Cantalamessa: la pureza cristiana convertía a los paganos, hoy la revolución sexual es «contra Dios»

Tras la caridad, la humildad y la obediencia, el padre Raniero Cantalamessa disertó sobre la pureza
ante el Papa y los miembros de la Curia romana, en la última de sus
predicaciones cuaresmales, en este Viernes de Dolores que ya anticipa la
Semana Santa.

Una charla totalmente contraria a la cultura dominante, ese
“pansexualismo de ciertas teorías pseudocientíficas y permisivistas” que
niega “toda norma objetiva en materia de moral sexual, reduciendo todo a
un hecho de evolución espontánea de las costumbres, es decir, a un
asunto de cultura”. Pero, “si examinamos de cerca lo que se llama la
revolución sexual de nuestros días”, advirtió el predicador de la Casa
Pontificia, “nos damos cuenta, con pavor, de que no es simplemente una
revolución contra el pasado, sino que es también, a menudo, una revolución contra Dios“: se hace al grito de ¡Mi cuerpo es mío!,
“lo cual es exactamente la antítesis de la verdad establecida sobre la
palabra de Dios, es decir, que nosotros no somos nuestros, que no nos
pertenecemos, porque somos «de Cristo»“.

La especificidad de la pureza cristiana

Esto lo había dejado bien establecido antes al distinguir el dominio de
uno mismo que también defendían algunos filósofos griegos (la enkrateia por oposición a la porneia) de la idea cristiana de pureza.

En efecto, hay una triple motivación cristiana de la pureza: cristológica, pneumatológica y escatológica.

Cristológica: la pureza cristiana “no consiste tanto en establecer el dominio de la razón sobre los instintos, cuanto en establecer el dominio de Cristo sobre toda la persona,
razón e instintos. Lo más importante no es que yo tenga el dominio de
mí mismo, sino que Jesús tenga el dominio de mí mismo”. Para aquellos
pensadores paganos más próximos a la moral natural, “la pureza está en
función de mí mismo, yo soy el objetivo”. Para los cristianos, “la
pureza está en función de Jesús… Nosotros no somos sólo genéricamente
«de» Cristo, como su propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de
Cristo, sus miembros!” De tal modo que,  “cometiendo la impureza, yo prostituyo el cuerpo de Cristo, realizo una especie de sacrilegio odioso”.

Por similar razón, en la medida en que, como señala San Pablo, nuestro
cuerpo es “templo del Espíritu Santo” (1 Cor 6, 19), “abusar del propio
cuerpo esprofanar el templo de Dios”. Es la motivación pneumatológica.

Finalmente, hay una motivación escatológica, “que se
refiere al destino último del hombre”, porque “nuestro cuerpo está
destinado a la resurrección”: “La pureza cristiana no se basa en el
desprecio del cuerpo, sino, por el contrario, en la gran estima de su
dignidad. El Evangelio —decían los padres de la Iglesia al combatir a
los gnósticos— no predica salvarse «de» la carne, sino la salvación «de la» carne.
Los que consideran el cuerpo como un «vestido extraño», destinado a ser
abandonado aquí abajo, no poseen los motivos que tiene el cristiano
para conservarlo inmaculado”.

Un estilo íntegro de vida

“Esta pureza es un estilo de vida, más que una virtud particular“,
apuntó Cantalamessa más adelante, pues “va más allá de la esfera
propiamente sexual”. Además de la pureza “de la carne” está la “pureza del corazón” que huye no solo de actos malos, sino también de pensamientos y deseos, que busca la santidad “en la mirada” y también absteniéndose “de palabras deshonestas, vulgaridades y necedades” y buscando “la sinceridad y franqueza en el hablar, es decir, en decir: «Sí, sí» y «no, no», a imitación del Cordero Inmaculado”.

Además, el religioso capuchino recordó que hay un vínculo entre la pureza de vida y la caridad con el prójimo, entre “el dominio de sí y la donación a los demás”:
“Es una ilusión creer que se puede juntar un verdadero servicio a los
hermanos, que exige siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y
generosidad, con una vida personal turbulenta, que tiende toda ella a
complacerse a uno mismo y a las propias pasiones”.

