El otro claustro: San Pelayo. La corrección fraterna

El abad que ha sido instituido como tal ha de pensar siempre
en la carga que sobre sí le han puesto y a quién ha de rendir cuentas de
su administración; y sepa que más le corresponde servir que presidir.
Es menester, por tanto, que conozca perfectamente la ley divina, para
que sepa y tenga dónde sacar cosas nuevas y viejas; que sea
desinteresado, sobrio, misericordioso, y «haga prevalecer siempre la
misericordia sobre el rigor de la justicia», para que a él le traten la
misma manera.  Aborrezca los vicios, pero ame a los hermanos. Incluso,
cuando tenga que corregir algo, proceda con prudencia y no sea extremoso
en nada, no sea que, por querer raer demasiado la herrumbre, rompa la
vasija.  No pierda nunca de vista su propia fragilidad y recuerde que no
debe quebrar la caña hendida. Con esto no queremos decir que deje
crecer los vicios, sino que los extirpe con prudencia y amor, para que
vea lo más conveniente para cada uno, como ya hemos dicho. Y procure ser
más amado que temido.


(REGLA de san BENITO capítulo LXIV: De la ordenación del abad, 7-15)


La corrección fraterna.


En una vida comunitaria esto es inevitable e imprescindible. Es más,
es una gracia que deberíamos agradecer porque es lo que nos puede ayudar
a crecer. Os cuento:


Todo comenzó una mañana: tras el trabajo cotidiano de la repostería
descubrí a una Hermana que, preparando unas cañas de hojaldre para
bañarlas con gelatina, vio que algunas de ellas estaban un poco tostadas
de más… rascarlas no era posible, se perdía el dulce, si las bañaba con
gelatina aún relucían más… ¿Qué hacer? ¡bañarlas en chocolate! Así
quedaron hermosas y ricas pues el mal no era profundo sino tan sólo
superficial. Al cabo de un rato me fui a ayudar en la cocina: era
preciso fregar una mesa, tenía grasa. ¿Solución? echar detergente y
rascar hasta dejarla como un coral.


Ambas cosas –el chocolate y el estropajo- son los medios que san
Benito (obviamente en “lenguaje s. XXI”) propone al abad/abadesa, en los
capítulos II y LXIV de nuestra Regla, para llevar a cabo la ardua tarea
de servir, guiar y acompañar los diversos temperamentos.


Pero que nadie piense que con el “chocolate” san Benito recomienda el
encubrimiento ¡todo lo contrario! Dice muy claro al abad que tan pronto
vea salir un vicio lo extirpe de raíz, que odie los vicios y ame a los
monjes.


En nuestra vida de cada día a veces adolecemos de discernimiento y
caridad. Somos capaces de “quebrar la caña hendida”, herir con el
estropajo sin más, por una nimiedad; y bañar de chocolate lo que es un
mal real por miedo al qué dirán. Ambas cosas son necesarias en el arte
de la vida comunitaria. Yo misma, más de una vez, he necesitado la
“refriega” del estropajo para ver de nuevo con claridad, y otras he
recibido el “chocolate” del consuelo en mi debilidad.


Así que, pidamos al Señor que nos dé dulzura y firmeza, “chocolate y
estropajo”, para actuar con caridad. El “chocolate” tolera y hace
fecunda la debilidad ¡no el pecado!; el “estropajo” descubre la belleza
que hay y que es preciso trabajar y mostrar.


Si sólo hay “chocolate” nadie crece, si sólo “estropajo” nadie
persevera. Sólo con ambas cosas puede haber vida de Comunidad y, por
cierto, ¡muy verdadera!

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