Últimos momentos de Juan del Río: médicos rezando, devoción al padre Huidobro y su último salmo…

El pasado jueves moría a los 73 años monseñor Juan del Río, arzobispo castrense, debido al coronavirus. Su fallecimiento ha provocado gran consternación en la Iglesia española y en las Fuerzas Armadas, pues era un pastor querido y cercano.

Tras sentir los primeros síntomas, el prelado fue ingresado en el Hospital Central de la Defensa “Gómez Ulla” de Madrid, donde falleció apenas una semana después. Allí varios sacerdotes estuvieron con él acompañándolo en este paso. Entre ellos se encontraba el padre Julián Esteban Serrano, delegado castrense de la Pastoral Sanitaria.

En un bello artículo publicado en la web del Arzobispado castrense este sacerdote relata los últimos momentos de monseñor Del Río, y cómo se abandonó a la voluntad de Dios. Por su interés les ofrecemos íntegro este texto:

Los últimos salmos del arzobispo castrense

En numerosas ocasiones el Arzobispo Castrense, Mons. D. Juan del Río Martín visitó el Hospital Central de la Defensa “Gómez Ulla”, las más de las veces motivado por su afán pastoral: para visitar a los enfermos, para presidir la Eucaristía en las Jornadas de la Pastoral de la Salud, en funerales, o para la celebración de la Patrona de la Sanidad Militar, “Nuestra Señora del Perpetuo Socorro”, etc., fueron tantas que yo le decía que aunque un servidor fuera el Jefe del Servicio Religioso, él era el primer Capellán del Hospital.

También lo hacía para controles médicos, pues este era su centro de referencia, donde siempre se lo trató con deferencia, profesionalidad y mucho cariño, empezando por el General Director, además contaba allí con su médico particular, una internista encantadora. Recuerdo con una sonrisa cuando el prelado acudió porque se preparaba para ir a una misión a Afganistán, ya con los 70 años cumplidos, y el médico que le atendió le dijo muy serio que tuviera en cuenta que tenía una insuficiencia mitral notable y D. Juan, con el gracejo andaluz que le caracterizaba, espetó:Ezo es imposible, tengo dos mitras”.

Hace dos semanas acudió a urgencias con su hermana María Antonia, en circunstancias harto diferentes, con síntomas de infección por Covid-19. El examen meticuloso que les hicieron confirmó lo que esperaban, también les hicieron pruebas de plaquetas por ver si pudieran haber otras complicaciones, como neumonía, y asimismo fueron sometidos a una serología completa: el positivo por Covid era cierto pero las otras pruebas fueron negativas.

Juan siempre se ha mostrado reacio a ser internado en el hospital, celoso por su apretada agenda, más encarecidamente le rogaron que por lo menos deberían guardar en Palacio la cuarentena. Don Juan, no obstante, protestó alegando citas ineludibles, y ante mi insistencia, no se me olvida, me dijo: “Julián, es que vas a marcarme tú mi agenda”. Sin embargo, cuando insistimos del peligro no solamente para ellos sino para los demás, se avino sin reservas. María Antonia y él empezaron la cuarentena en casa con todas las medidas adecuadas y estrictas para pasar el confinamiento.

Después de haber estado en cuarentena domiciliaria, la semana pasada volvieron al hospital pues no se encontraban bien. Enseguida se les practicó a los dos todo lo establecido por el protocolo. A las pocas horas al Arzobispo le ingresaron en la Unidad de Cuidados Intensivos por neumonía producida por el Covid-19; por su parte, la hermana fue llevada a una planta de las destinadas a enfermos de Covid y allí sigue evolucionando favorablemente, con una entereza, valentía y simpatía proverbiales.

No es mi cometido pormenorizar la evolución médica ni los tratamientos escrupulosos y especialísimos a los que fue sometido D. Juan, sino el “tratamiento espiritual” que le dedicamos, reflejo de su estimulante vida de fe y religiosidad, me basta decir sobre aquellos, y ello me consuela, que el trato médico fue impecable por parte de todo el personal del hospital y particularmente del personal de la U.C.I.: puntualmente el médico responsable informaba al Vicario General, D. Carlos Jesús, del estado de salud y de las pruebas que, con rigor y precisión médica, se le iban realizando. El Vicario obsequiosamente, vertía la información a quienes se lo solicitaban, con cariño y buen hacer, sin dejar que las maneras educadas, de quien era su más estrecho colaborador, translucieran para los demás el desasosiego que le causaba el profundo pesar, por las vicisitudes del prelado. D. Carlos nos llamaba continuamente. Me venían muy bien otras comunicaciones mantenidas con el Vicario Episcopal para la Defensa, D. Javier, tanto por corresponder a la pleitesía debida por jurisdicción inmediata a la par que por amistad.