También es falsa la creencia de que ciertos pecados de la carne no
afectan a los demás: “No es verdad que el pecado de impureza termina con
quien lo comete. Hay una solidaridad de todos los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por cualquiera que lo cometa, contagia y contamina el ambiente moral del hombre;
este contagio es llamado por Jesús «el escándalo» y está condenado por
Él con algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio”.

Admiraba a los paganos, fortificó la familia

En la última parte de su meditación, el padre Cantalamessa recordó que, además del anuncio de la Palabra (el kerigma)
y el testimonio del martirio, lo que llevó a los cristianos a
transformar el mundo, “las cosas que más admiraban y convertían a los
paganos”, fueron “el amor fraterno y la pureza de las costumbres“, esto es, “el tenor de vida puro y casto de los cristianos”.

Era, para los paganos, algo “extraordinario e increíble”, y “tuvo un
impacto extraordinario sobre la sociedad pagana” porque su fruto fue “el
saneamiento de la familia“.

Nostalgia de la inocencia

Cantalamessa invitó así a “testimoniar al mundo la inocencia originaria
de las criaturas y de las cosas” pero no solo con una mentalidad en
negativo ante el hecho de que “el mundo ha caído muy bajo” y “el sexo se
nos ha subido a todos al cerebro” en una “especie de embotamiento y
borrachera de sexo”, sino con una mentalidad en positivo: “Hay que
despertar en el hombre la nostalgia de inocencia y sencillez que él lleva anhelante en su corazón,
aunque muy a menudo recubierta de barro. No de una inocencia de
creación que ya no existe, sino de una inocencia de redención que nos
fue devuelta por Cristo y que se nos ofrece en los sacramentos y en la
Palabra de Dios”.

Pincha aquí para leer la primera predicación cuaresmal del padre Cantalamessa, el viernes 30 de febrero.

Pincha aquí para leer la segunda predicación cuaresmal del padre Cantalamessa, el viernes 2 de marzo.

Pincha aquí para leer la tercera predicación cuaresmal del padre Cantalamessa, el viernes 9 de marzo.

Pincha aquí para leer la cuarta predicación cuaresmal del padre Cantalamessa, el viernes 16 de marzo.

A continuación
reproducimos en su integridad la predicación del padre Cantalamessa,
traducida por el sacerdote y teólogo Pablo Cervera Barranco. Las
negritas son de ReL.

CUARESMA 2018

Quinta predicación cuaresmal

Raniero Cantalamessa, ofm cap.

«Pongámonos las armas de la luz»

La pureza cristiana

En nuestro comentario de la parénesis de la Carta a los Romanos, hemos
llegado al punto donde se dice: «La noche está avanzada, el día está
cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas
de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y
borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias.
Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne
siguiendo sus deseos» (Rom 13,12-14).

San Agustín, en las Confesiones, nos narra el
lugar que este pasaje tuvo en su conversión. Había llegado ya a una
adhesión casi total a la fe; sus objeciones fueron eliminadas una tras
otra, y la voz de Dios se había ido haciendo cada vez más apremiante.
Pero había una cosa que lo retenía: el miedo de no lograr vivir casto. Vivía, como se sabe, con una mujer sin estar casado.

Estaba en el jardín de la casa que lo albergaba, preso de esta lucha
interior y con lágrimas en los ojos, cuando, desde una casa cercana, oyó
que provenía una voz, como de niño o niña, que iba repitiendo: «Tolle, lege!,
¡Toma, lee; toma, lee!». Interpretó dichas palabras como una invitación
de Dios y, teniendo al alcance de la mano el libro de las Cartas de san
Pablo, lo abrió al azar, decidido a considerar como voluntad de Dios la
primera frase sobre la cual cayera su mirada. La palabra sobre la cual
cayó su mirada fue, precisamente, la de la Carta a los Romanos que
acabamos de recordar. Dentro de él brilló una luz de seguridad (lux securitatis),
que hizo desaparecer todas las tinieblas de la incertidumbre. Sabía ya
que, con la ayuda de Dios, podía ser casto (San Agustín, Confesiones, VIII, 11-12).

Las cosas que el Apóstol, en ese pasaje, llama «obras de las tinieblas»
son las mismas que en otros lugares define como «deseos, u obras, de la
carne» (cf. Rom 8,13; Gál 5,19) y las cosas que llama «armas de la luz»
son las mismas que en otros lugares llama «obras del Espíritu» o «frutos
del Espíritu» (cf. Gál 5,22). Entre estas obras de la carne se pone de
relieve, con dos términos (koite aselgeia), el desenfreno sexual, al cual se contrapone el arma de la luz que es la pureza.

