Se oye hablar con frecuencia de obediencia ciega. Nunca de obediencia sorda.
¿Sabéis por qué?
Para explicarlo tengo que recurrir a la etimología, que alguna vez puede
echar una mano en el campo de la ascética. Obedecer se deriva del latín
«ob-audire», que significa escuchar estando de frente. Cuando descubrí
ese origen del vocablo, también yo me liberé poco a poco del falso
concepto de obediencia entendida como abdicación pasiva de mi voluntad y
entendí que la verdadera obediencia no tiene, ni de lejos, parecido
alguno con la actitud servil de los aduladores.
Quien obedece no anula su voluntad; la promueve. No mortifica sus
talentos; los pone en movimiento conforme a la ley de la oferta y la
demanda. No se envilece con la función humillante del autómata; pone en
movimiento los mecanismos más profundos de la escucha y del diálogo.
Hay una frase espléndida que hasta hace algún tiempo se creía que era
un descubrimiento de los años de la contestación: «Obedecer de pie».
Parece una frase sospechosa, que hay que tomar con cuidado. Pero es más
bien el descubrimiento de la auténtica naturaleza de la obediencia, cuya
dinámica supone alguien que habla y alguien que responde. Alguien que
haga una propuesta con respeto y alguien que interiorice gozosamente lo
dicho.
Efectivamente, se puede obedecer sólo estando de pie. De rodillas no se
obedece; se somete. Se sucumbe; no se ama. Hay resignación; no
colaboración.
Por ejemplo Teresa, que se ve obligada a decir «sí» a todos los deseos
de su marido; nunca puede salir de casa porque él es celoso; cuando
vuelve borracho por la noche y los niños lloran, recibe una paliza sin
rechistar. Es una mujer oprimida, no se trata de una mujer obediente. El
Señor la compensará un día, pero no por su virtud, sino por sus
sufrimientos.
La obediencia, en conclusión, no es tragarse una vejación; es acogida
gozosa de una dimensión superior. No es el gesto dimisionario de quien
se refugia en sus lamentos; es una respuesta de amor que también
requiere, en quien ordena algo, más dignidad que poder. Quien obedece no
renuncia a su voluntad; se identifica hasta tal punto con la persona a
la que ama, que sabe armonizar su voluntad con la del otro.
Ahí está el análisis lógico y gramatical de la obediencia de María.
Esta espléndida criatura ni siquiera dejó que el Creador la expropiara
de su libertad. Al decir «sí», se abandonó en él libremente y entró en
la órbita de la historia de la salvación, con una conciencia tan
responsable, que el ángel Gabriel volvió al cielo llevando al Señor un
anuncio no menos gozoso que el que había llevado a la tierra en el viaje
de ida.
Tal vez no sería equivocado titular el primer capítulo de Lucas como el
anuncio del ángel al Señor, más que el anuncio del Señor a María.
Santa María, mujer obediente, tú que tuviste la gracia de
«caminar en la presencia del Señor», haz que nosotros, al igual que tú,
podamos ser capaces de «buscar su rostro».
Ayúdanos a comprender que sólo en su voluntad podemos encontrar la paz.
Y cuando él nos invite a saltar en el vacío para poder
alcanzarle, líbranos del vértigo del abismo y danos la seguridad de que,
quien obedece al Señor, no se estrella contra el suelo, como en un
espectáculo circense, sino, que cae siempre en sus brazos.
Santa María, mujer obediente, tú sabes muy bien que el rostro
de Dios, mientras caminemos en la tierra, sólo podemos encontrarlo en
las numerosas mediaciones de los rostros humanos y que sus palabras nos
llegan únicamente en las reverberaciones humildes de nuestros
vocabularios terrenos. Concédenos, por tanto, los ojos de la fe para que
nuestra obediencia se convierta en historia, en lo cotidiano,
dialogando con los interlocutores efímeros, que él eligió como signo de
su voluntad eterna.
Pero líbranos también del apagamiento fácil y de las
aquiescencias cómodas en los escalones intermedios que nos impiden subir
hasta ti. Porque no es raro que los instintos idólatras, todavía no
apagados en nuestro corazón, nos hagan considerar como obediencia
evangélica lo que sólo es cortesanía, y como virtud refinada lo que sólo
es cálculo escuálido.
Santa María, mujer obediente, tú que para salvar la vida de
tu hijo eludiste las órdenes de los tiranos y, huyendo a Egipto, te
convertiste para nosotros en icono de la resistencia pasiva y de la
desobediencia civil, danos la valentía de la objeción, siempre que la
conciencia nos sugiera que «se debe obedecer a Dios antes que a los
hombres».
Y para que, en este difícil discernimiento, no nos falte tu
inspiración, permítenos que, por lo menos entonces, podamos invocarte
así: «Santa María, mujer desobediente, ruega por nosotros».
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño