Cardenal Sebastián: «El nacionalismo es victimista porque es egoísta, se cree más que los demás»

El nacionalismo “es egoísta e insolidario. Pretende estar solo para vivir mejor”. Esta contundente afirmación la afirma sin tapujos el cardenal Fernando Sebastián, arzobispo emérito de Pamplona.

En un certero analísis publicado en la revista Vida Nueva titulado
Cataluña querida, el purpurado habla del proceso separatista catalán y
de las causas que han llevado con él. Y lo hace con gran claridad y
contundencia. Recuerda que vivió muchos años en Cataluña y también alerta de las consecuencias que entraña el nacionalismo. A continuación, el artículo íntegro del cardenal Sebastián:

Cataluña querida

Soy aragonés, pero he vivido quince años en Cataluña. Vic, Solsona,
Valls. Es decir, Barcelona, Lérida y Tarragona. Conozco un poco Cataluña
y a los catalanes. Tengo familiares y amigos en Cataluña. Leo
literatura catalana. A mis 19 años, hice mi tesis de Filosofía sobre la
antropología de Ramón Llull (tema apasionante, ¿no?).

Quiero decir que mis palabras son fruto del amor, del buen deseo y, también, del dolor. No pretendo hablar desde posiciones políticas, casi ni eclesiales, me basta con hablar humanamente, cívicamente, sinceramente.

Entiendo que la crisis actual es, en un primer plano, política, y debe ser tratada políticamente. Nos encontramos ante una verdadera insurrección institucional,
dirigida desde el poder político, acompañada y potenciada desde abajo
por un fuerte sentimiento popular muy difundido, previamente cultivado.

Muchos catalanes, jóvenes y adultos, están convencidos de que les conviene separarse de España. Piensan que les estamos maltratando y esta discriminación negativa les da derecho a la secesión. Ellos lo viven como un derecho a la defensa propia. Se lo han enseñado así durante treinta años.

No es verdad que el independentismo haya comenzado ahora como consecuencia de una cierta frustración democrática. El nacionalismo independentista comenzó a finales del siglo XIX,
durante la Primera República, con Almirall, Guimerá, la Lliga
Regionalista y las Bases de Manresa. Con el apoyo de algunos ilustres
eclesiásticos. Eran los tiempos de la industrialización y de la
Renaixença cultural.

Los nacionalismos, todos los nacionalismos, tienen un fondo de protesta,
es como el hijo mayor que se va de casa dando un portazo. Se van porque
se ven maltratados, no se sienten queridos. Pero a veces no se ven
queridos porque antes han sido egoístas, porque han creído que tienen
más derechos que los demás, porque no están conformes con lo que reciben
en casa, aunque estén recibiendo lo mismo, y a veces más que los demás.
El nacionalismo es siempre victimista, pero es victimista porque antes,
y más profundamente, es egoísta, se cree más que los demás y quiere más
que los demás
. Es egoísta e insolidario. Pretende estar solo para vivir mejor.

El nacionalismo es ruptura. Se quiera o no, desgarra el
tejido social, enfrenta a las personas, divide las familias. Por eso,
solo es legítimo y moralmente aceptable cuando resulta ser el único
remedio contra graves injusticias colectivas, de dominación o
discriminación. Aquí se habla de 500 años de convivencia. Pero son más.
Cataluña formó parte no del Reino de Aragón, pero sí de la Corona de
Aragón, con el rey Ramiro de Aragón y el conde Ramón Berenguer, desde el
siglo XII.

La gente iba y venía, compraba y vendía, se casaban y se ayudaban en lo
que podían. Luego vino la unidad de los Reyes Católicos. A Fernando le
gustaba mucho estar en Barcelona. Y, en la época moderna, las relaciones de todas clases se han intensificado hasta borrar las fronteras étnicas y las diferencias idealistas. Los catalanes están y negocian por todas partes. Y en Cataluña hay españoles de todos los lugares de España.