En el presente contexto, el Apóstol no se alarga hablando de este
aspecto de la vida cristiana; pero sabemos qué importancia revestía a
sus ojos la lista de vicios, puesta al comienzo de la Carta (cf. Rom
1,26ss),. Si él no hace aquí un tratamiento explícito sobre la pureza,
dice, al menos, que este es el lugar donde se debe hacer. Se trata de una
tercera relación fundamental que el Espíritu quiere volver a sanar,
después de la que se dirige a Dios y al prójimo, sanados,
respectivamente, por la obediencia y la caridad: la relación hacia uno
mismo
. San Pablo establece un vínculo estrechísimo entre pureza y santidad,
y entre pureza y Espíritu Santo: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra
santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros
trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como
hacen los gentiles que no conocen a Dios. Y que en este asunto nadie
pase por encima de su hermano ni se aproveche con engaño, porque el
Señor venga todo esto, como ya os dijimos y os aseguramos: Dios no nos
ha llamado a una vida impura, sino santa. Por tanto, quien esto
desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os ha dado su
Espíritu Santo» (1 Tes 4,3-8).

Por lo tanto, tratemos de recoger esta última «exhortación» de la
palabra de Dios, profundizando el fruto del Espíritu que es la pureza.

1. Las motivaciones cristianas de la pureza

San Pablo, en la carta a los Gálatas, escribe: «El fruto del Espíritu es
amor, alegría, paz, paciencia, benignidad bondad, fidelidad,
mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22). El término griego original, que
traducimos con «dominio de sí», es enkrateia.
Tiene una gama de significados muy amplia; se puede ejercer, en efecto,
el dominio de sí en el comer, en el hablar, en contenerse de la ira,
etc. Sin embargo, aquí, como por lo demás casi siempre en el Nuevo
Testamento, significa el dominio de sí en una esfera muy precisa de la persona, es decir, en el marco de la sexualidad. Lo deducimos por el hecho de que, poco más arriba, al enumerar las «obras de la carne», el Apóstol llama porneia, es decir, impureza, lo que se opone al dominio de sí (¡es el mismo término del que deriva «pornografía»!).

Por ello, tenemos dos palabras-clave para comprender la realidad de la que queremos hablar: uno positivo (enkrateia) y uno negativo (porneia); uno nos describe la cosa y el otro su carencia o su opuesto. Ahora bien, he dicho que el término enkrateia significa, literalmente, dominio de sí, dominio del propio cuerpo, y, en particular, de los propios instintos sexuales.

En las traducciones modernas de la Biblia, el término porneia se
traduce como prostitución, como impureza, como fornicación o adulterio y
con otros vocablos. La idea de fondo contenida en el término es, sin
embargo, la de «venderse», enajenar el propio cuerpo, y, por tanto,
prostituirse (pernemi, en griego, significa «me vendo»). Al
emplear dicho término para indicar casi todas las manifestaciones de
desorden sexual, la Biblia viene a decir que todo pecado de impureza es,
en cierto sentido, un prostituirse, un venderse.

Los términos usados por san Pablo nos dicen, pues, que son posibles,
hacia el propio cuerpo y la propia sexualidad, dos actitudes opuestas:
una fruto del Espíritu y, la otra, obra de la carne; una de virtud y
otra de vicio. La primera actitud es conservar el dominio de sí y
del propio cuerpo; la segunda es, en cambio, vender o enajenar el
propio cuerpo, es decir, disponer de la sexualidad según el propio
antojo
, para fines utilitaristas y distintos de aquellos para
los cuales fue creada; un hacer del acto sexual un acto venal, aunque lo
útil no siempre está constituido por el dinero, como en el caso de la
auténtica prostitución, sino también por el placer egoísta fin en sí
mismo.

