Mira cómo sí puedes dar buenos frutos

Mi vida en su pobreza puede dar frutos porque los frutos son de Dios, pero mientras tanto tengo que cuidar el árbol…

Los frutos son los que siempre busco en esta vida. Estudio para obtener un resultado positivo y lograr ciertas metas que anhelo.

Trabajo con ahínco para lograr un buen puesto de trabajo, un ascenso. Me esfuerzo en una lucha sin cuartel por ponerme en forma y lograr ciertas metas deportivas.

Rezo y busco la presencia del Señor deseando el fruto de la paz, de la libertad interior, de una santidad que me llene el alma de alegría.

Siempre busco frutos, mi entrega no parece tan desinteresada. Doy y espero recibir aunque solo sea una gratitud visible.

Le digo sí a María o al Señor porque lo que quiero es sentirme en paz conmigo mismo, con Dios.

Hago meditación para lograr la paz que no tengo. Siembro semillas en mi campo para que den buenos frutos.

Por los frutos se conoce al árbol

Jesús dice:

«Porque no hay árbol bueno que dé fruto malo y, a la inversa, no hay árbol malo que dé fruto bueno. Cada árbol se conoce por su fruto. No se recogen higos de los espinos, ni de la zarza se vendimian uvas. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca lo bueno, y el malo, del malo saca lo malo. Porque de lo que rebosa el corazón habla su boca».

Cada árbol está llamado a dar su fruto. ¿Cuál es el mío? Siento que busco dar frutos. Y cuando no veo frutos en alguna persona creo que no ha actuado bien.

¿Podrá dar frutos buenos un árbol que está podrido en su interior, seco por dentro? No lo sé, sigo creyendo en los milagros.

Un árbol bueno da frutos buenos. La higuera da higos y no melones. Eso lo tengo claro. Daré los frutos que corresponden a mi ser. Seré fecundo de acuerdo con mi originalidad, con mi verdad.

Dios hace milagros

¿Cuáles son los frutos que estoy llamado a dar? ¿Soy un árbol bueno o mi pecado hace que mi fruto sea malo?

Para Dios no hay nada imposible y así como puede sacar hijos de Abrahán de debajo de las piedras, también puede sacar frutos buenos de cualquier árbol. Lo he visto y sé que es así.

Dios llama a vivir en su presencia a todos y busca los medios para que eso suceda.

Me puede usar a mí con mi debilidad, con mi pecado. Tal vez si lo saben, muchos se escandalicen.

No es oro todo lo que reluce. Pero mi vida en su pobreza puede dar frutos porque los frutos son de Dios.

Antes de pensar en el fruto…

Mientras tanto tengo que cuidar el árbol para que crezca sano. Apartarlo de la tentación. Regarlo para que esté fuerte y vigoroso.

Dejar que sus ramas tiendan al cielo buscando el resguardo de Dios. Los frutos no son míos, no nacen como un logro de mi esfuerzo.

No soy yo el que va perfeccionando el fruto en mi corazón. Es más bien Dios el que logra sacar de mí un fruto bueno.

Sabiendo que yo no soy tan bueno hace que mi fruto sea excelente. En ocasiones miro el fruto y me vanaglorio.

Pienso que valgo mucho. Que todo es gracias a mí, a mi lucha, a mi entrega. Y me olvido de lo importante.

Confiar y agradecer continuamente

Tengo que darlo todo como si todo dependiera de mí, pero el fruto es pura gracia de Dios.

Lo pongo todo en sus manos porque todo depende de Él. Por eso no dejo de agradecer continuamente:

«Bueno es dar gracias a Yahveh, y salmodiar a tu nombre.
Publicar tu amor por la mañana, y tu lealtad por las noches,
todavía en la vejez producen fruto, se mantienen frescos y lozanos,
para anunciar lo recto que es Yahveh: mi Roca, no hay falsedad en él».

Esas palabras del salmo se convierten en mi oración diaria. Doy gracias por todo lo que Dios hace en mí.

Me consuela, me levanta, me anima. Doy gracias a Dios por todo lo que obra en mí con mis pocos medios humanos, con mis límites y pecados.

Sobre el barro de mi alma, sobre el estiércol de mi corazón, logra que la semilla dé su fruto.

Dejar hacer a Dios

Yo sólo tengo que creer contra toda esperanza. Mantener la fe en el bien que puede salir de mis manos, de mis obras, de mis palabras, de mis gestos.

Esa fecundidad a mí no me corresponde determinarla. No me la van a exigir porque no es mía.

De mí no depende que la Iglesia sea fecunda. De mí no depende que haya conversiones.

Yo sólo soy un instrumento en las manos de Dios. Y Él puede hacer conmigo lo que quiera sólo cuando yo le dejo entrar en mí, abriendo la puerta de mi alma.

Centrarse en el interior

Sé que mi corazón hablará de lo que lleva dentro. Por eso quiero que en mi interior reinen la paz, la alegría, la serenidad, el deseo de dar, el anhelo de entregarme.

Si esos deseos viven en mi corazón mi boca hablará de lo que llevo dentro. Comenta el papa Francisco:

«Creo que los demás son buenos y que debo amarlos sin temor y sin traicionarlos nunca buscando una seguridad para mí. Creo que quiero amar mucho».

Quiero creer en la bondad que hay en cada alma. Hay una lucha entre el bien y el mal. Un deseo de amar y un odio contenido. Hay una generosidad clara y un egoísmo que me encierra.

Dejar que el bien triunfe

Como en cada alma luchan el bien y el mal en una batalla continua. Y Dios no acaba con el mal, sino que fortalece mis manos para la pelea.

Así hablaré de lo que hay en mi alma. Cuando se imponga el bien en mi interior sobre ese mal que lucha por hacerse fuerte.

Quiero llenar mi corazón de buenas obras y buenos deseos. De todo el amor del que soy capaz y de todo ese amor que recibo sin merecerlo, porque nunca mereceré ser amado por quienes me aman.

Nada es seguro, tampoco el amor que es frágil. Nada es tan firme, tampoco la fidelidad prometida.

Pero Dios me cuida y riega, para que dé su fruto. Según mi naturaleza, según mi verdad y originalidad.

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Aleteia / Carlos Padilla