Cielos

San Cirilo de Jerusalén

Obispo y Doctor de la Iglesia famoso por sus catequesis

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San Cirilo nació en el año 315 en una población cercana a Jerusalén. Sus padres eran cristianos y se preocuparon por darle una excelente educación. Fruto de ello, fue gran conocedor de las Sagradas Escrituras y de las Humanidades, y un gran comunicador de la fe.

Esto lo convirtió en Padre griego y Doctor de la Iglesia, por su profundidad teológica y su maestría en transmitir la fe.

Fue ordenado sacerdote y se le encomendó formar a los catecúmenos, una tarea que llevó a cabo durante años.

Más tarde sería obispo y arzobispo de Jerusalén.

Al batallar contra la herejía del arrianismo, fue desterrado cinco veces en la época de los emperadores Constantino y Valente. En total, una condena de dieciséis años.

De él conservamos 18 discursos catequéticos (se les llama Catequesis de san Cirilo), un sermón, la carta al emperador Constantino y algunos textos fragmentarios. Los textos de catequesis no los escribió él sino alguien que transcribía con rapidez lo que san Cirilo predicaba.

Fragmento de la Catequesis II de San Cirilo: Invitación a la Conversión

«Entonces, dirá alguno, ¿hemos perecido engañados? ¿no habrá salvación alguna? Caímos, ¿podremos levantarnos? (Jer 8,4). Hemos quedado ciegos ¿podremos recuperar la vista? Estamos cojeando, ¿no hay esperanza de que caminemos correctamente alguna vez? Diré en resumidas cuentas: ¿No podremos alzarnos después de haber caído? (cf.Sal 41,9) ¿Es que acaso quien resucitó a Lázaro, con hedor ya de cuatro días (Jn 11,39), no te resucitará vivo también a ti? Quien derramó su preciosa sangre por nosotros nos liberará del pecado para que no claudiquemos de nosotros mismos (cf. Ef 4,19)11, hermanos, cayendo en un estado de desesperación.

Mala cosa es no creer en la esperanza de la conversión. Quien no espera la salvación acumula el mal sin medida; pero el que espera la curación, fácilmente es misericordioso consigo mismo. Igualmente el ladrón que no espera que se le haga gracia llega hasta la insolencia; pero, si espera el perdón, a menudo termina por hacer penitencia.

Si incluso una serpiente puede mudar la piel, ¿no depondremos nosotros el pecado? También la tierra que produce espinas se vuelve feraz si se la cultiva con cuidado: ¿Acaso podremos obtener nosotros de nuevo la salvación? La naturaleza es, pues, capaz de recuperación, pero para ello es necesaria la aceptación voluntaria.

Dios ama a los hombres, y no en escasa medida. No digas tú entonces: He sido fornicario y adúltero, he cometido grandes crímenes, y ello no sólo una vez sino con muchísima frecuencia. ¿Me perdonará, o más bien se olvidará de mí? Escucha lo que dice el salmista: «¡Qué grande es tu bondad, Señor!» (Sal 31,20).

pecados acumulados no vencen a la multitud de las misericordias de Dios. Tus heridas no pueden más que la experiencia del médico supremo. Entrégate sencillamente a él con fe; indícale al médico tu enfermedad; di tú también con David: «Sí, mi culpa confieso, acongojado estoy por mi pecado» (Sal 38,19). Y se cumplirá en ti lo que también se dice: «Y tú has perdonado la malicia de mi corazón» (Sal 32,5)».

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