Cuando se habla de la pureza y de la impureza en simples listas de
virtudes o de vicios, sin profundizar en la materia, el lenguaje del
Nuevo Testamento no difiere mucho del de los moralistas paganos, por
ejemplo, el de los estoicos; en efecto, también ellos usaban
habitualmente los dos términos enkrateia porneia,
dominio de sí e impureza. Quien se detuviera en estos únicos términos,
no captaría en ellos, por tanto, nada de específicamente bíblico y
cristiano. También los moralistas paganos exaltaban el dominio de sí,
pero sólo en función de la quietud interior, de la impasibilidad (apatheia), del autodominio; la pureza era gobernada, según ellos, por el principio de la «recta razón».

En realidad, sin embargo, dentro de estos antiguos vocablos paganos, hay
ya un contenido totalmente nuevo que brota, como siempre, del kerigma.
Esto es ya visible en nuestro texto, donde al desenfreno sexual se
opuso, de modo muy significativo, como su contrario, el «revestirse del
Señor Jesucristo». Los primeros cristianos eran capaces de captar este
contenido nuevo, porque era objeto de catequesis específica en otros
contextos.

Examinemos ahora una de estas catequesis específicas sobre la pureza,
para descubrir el verdadero contenido y las verdaderas motivaciones
cristianas de esta virtud que se derivan del acontecimiento pascual de
Cristo. Se trata del texto de 1 Cor 6,12-20. Parece que
los Corintios —quizás tergiversando una frase del Apóstol— adujeron el
principio: «Todo me es lícito», para justificar también los pecados de
impureza. En la respuesta del Apóstol está contenida una motivación
totalmente nueva de la pureza que brota del misterio de Cristo. No es
lícito —dice— darse a la impureza (porneia), no es
lícito venderse o disponer de sí según el propio antojo, por el simple
hecho de que nosotros ya no nos pertenecemos, no somos nuestros, sino de
Cristo
. No se puede disponer de lo que no es nuestro: «¿No
sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo […] y que no os
pertenecéis?» (1 Cor 6,15.19).

La motivación pagana es, en cierto sentido, puesta del revés; el valor
supremo que hay que salvaguardar ya no es el dominio de sí, sino el
«no-dominio de sí». «¡El cuerpo no es para la impureza, sino para el
Señor!» (1 Cor 6,13): la motivación última de la pureza es, pues, que
«¡Jesús es el Señor!». La pureza cristiana, en otras palabras,
no consiste tanto en establecer el dominio de la razón sobre los
instintos, cuanto en establecer el dominio de Cristo sobre toda la
persona, razón e instintos
. Lo más importante no es que yo tenga el dominio de mí mismo, sino que Jesús tenga el dominio de mí mismo.

Hay un salto de cualidad casi infinito entre las dos perspectivas; en
el primer caso, la pureza está en función de mí mismo, yo soy el
objetivo; en el segundo caso, la pureza está en función de Jesús
. Esta motivación cristológica de la pureza se hace más apremiante por lo que san Pablo añade en el mismo texto: nosotros no somos sólo genéricamente «de» Cristo, como su propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de Cristo, sus miembros! Esto hace todo inmensamente más delicado, porque quiere decir que, cometiendo la impureza, yo prostituyo el cuerpo de Cristo,
realizo una especie de sacrilegio odioso; «violento» al Cuerpo del Hijo
de Dios. Dice el Apóstol: «¿Tomaré pues los miembros de Cristo y haré
de ellos los miembros de una prostituta?» (1 Cor 6,15).

A esta motivación cristológica, se agrega luego enseguida la
pneumatológica, es decir, referida al Espíritu Santo: «¿O no sabéis que
vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» (1
Cor 6,19). Abusar del propio cuerpo es, pues, profanar el templo de Dios;
pero si uno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él (cf. 1
Cor 3,17). Cometer impurezas es «entristecer al Espíritu Santo de Dios»
(cf. Ef 4,30).

Junto a las motivaciones cristológica y pneumatológica, el Apóstol alude también a una motivación escatológica,
es decir, que se refiere al destino último del hombre: «Dios, que ha
resucitado al Señor, nos resucitará también a nosotros» (1 Cor 6, 14).
Nuestro cuerpo está destinado a la resurrección; está destinado a
participar, un día, en la bienaventuranza y en la gloria del alma. La
pureza cristiana no se basa en el desprecio del cuerpo, sino, por el
contrario, en la gran estima de su dignidad. El Evangelio —decían los
padres de la Iglesia al combatir a los gnósticos— no predica salvarse «de» la carne, sino la salvación «de la» carne.
Los que consideran el cuerpo como un «vestido extraño», destinado a ser
abandonado aquí abajo, no poseen los motivos que tiene el cristiano
para conservarlo inmaculado.

