Homilía de mons. Barrio en el funeral por la pareja de Pontecesures víctima de los atentados de Sri Lanka

“Oh Dios, tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de
mi vida y habitaré en la casa del Señor por años sin término”. De manera
especial me dirijo con cordial afecto a vosotras, queridas familias,
que habéis perdido a vuestros seres queridos, María y Alberto. Quiero
enjugar vuestras lágrimas y aliviar vuestro dolor recordando lo que
Jesús nos dice: “Yo soy la resurrección y la vida. El que cree en mí
aunque haya muerto vivirá, y todo el que cree y vive en mi no morirá
para siempre”, compartiendo vuestros sentimientos y estando a vuestro
lado. Os acompaño y os acompañamos. No os sintáis solos en vuestro
dolor. Deseo iluminar vuestro estado de ánimo con la luz de la Palabra
de Dios, aunque apenas la tristeza os lo permita y cuando los
sentimientos con las lágrimas dificultan vislumbrar la mañana de la
resurrección y cierran el paso a la paz sosegada. Dios vela con su
providencia pero no sabemos lo que tiene previsto en nuestras vidas. Con
fe decimos “sé que mi redentor vive y al fin se erguirá como fiador
sobre el polvo y detrás de mi piel yo me mantendré erguido y desde mi
carne veré a Dios”.


“Estaremos siempre con el Señor” (Ts 4,17). No nos es precisa a los
creyentes otra razón para vivir y morir con esperanza, que esta luminosa
afirmación del Apóstol Pablo. Estar siempre con el Señor, y participar
de su gloria. “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y
de la muerte, que fuera de su Evangelio nos abruma” (GS 22). Una muerte,
la de nuestros hermanos, causada por un ataque terrorista, siempre
injusto e indiscriminado, perverso y nunca justificable.


Esta tarde nos hemos reunido en oración para acompañarles en esa
travesía última donde nos espera Cristo Resucitado, vida definitiva para
los que han muerto y consuelo para los que todavía vivimos. “El que
cree en mí aunque haya muerto vivirá”, dice el Señor. Al tener noticia
recé por María y Alberto pero he rezado también por vosotros de manera
especial, queridos familiares, porque nosotros no estamos preparados
para afrontar la muerte de las personas a las que queremos. Esta
comunidad parroquial se ha estremecido. Con esta tragedia todos hemos
perdido a unas personas que formaban parte de nuestra convivencia, de
nuestra cercanía, de nuestro afecto. En oración reanudamos con ellos un
diálogo interrumpido bruscamente por la muerte y consolidamos los
vínculos de una comunión que la muerte no ha podido romper. “Si hemos
muerto con Cristo creemos que también viviremos con él” (Rom 6,8).
“Precisamente en la contemplación de la muerte de Jesús, la fe se
refuerza y recibe una luz resplandeciente, cuando se revela como fe en
un amor indefectible por nosotros, que es capaz de llegar hasta la
muerte por salvarnos. En este amor es posible creer” (Lumen fidei, 16).


La muerte, enigma de la condición humana, llega siempre
inesperadamente. Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la fe
afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz más
allá de las fronteras de la frágil vida terrena y que nos lleva en
nuestra existencia a luchar contra el mal. Cristo murió por todos y nos
confiere la esperanza de alcanzar en Dios la vida verdadera.


A María y Alberto les han arrebatado sus vidas cuando tantos
proyectos y tantas esperanzas llenaban su horizonte diario. Es difícil
entenderlo. Queridas familias, sé que estáis viviendo un dolor intenso.
Pero no olvidéis que Dios está siempre con nosotros, también en nuestro
dolor, sufrimiento y muerte. Las experiencias del mal, del sufrimiento y
de la muerte que parecen contradecir al amor de Dios, pueden estremecer
la fe y llegar a ser para ella una tentación. Jesús nos dice: “No
perdáis la calma. Creed en Dios y creed también en mí. De manera
especial hemos de mirar a la cruz de Cristo y a su muerte, forma
concreta en que El asume nuestra condición humana, llegando a gritar:
“Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. No somos un grito en
el vacío. No serán pocas las veces que también gritéis interiormente
ante este misterio, porque ante la muerte de un ser querido todo parece
un mal sueño del que uno espera salir en cualquier amanecer. La muerte
de las personas queridas lleva consigo parte de nuestras propias vidas.
Por eso toda tristeza por la muerte del ser querido es sagrada.


En las situaciones límite y esta es una, en las que es más fuerte la
tentación a desesperar, la fe en Jesucristo Resucitado nos reafirma en
la convicción de que la última palabra la tiene Dios y es siempre una
palabra de vida. “En la vida y en la muerte somos del Señor, pues para
eso murió y resucitó Cristo”. Solo esta esperanza puede aliviar la
pérdida de los seres queridos y dar sentido a sus vidas y a sus muertes.
Con vosotros invoco la misericordia de Dios. Gracias a todos por
vuestra presencia, oración y solidaridad cristiana. Dejemos el destino
de nuestros hermanos en sus divinas manos con dolor pero con paz, con
lágrimas pero con esperanza. Hoy sentimos la necesidad de corazón de
ofrecerles a ellos la ayuda afectuosa de nuestra oración pidiendo que
participen de la felicidad eterna con Dios Padre. A la Virgen, consuelo
de los afligidos, le pedimos que los haya acogido bajo su amparo. El
Dios de la paz y de la esperanza sea para todos nosotros fortaleza.
“Nada podrá arrancarnos del amor de Dios”. Amén.

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