Poco a poco hemos ido construyendo una sociedad común, con una identidad
común, también con diferencias, pero con un gran patrimonio común,
favorecida por las capas más profundas de nuestra cultura. Territorio,
romanización, cristianismo, reconquista cristiana, unificación política,
defensa contra las ambiciones napoleónicas, lucha contra las
revoluciones y dominios marxistas. Venir ahora a hablarnos del derecho
de autodeterminación es vivir en otro mundo. O no querer enterarse de lo
que uno tiene a su alrededor. Tenemos que vivir en la realidad, no en la burbuja de nuestras fantasías.

 

Durante el período democrático, con el Estado de las Autonomías, el
nacionalismo catalán ha aprovechado las competencias recibidas para
construir la “estructura nacional”, como decía Jordi Pujol ya en 1980. Y han intentado construirlo con tenacidad.

 

Aprovechando con habilidad la debilidad de los gobiernos centrales. Poco
a poco, ladrillo a ladrillo, han ido reuniendo los materiales que
necesitaban. Y los gobiernos del Estado no tenían más remedio que ceder y
pactar para poder gobernar. Habría que revisar muchas cosas. La raíz política del mal está en nuestra misma legislación.

Pero, ahora, el problema no es únicamente político. A lo largo de estos años de vida democrática se ha convertido en un problema social y cultural. Esta
ampliación cultural del independentismo ha venido por dos cauces: la
educación y los medios de comunicación, dirigidos y manipulados desde el
poder autonómico.

Y algo tiene que ver también en todo esto la descristianización galopante que está sufriendo Cataluña en estos años. El independentismo descristianiza y la descristianización favorece el independentismo. No valen las argumentaciones ideológicas. Hay que atenerse a la realidad.

Curar también el espíritu. Si esto es verdad -yo así lo creo-, la crisis
actual no se podrá resolver solo desde las instancias políticas: hará
falta una cura espiritual, cultural. Serán necesarios bastantes años de
buenas relaciones y de buen gobierno, con claridad y paciencia, para
convencer a los catalanes separatistas de que les queremos, de que
pueden estar bien en España, de que no les robamos ni despreciamos su
lengua, que es también nuestra, ni sus tradiciones, ni sus innegables
valores.

En el resto de España también habrá que cambiar ciertas actitudes
centralistas, demasiado elementales, que confunden lo español con lo
castellano o con lo que se hace “en toda tierra de garbanzos”. Cataluña es España y España es también Cataluña.
Pero ahora, hay demasiada gente que no lo ve ni lo siente así.
Modificar un sentimiento socializado cuesta una generación, yendo las
cosas bien.

Entiendo que ahora, durante un tiempo, Cataluña necesitaría un período de tranquilidad,
en el que se multipliquen los contactos, los encuentros, las
explicaciones, todas las atenciones posibles que sean justas y
razonables, que vayan sanando la mentalidad social y cultural de los
catalanes en lo referente a sus relaciones con el resto de España.

Para lo cual se requiere un cambio profundo en varios puntos:

– catalanes y no catalanes tenemos que convencernos de que nadie es ni más ni menos que los demás ciudadanos españoles;

– en Cataluña tendrán que ver que están recibiendo un trato justo, normal, sin discriminaciones, pero también sin privilegios;

– y esto tiene que ir entrando en la sociedad catalana desde una
enseñanza objetiva, imparcial, no manipulada, y con unos medios de
comunicación igualmente objetivos, no sectarios, ni subvencionados ni
teledirigidos.

Si no se hace esto, o algo parecido, se haga ahora lo que se haga,
dentro de pocos años volveremos a estar en las mismas. Los catalanes son
tenaces y muy amantes de sus cosas. Y tienen todo el derecho del mundo.
Me asustan un poco los melindres democráticos de algunos políticos que
quieren una intervención reducida y cortita. Habrá que hacer lo que sea
necesario. ¿O no? Esta crisis es una gran oportunidad histórica. No podemos perderla.

Cómo se puede y se debe hacer algo de todo esto es ya una cuestión práctica, política, en la que prefiero no entrar.

Termino diciendo a mis amigos catalanes, a todos los catalanes: os quiero, os llevo en mi corazón, sois parte de mi vida. Rezo por vosotros. Quedaos en casa, estaréis mejor. Estaremos todos mejor.

Publicado originariamente en Vida Nueva, nº 3.056 (octubre-noviembre 2017)

ReligiónenLibertad