El Apóstol concluye esta catequesis suya sobre la pureza con la
apasionada invitación: «¡Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo!» (1
Cor 6,20). El cuerpo humano es, pues, para la gloria de Dios, y expresa
esta gloria cuando la persona vive la propia sexualidad y toda su
corporeidad en obediencia amorosa a la voluntad de Dios, que es como
decir: en obediencia al sentido mismo de la sexualidad, a su naturaleza
intrínseca y original que no es la de venderse, sino la de donarse. Esta
glorificación de Dios a través del propio cuerpo no requiere
necesariamente la renuncia al ejercicio de la propia sexualidad. En el
capítulo inmediatamente posterior, es decir en 1 Cor 7, san Pablo
explica, en efecto, que dicha glorificación de Dios se expresa de dos
maneras y en dos carismas distintos: o a través del matrimonio, o a
través de la virginidad. Glorifica a Dios en su cuerpo la virgen
y el célibe, pero lo glorifica también quien se casa, siempre que cada
uno viva las exigencias del propio estado
.

2. Pureza, belleza y amor al prójimo

A la luz nueva que brota del misterio pascual y que san Pablo nos ha
ilustrado hasta aquí, el ideal de la pureza ocupa un lugar privilegiado
en cualquier síntesis de moral cristiana del Nuevo Testamento. Se puede
decir que no hay una carta de san Pablo en la que no le dedique un
espacio, cuando describe la vida nueva en el Espíritu (cf. por ejemplo,
Ef 4,17-5,33; Col 3,5-12). Esta exigencia fundamental de pureza
se específica, de vez en cuando, según los diversos estados de vida de
los cristianos. Las cartas pastorales muestran cómo debe configurarse la
pureza en los jóvenes, en las mujeres, en los casados, en los ancianos,
en las viudas, en los presbíteros y en los obispos; nos presentan la
pureza en sus diferentes caras de castidad, fidelidad conyugal,
sobriedad, continencia, virginidad, pudor.

En su conjunto, este aspecto de la vida cristiana determina lo que el
Nuevo Testamento —de modo especial, las cartas pastorales— llama la
«belleza» o el carácter «hermoso» de la vocación cristiana, que,
fusionándose con el otro rasgo, el de la bondad, forma el ideal único de
la « belleza buena », o la «bella bondad», por lo que se habla
indistintamente tanto de buenas obras como de obras hermosas. La
tradición cristiana, al llamar a la pureza «virtud bella», ha recogido
esta visión bíblica, que expresa, a pesar de los abusos y las
acentuaciones demasiado unilaterales que también han existido, algo
profundamente verdadero. ¡La pureza, en efecto, es belleza!

Esta pureza es un estilo de vida, más que una virtud particular.
Tiene una gama de manifestaciones que va más allá de la esfera
propiamente sexual. Existe una pureza del cuerpo, pero hay también una pureza del corazón que huye, no sólo de los actos, sino también de los deseos y los pensamientos «malos»
(cf. Mt 5,8.27-28). Existe una pureza de la boca que consiste,
negativamente, en abstenerse de palabras deshonestas, vulgaridades y
necedades (cf. Ef 5,4; Col 3,8) y, positivamente, en la sinceridad y
franqueza en el hablar, es decir, en decir: «Sí, sí» y
«no, no», a imitación del Cordero Inmaculado «en cuya boca no se halló
engaño» (cf. 1 Pe 2,22). Existe, finalmente, una pureza o limpidez de
los ojos y de la mirada. El ojo —decía Jesús— es la
lámpara del cuerpo; si el ojo es puro y claro, todo el cuerpo está en la
luz (cf. Mt 6,22s; Lc 11,34). San Pablo usa una imagen muy sugestiva
para indicar este estilo de vida nuevo: dice que los cristianos, nacidos
de la Pascua de Cristo, deben ser los «panes sin levadura de pureza y
de sinceridad» (cf. 1 Cor 5,8). El término empleado aquí por el Apóstol —eilikrinéia
contiene, en sí, la imagen de una «transparencia solar». En nuestro
propio texto, él habla de la pureza como de un «arma de la luz».

