Los porqués de un goteo constante.

El abandono de los compromisos sacerdotales es, con mayor o menor medida, un goteo constante. Afecta a varias generaciones y con motivos bastante complejos en su origen y diagnóstico.
1. Tan importante como la «formación» es también la «forma»
No señalamos aquí como causa la problemática de una vida célibe y sus posibles grietas afectivas una vez recibido el orden sagrado. Tampoco ponemos el foco en las alteraciones psicológicas o psíquicas que, en determinados momentos de la vida, pueden provocar algún tipo de crisis o bloqueo existencial.
Constatamos, más bien, de qué modo se pone a prueba la identidad, tanto del presbítero como del obispo, a la hora de ser modelo de perfección evangélica, representación sacramental e imitador de la caridad pastoral de Cristo. Hablamos, pues, de esas condiciones pastorales que acaban creando una forma de vida desfavorable y que el ministro de Cristo asimila desde una sensación real de ahogo anímico y de fracaso vocacional.
Por eso, más allá de quienes proponen la vida conyugal como solución afectiva definitiva o de quienes creen que el ejercicio del ministerio, por sí mismo, puede perjudicar la salud mental de los ministros… hay que prestar atención a una perturbación más sutil: aquella que tiene que ver con la forma de vida, con las obligaciones ministeriales o el tipo de entrega requerida, cuando es percibida como una losa pesada y, a veces, insoportable.
2. Los hechos
Un presbítero decide abandonar el ministerio después de casi siete años: “Durante muchos meses, por muchas razones, la carga pastoral se ha vuelto cada vez más pesada para mí, física, moral e incluso espiritualmente”. Enterado su obispo, respetando la decisión, se hace esta pregunta: “Tengo entendido que su carga era pesada, ¿lo podríamos haber sostenido mejor?”
Un obispo renuncia al gobierno pastoral de su diócesis y pone en manos del Santo Padre el mandato recibido. En el discernimiento y la posterior decisión se expresa así: “Iba creciendo en mí un cansancio interior hasta eliminar el impulso y la serenidad. Los aspectos más públicos, de gestión y administrativos, se han vuelto insostenibles. El esfuerzo y la presión continua me han llevado a estar más lejos de lo que soy y de lo que es mi deber como pastor y padre. Ya no puedo imaginarme en la posición que he intentado hacer mía. Ya no veo una forma de interpretar y vivir la misión del obispo que sea auténtica, sostenible para mí y provechosa para todos”.
Tres años después de la ordenación un presbítero abandona el ministerio. Haciendo memoria de su recorrido vocacional concluye: “El discernimiento no fue el mejor. Me faltó algo de acompañamiento. Creo que no tenía la profunda convicción de mi vocación. El camino del sacerdocio es muy diferente a la formación en el seminario. Vi que no podía más. Mi soledad me pesó tanto que me di cuenta de que necesitaba vínculos firmes y estables. Mis motivaciones vocacionales eran nobles, pero no auténticas. Dejar el sacerdocio implicó un verdadero luto”.
Y otro presbítero, en la misma situación, afirma: “Mi problema no estaba con Dios. Yo no he dejado de creer, no he dejado de rezar, nunca he tenido dudas. Yo empecé a tener problemas de soledad porque me hizo falta la gente, los vínculos fraternos no eran tan fuertes como uno quisiera”.
3. Vínculos firmes y estables
Estamos, pues, ante un abandono que no es «reivindicativo» sino que responde a un conjunto de circunstancias que afectan directamente a aquel «hacerse» con el propio estado de vida, presente y activo, humana y espiritualmente, tal y como pide una inserción coherente en la misión pastoral de la Iglesia.
¿Cuáles son estas «condiciones pastorales adversas» que, tarde o temprano, generan una «forma» capaz de herir el corazón del ministerio ordenado?
Señalemos una principal que tiene que ver, ahora sí, con el celibato apostólico. Tanto el presbítero como el obispo, en la específica espiritualidad presbiteral o episcopal, ya sea a nivel diocesano o parroquial, personalizan a Cristo Pastor desde el vínculo místico de la comunión íntima con el afecto de su Corazón y con la estabilidad de unas relaciones comunitarias y personales firmes. Así, ambos ministerios aseguran la expansión de la pureza del amor de la Cabeza hacia su Cuerpo. Es evidente que, sin esta estabilidad y firmeza en las relaciones, sino al contrario, favoreciendo la provisionalidad y la inestabilidad en la praxis pastoral, estamos preparando un gran estropicio.
