos evangélicos. Si nos subsumimos en la cultura del pensamiento
débil perderemos nuestra esencia. Dejaremos de pensar y de expresarnos
como cristianos. ¿Qué seremos entonces?
Antonio Gutiérrez
pastoralsantiago.es