Actualmente, se tiende a contraponer los pecados contra la pureza y los
pecados contra el prójimo y se tiende a considerar verdadero pecado sólo
el contrario al prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto excesivo
concedido, en el pasado, a la «bella virtud». Esta actitud, en parte, es
explicable; la moral había acentuado demasiado unilateralmente, en el
pasado, los pecados de la carne, hasta crear, a veces, auténticas
neurosis, en detrimento de la atención a los deberes hacia el prójimo y
en detrimento de la misma virtud de la pureza que, de este modo, era
empobrecida y reducida a virtud casi sólo negativa, la virtud de saber
decir no. Ahora, sin embargo, se ha pasado al exceso opuesto y se tiende
a minimizar los pecados contra la pureza, a favor de una atención (a
menudo sólo verbal) al prójimo. El error de fondo está en contraponer
estas dos virtudes. La Palabra de Dios, lejos de contraponer pureza y caridad, las vincula, en cambio, estrechamente entre sí.
Basta leer la continuación del pasaje de la Primera Carta a los
Tesalonicenses que he mencionado al principio, para darse cuenta de cómo
las dos cosas son interdependientes entre sí, según el Apóstol (cf.
1 Tes 4,3-12). El fin único de pureza y caridad es poder llevar
una vida «llena de decoro», es decir, íntegra en todas sus relaciones,
tanto en relación a uno mismo como en relación a los demás
. En nuestro texto, el Apóstol resume todo esto con la expresión: «Comportarse honestamente como en pleno día» (cf. Rom 13,13).

Pureza y amor del prójimo se relacionan entre sí como el dominio de sí y la donación a los demás.
¿Cómo puedo donarme, si no me poseo, sino que soy esclavo de mis
pasiones? ¿Cómo puedo donarme a los demás, si no he entendido todavía lo
que me ha dicho el Apóstol, es decir, que no me pertenezco y que mi
propio cuerpo no es mío, sino del Señor? Es una ilusión creer
que se puede juntar un verdadero servicio a los hermanos, que exige
siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad, con una vida
personal turbulenta, que tiende toda ella a complacerse a uno mismo y a
las propias pasiones
. Inevitablemente se termina por
instrumentalizar a los hermanos, como se instrumentaliza el propio
cuerpo. No sabe decir los «síes» a los hermanos quien no sabe decir los
«noes» a sí mismo.

Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el pecado de
impureza, en la mentalidad de la gente, y a descargarlo de toda
responsabilidad es que, como mucho, no hace daño a nadie, no viola los
derechos y libertades de los demás, a menos —se dice— que se trate de
violencia carnal. Pero aparte del hecho de que viola el derecho
fundamental de Dios de dar una ley a sus criaturas, esta «excusa» es
falsa también respecto del prójimo. No es verdad que el pecado
de impureza termina con quien lo comete. Hay una solidaridad de todos
los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por cualquiera que lo
cometa, contagia y contamina el ambiente moral del hombre; este contagio
es llamado por Jesús «el escándalo»
y está condenado por Él
con algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt
18,6ss; Mc 9,42ss; Lc 17,1ss.). Según Jesús, también los malos
pensamientos que están estancados en el corazón, contaminan al hombre y,
por tanto, al mundo: «Del corazón salen los malos pensamientos; los
asesinatos, los adulterios, las fornicaciones:.. Estas son las cosas que
contaminan el hombre» (Mt 15,19-20).

Todo pecado produce una erosión de los valores y, todos juntos, crean lo
que Pablo define como «la ley del pecado» del que describe su terrible
poder sobre todos los hombres (cf. Rom 7,14ss). En el Talmud hebreo se
lee un apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y
el daño que todo pecado, incluso personal, lleva a los demás: «Algunas
personas se encontraban a bordo de un barco. Una de ellas tomó un
taladro y comenzó a hacer un agujero debajo de sí mismo. Los demás
pasajeros, al verlo, le dijeron: “¿Qué haces?” Él respondió: “¿Qué os
importa a vosotros? ¿No estoy caso haciendo el agujero debajo de mi
asiento?” Pero ellos replicaron:”¡Sí, pero el agua entrará y nos ahogará
a todos!”». La naturaleza misma ha comenzado a enviarnos signos
siniestros de protesta contra ciertos abusos y excesos modernos en la
esfera de la sexualidad.