Ni la urgencia o agilidad que requiere la actual misión evangelizadora, ni el apoyo espiritual del sello sacramental indeleble, ni la caricatura fácil del “todo terreno” pueden justificar la irresponsabilidad de conducir a muchos hacia una intemperie como esta.
Las condiciones adversas mantenidas en el tiempo pueden hacer disminuir el mejor celo y debilitar los propósitos más santos.
Así lo entendía ya el Papa Pío XII cuando en 1950 escribía a los obispos y presbíteros sobre la santidad sacerdotal: “Os exhortamos, pues, Venerables Hermanos, que se evite, como sea posible, lanzar hacia la plenitud de la actividad sacerdotal sacerdotes todavía inexpertos o enviarlos a lugares muy apartados de la capital de su diócesis o de las ciudades más importantes de esta; porque si se encontraran en semejante situación, aislados, inexpertos, expuestos a los peligros o lejos de maestros prudentes tan sólo conseguirán graves daños tanto para ellos como para su actividad ministerial. (…) Aprobamos y recomendamos vivamente que se introduzca y extienda la vida en común de los sacerdotes de una misma parroquia o de parroquias colindantes” (exhortación apostólica Menti nostrae, parte III).
4. ¿Qué estamos haciendo hoy?
Ciertamente, en el caso de gozar de una forma ministerial saludable, la carne es débil (cf. Mt 26,41). Dicho esto, hay que procurar no exponerse deliberadamente a unas condiciones que, objetivamente, tengan la arena y no la roca por cimiento (cf. Mt 7,26).
Y esto ocurre…
- cuando no se valora suficientemente una inserción pastoral progresiva,
- cuando se está al servicio de una comunidad -rural o de barrio- casi inexistente,
- cuando se presentan equipos en lugar de personas,
- cuando la celebración eucarística no tiene un altar propio,
- cuando la disponibilidad se evalúa por los kilómetros recorridos,
- cuando las responsabilidades pastorales no tienen un referente claro,
- cuando la dispersión es el pan de cada día,
- cuando hay que asumir tareas más propias de la vida religiosa,
- cuando uno no puede ejercer ni ser reconocido en paternidad espiritual,
- cuando hay carencia de medios materiales dignos y básicos de vida,
- cuando se envía a una soledad que no es la inherente al ministerio,
- cuando el ritmo de vida conduce a la imposibilidad de mantener cuidadosamente los medios de vida espiritual,
- cuando se anima a continuar a quienes ya sobrepasan el límite de su dedicación o
- cuando la autoridad se ejerce de forma arbitraria o interesada…
Entonces es cuando, coloquialmente, decimos que “la gente se rompe”.
5. Entre las exigencias de la realidad y el don del Espíritu
Seguramente es una reflexión mucho más amplia. Pero esto no es óbice para poner manos a la obra y afrontar algunos aspectos más operativos.
Para una ulterior reflexión, la lectura de Sacerdotes rotos (Sígueme, 2023) de Gérard Daucourt, obispo emérito francés, nos puede ayudar a adentrarnos en estos retos y arrojar luz sobre nuestras realidades diocesanas y ministeriales.

El Papa Francisco nos recuerda que echarlo todo por la ventana no es la solución: “A todos, antes o después, nos pasa que experimentamos decepciones, dificultades y debilidades, con el ideal que parece desgastarse entre las exigencias de la realidad mientras se impone cierta costumbre; y algunas pruebas, antes difíciles de imaginar, hacen que la fidelidad parezca más difícil que antes. (…) Crear armonía es lo que Él desea, especialmente a través de quienes ha derramado su unción. Hermanos, crear armonía entre nosotros no es sólo un método adecuado para que la coordinación eclesial funcione mejor, no es una cuestión de estrategia o cortesía, sino una exigencia interna de la vida en el Espíritu” (Jueves santo, 2023).
Está en juego devolver la belleza, la alegría y el amor al ministerio en la Iglesia.