María, mujer en camino

Si los personajes del evangelio hubieran tenido un cuentakilómetros
incorporado, probablemente ocuparía María el primer puesto en la lista
de los caminantes.

Jesús aparte, naturalmente. Ya sabemos que él se identificó hasta tal
punto con los caminos, que un día confió a sus discípulos después de
invitarles a que lo siguieran:

«Yo soy el camino». El camino. ¡No un caminante!


Así que, como Jesús no figura en esa lista, el líder de las
peregrinaciones evangélicas es, indiscutiblemente, María. La vemos
siempre en camino, de un lugar a otro de Palestina, incluso con un
confinamiento en el extranjero.


Viaje de ida y vuelta desde Nazaret hacia los montes de Judá para
estar con su prima. Viaje hasta Belén. Desde aquí, a Jerusalén para la
presentación en el templo. Expatriación clandestina a Egipto. Retorno
cauto a Judea con permiso de entrada facilitado por el ángel del Señor. Y
de nuevo a Nazaret. Peregrinación a Jerusalén con un descuento por ir
en comitiva y recorrido doble con excursión por la ciudad en busca de
Jesús. Entre el gentío, buscándolo en sus recorridos por las aldeas de
Galilea, tal vez acariciando la idea de hacerle volver a casa.
Finalmente, por los senderos del Calvario, al pie de la cruz, donde la
maravilla expresada por Juan con la palabra «stabat», más que la
petrificación del dolor por una carrera fallida, expresa la inmovilidad
estatuaria de quien espera en el podio el premio de la victoria.


Icono del «adelante, adelante», la encontramos sentada sólo en el
banquete del primer milagro. Sentada, no quieta. No sabe estar quieta.
No corre con el cuerpo; se adelanta a correr con el alma. Y si ella no
puede adelantarse hasta la «hora» de Jesús, hace adelantar la hora,
moviendo las agujas del reloj, para que el gozo pascual irrumpa en la
mesa de los hombres. Siempre en camino. Además, en subida.


Desde que «se dirigió presurosa a la montaña» hasta el día del
Gólgota, o mejor, hasta el crepúsculo de la ascensión, cuando ella y los
apóstoles «subieron a la estancia de arriba» para esperar al Espíritu,
sus pasos tienen siempre la cadencia del afán de las alturas.

Habrá descendido también alguna vez, y Juan lo recuerda cuando dice que
Jesús, después de la bodas de Cana, «bajó a Cafarnaún con su madre».
Pero la insistencia con la que el evangelio acompaña con el verbo
«subir» sus viajes a Jerusalén, más que aludir al jadeo del pecho o la
hinchazón de los pies, quiere decir que la peregrinación terrena de
María simboliza toda la fatiga de un exigente itinerario espiritual.


Santa María, mujer del camino, ¡cuánto nos gustaría parecemos a ti en nuestras carreras atolondradas! Pero no tenemos metas.


Somos peregrinos como tú, pero sin santuarios adonde dirigirnos.

 
Somos más veloces que tú, pero el desierto se traga nuestros pasos.

 
Caminamos sobre el asfalto, pero el alquitrán borra nuestras huellas.

 
Forzados por el siempre «adelante, adelante», nos falta en
nuestra mochila de caminantes el mapa de carreteras que dé sentido a
nuestros itinerarios.

 
Y con todas las circunvalaciones que tenemos a nuestra
disposición, el camino no termina en ninguna confluencia constructiva,
las ruedas dan vueltas en el vacío sobre los círculos del absurdo y nos
encontramos, irremediablemente, contemplando siempre los mismos
panoramas.


Te rogamos que nos concedas el sabor de la vida.


Haz que gustemos el encanto de las cosas. Da respuestas
maternas cuando buscamos el significado de nuestro interminable caminar.
Y si debajo de nuestros neumáticos violentos, como un tiempo bajo tus
pies desnudos, no brotan ya las flores, haz que por lo menos aflojemos
nuestras marchas frenéticas para que disfrutemos de su perfume y
admiremos su belleza.


Santa María, mujer del camino, haz que nuestros senderos
sean, como lo fueron los tuyos, instrumento de comunicación con la gente
y no cintas aisladas en las que aseguramos nuestra aristocrática
soledad.


Líbranos del ansia de la metrópoli y danos la impaciencia de Dios.

 
La impaciencia de Dios nos hace alargar el paso para alcanzar a
compañeros de camino. En cambio, el ansia de la metrópoli nos hace
especialistas en adelantamientos. Nos hace ganar tiempo, pero hace que
perdamos al hermano que camina a nuestro lado. Pone en nuestras venas el
frenesí de la velocidad, pero vacía de ternura nuestros días. Nos hace
apretar el acelerador, pero no da a nuestra prisa sabores de caridad.
Comprime en las siglas incluso los sentimientos, pero nos priva de la
alegría de aquellas relaciones cortas que, para ser verdaderamente
humanas, necesitan el gozo de cien palabras.


Santa María, mujer del camino, signo de esperanza segura y de
consuelo para el pueblo peregrinante de Dios, haznos entender que, más
que en los mapas, debemos buscar en las páginas de la historia las
caravanas de nuestras peregrinaciones. Sólo sobre estos itinerarios
crecerá nuestra fe.


Cógenos de la mano y haz que sepamos ver la presencia
sacrametal de Dios en el hilo de los días, en los acontecimientos del
tiempo, en la sucesión de las estaciones humanas, en los ocasos de las
omnipotencias terrenas, en las alboradas de los pueblos nuevos, en las
expectativas de solidaridad que se perciben en el aire.

 
Dirige, sobre esos santuarios, nuestros pasos para que sepamos
descubrir en las arenas de lo efímero las huellas de lo eterno. Devuelve
los sabores de la búsqueda interior a nuestra inquietud de turistas sin
meta.


Si nos ves a la deriva y heridos a la orilla del camino,
detente, dulcísima Samaritana, y derrama sobre nuestras heridas el
aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Y encamínanos de nuevo.


Desde las nieblas de este «valle de lágrimas» donde se
consuman nuestras aflicciones, haz que sepamos volver nuestros ojos
hacia los montes de donde nos vendrá el auxilio. Florecerá entonces en
nuestros caminos el alborozo del Magníficat. Como sucedió en aquella
lejana primavera en las montañas de Judá cuando tú subiste a ellas.


mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta

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Foto: Miguel Castaño