3. Pureza y renovación

Estudiando la historia de los orígenes cristianos, se ve con claridad que los
principales instrumentos con que la Iglesia logró transformar el mundo
pagano de entonces fueron dos; el primero, fue el anuncio de la Palabra,
el kerigma, y el segundo, el testimonio de vida de los cristianos,
el martirio
; y se ve cómo, en el marco del testimonio de vida, dos fueron, de nuevo, las cosas que más admiraban y convertían a los paganos: el amor fraterno y la pureza de las costumbres.
Ya la primera carta de Pedro alude al asombro del mundo pagano frente
al tenor de vida tan diferente de los cristianos. Escribe: «Ya es
bastante el tiempo transcurrido llevando una vida de gentiles, andando
entre libertinajes, instintos, borracheras, comilonas, orgías e
idolatrías nefastas. Por eso se extrañan y os insultan cuando no acudís
con ellos a ese derroche de inmoralidad» (1 Pe 4,3-4).

Los Apologetas —es decir, los escritores cristianos que escribían en
defensa de la fe, en los primeros siglos de la Iglesia— atestiguan que
el tenor de vida puro y casto de los cristianos era,
para los paganos, algo «extraordinario e increíble». En particular, tuvo
un impacto extraordinario sobre la sociedad pagana el saneamiento de la familia,
que las autoridades del tiempo querían reformar, pero cuyo
desmoronamiento eran impotentes de frenar. Uno de los temas sobre los
cuales san Justino mártir basa su Apología dirigida al
emperador Antonino Pío, es este: los emperadores romanos están
preocupados de sanear las costumbres y la familia, y se esfuerzan por
promulgar, a tal fin, leyes oportunas, que, sin embargo, se revelan
insuficientes. Pues bien, ¿por qué no reconocer lo que han sido capaces
de obtener las leyes cristianas en aquellos que las han acogido y la
ayuda que pueden prestar también a la sociedad civil? Algunas luminosas
muchachas cristianas, muertas mártires, mostraron hasta dónde llegaba,
en este punto, la fuerza del cristianismo.

No hay que pensar que la comunidad cristiana estuviera toda exenta de
desórdenes y pecados en materia sexual. San Pablo tuvo que reprender
incluso un caso de incesto en la comunidad de Corinto. Pero tales
pecados eran claramente reconocidos como tales, denunciados y
corregidos. No se exigía estar sin pecado, en esta materia, como en lo
demás, sino luchar contra el pecado. El adulterio era considerado, junto
con el asesinato y la apostasía, como uno de los tres pecados más
grandes, hasta el punto de que hizo discutir, durante un cierto tiempo y
en algunos ambientes, si era o no perdonable con el sacramento de la
penitencia.

Ahora hacemos un salto desde los orígenes cristianos hasta nuestros días. ¿Cuál es la situación del mundo de hoy respecto a la pureza?
¡La misma, si no peor, que la de entonces! Nosotros vivimos en una
sociedad que, en asunto de costumbres, ha caído de lleno en el paganismo
y en la idolatría del sexo. La tremenda denuncia que
san Pablo hace del mundo pagano, al comienzo de la Carta a los Romanos,
se aplica, punto por punto, al mundo de hoy, especialmente en las
sociedades llamadas del bienestar (cf. Rom 1,26-27.32).

También hoy, no sólo se hacen estas cosas y otras peores, sino que se intenta incluso justificarlas, es decir, justificar toda licencia moral y toda perversión sexual, con tal de que —se dice— no violente a los demás y no ofenda la libertad ajena. ¡Como si Dios no tuviera nada que ver! Se destruyen familias enteras
y se dice: ¿qué mal hay? Es indudable que ciertos juicios de la moral
sexual tradicional debían ser revisados y que las modernas ciencias del
hombre han contribuido a iluminar algunos mecanismos y condicionamientos
de la psique humana que eliminan o disminuyen la responsabilidad moral
de algunos comportamientos considerados, un tiempo, como pecaminosos.