Mi compañero, el P. Eugenio, ataviado con el correspondiente equipo, le administró el sacramento de la Unción de los Enfermos, la Absolución general y la Recomendación del alma; por consejo del Canciller depositamos en su mesilla una estampa, con imagen y oración, del Siervo de Dios, el P. Fernando Huidobro S.J., Capellán que fuera de la Legión, pues D. Juan era muy devoto suyo y promotor de su Causa; junto a esa estampa, adjuntamos otra de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro y el Diurnal para el seguimiento de la Liturgia de las Horas que fervorosamente nos había pedido.

Antes de estas disposiciones, el Arzobispo compartió su estado de ánimo, encontrándose preparado para afrontar todo lo que la providencia le tuviera reservado, “si el Señor quisiera llevarme, bendito sea el Señor, si el Señor me quisiera ahorrar el trance, bendito sea también, que continuaría trabajando para su Reino”.

Poco tiempo transcurrió para que su estado general fuera deteriorándose: la neumonía provocada por el pernicioso virus, complicada con fallos renales, insuficiencia pulmonar y afecciones cardíacas iban paulatinamente dibujando un cuadro luctuoso hasta que la sedación se impuso y, desgraciadamente, lo acompañaría hasta el final. Con lágrimas evocaba cuánto nos animaba en los primeros meses de la pandemia y cómo me aseguraba que estaba presto para enviarme la ayuda necesaria o incluso participar activa y presencialmente con nosotros en la capellanía hospitalaria. Ahora estaba con nosotros presencialmente, pero como enfermo y enfermo de gravedad.

Como se encontraba bajo los efectos de la sedación no podía naturalmente rezar la Liturgia de las Horas, pero mi compañero no quiso privarlo de ese deseo. De este modo, Eugenio y luego yo, rezábamos el Breviario no por él sino con él.

Consciente de que el oído es lo último que pierde el paciente en sedación, desde la puerta del Box 53, donde estaba nuestro pastor, me sigo viendo a mí mismo declamando en alta voz los Laudes, la Hora Intermedia y las Vísperas. No sé qué pensarían los trabajadores de la UCI cuando miraban a los capellanes con el alzacuellos, la bata blanca y el dispositivo de móvil acondicionado para el rezo de las Horas, pero a los pocos días, primero su médico, la doctora González, luego, algún que otro miembro de ese esforzado grupo fueron arrimándose a hacerlo con nosotros.

Entre Oficio y Oficio, intercalaba conversaciones con D. Juan con voz más queda, animándolo en esa postración, confortándolo con palabras sinceras acerca de las bondades de la muerte cristiana, bondades en las que creo decididamente y, agradeciendo su labor al frente de la Iglesia y de esta, su parcela y la nuestra, de la Iglesia castrense.

El jueves 28 de enero, haciendo la Memoria de Santo Tomás de Aquino, mientras rezaba Laudes con D. Juan, el médico responsable de la unidad, con amabilidad pero con decisión, me informó que el Sr. Arzobispo no acabaría la mañana con vida y efectivamente fue lo que sucedió. No había transcurrido una semana de su ingreso en el hospital. La lectura que interrumpió el galeno, del capítulo 40 del profeta Isaías comenzaba así:

“Mirad, el Señor Dios llega con poder,

y su brazo manda.

Mirad, viene con él su salario,

y su recompensa lo precede”

Nuestro Arzobispo solía encargarme, de modo particular cuando venía al Hospital, que escribiera algún artículo, ahora tampoco quiero defraudarlo como si me lo encargara desde el cielo y así lo estoy haciendo, justo lo hago el día siguiente de su fallecimiento terrenal, porque aunque me encuentro muy cansado, zarandeado por el sueño, todavía de guardia en el Hospital, con sentimientos encontrados entre la pena y la alegría de la esperanza cristiana…, se lo debo. Se lo debo a D. Juan del Río Martín, por su testimonio en la vida y en la muerte, por el privilegio de haberlo podido asistir en sus últimos días… y por haber sido mi Pastor, hermano y amigo, encomendándole que cuando esté junto al Padre, desde la mediación infinita de Jesucristo, interceda por nosotros.

En el H.C.D. “Gómez Ulla”, 29-I-2021

Julián Esteban Serrano

Delegado Castrense de Pastoral Sanitaria

ReligiónenLibertad