Pero este progreso nada tiene que ver con el pansexualismo de ciertas teorías pseudocientíficas y permisivistas
que tiende a negar toda norma objetiva en materia de moral sexual,
reduciendo todo a un hecho de evolución espontánea de las costumbres, es
decir, a un asunto de cultura. Si examinamos de cerca lo que se llama
la revolución sexual de nuestros días, nos damos cuenta, con pavor, de
que no es simplemente una revolución contra el pasado, sino que es
también, a menudo, una revolución contra Dios. Las luchas a favor del divorcio, del aborto y de otras cosas similares se realizan normalmente al grito de: «¡Yo
soy mía! ¡Mi cuerpo es mío!», lo cual es exactamente la antítesis de la
verdad establecida sobre la palabra de Dios, es decir, que nosotros no
somos nuestros, que no nos pertenecemos, porque somos «de Cristo»
.

4. ¡Puros de corazón!

Pero no quiero detenerme demasiado en describir la situación actual en
torno a nosotros, que, por lo demás, todos conocemos bien. A mí me
interesa, en efecto, descubrir y transmitir lo que Dios quiere de
nosotros cristianos en esta situación. Dios nos llama a la misma empresa
a la que llamó a nuestros primeros hermanos de fe: a «oponernos a este
torrente de perdición». Nos llama a obrar la purificación del templo del
Espíritu Santo que es nuestro cuerpo y el cuerpo de toda la Iglesia.
Nos llama a hacer resplandecer de nuevo, ante los ojos del mundo, la
«belleza» de la vida cristiana. Nos llama a luchar por la pureza. A
luchar con tenacidad y humildad; no necesariamente a ser, todos y
enseguida, perfectos. Esta lucha es tan antigua como la Iglesia misma.

Hoy hay algo nuevo que el Espíritu Santo nos llama a hacer: nos llama a testimoniar al mundo la inocencia originaria de las criaturas y de las cosas.
El mundo ha caído muy bajo; el sexo —se ha escrito— se nos ha subido a
todos al cerebro. Hace falta algo muy fuerte para romper esta especie de
embotamiento y borrachera de sexo. Hay que despertar en el hombre la nostalgia de inocencia y sencillez que él lleva anhelante en su corazón, aunque muy a menudo recubierta de barro. No de una inocencia de creación que ya no existe, sino de una inocencia de redención
que nos fue devuelta por Cristo y que se nos ofrece en los sacramentos y
en la Palabra de Dios. San Pablo apunta este programa cuando escribe a
los Filipenses: «Sed irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin
tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual
brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la
vida» (Flp 2,15s). Esto es lo que el Apóstol llama, en nuestro texto,
«ponernos las armas de la luz».

Ya no basta con una pureza hecha de miedos, de tabúes, de prohibiciones,
de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si la una fuera,
siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un potencial
enemigo, más que una «ayuda». En el pasado, la pureza se había reducido,
a veces, al menos en la práctica, precisamente a este conjunto de
tabúes, de prohibiciones y de miedos, como si la virtud tuviera que
avergonzarse ante el vicio y no, en cambio, el vicio el que debiera
avergonzarse ante la virtud. Debemos aspirar, gracias a la presencia en
nosotros del Espíritu, a una pureza que sea más fuerte que el vicio
contrario; una pureza positiva, no sólo negativa, que sea capaz de
hacernos experimentar la verdad de esa palabra del Apóstol: «¡Todo es
puro para quien es puro!» (Tt 1,15) y de esta otra palabra de la
Escritura: «Aquel que está en vosotros es más grande que aquel que está
en el mundo» (1 Jn 4,4).

Debemos empezar con sanear la raíz que es el «corazón», porque de allí sale todo lo que contamina realmente la vida de una persona
(cf. Mt 15,18s). Decía Jesús: «¡Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos verán a Dios!» (Mt 5,8). Ellos verán realmente, es decir,
tendrán ojos nuevos para ver el mundo y a Dios, ojos límpidos que saben
vislumbrar lo que es bello y lo que es feo, lo que es verdad y lo que es
mentira, lo que es vida y lo que es muerte. Ojos, en definitiva, como
los de Jesús. Con qué libertad Jesús podía hablar de todo: de los niños,
de la mujer, de la gestación, del parto… Ojos como los de María. La
pureza ya no consiste, entonces, en decir «no» a las criaturas, sino en
decirles «sí»; sí en cuanto criaturas de Dios que eran, y siguen siendo,
«muy buenas».

Nosotros no nos hacemos ilusiones. Para poder decir este «sí», hay que pasar a través de la cruz, porque después del pecado, nuestra mirada sobre las criaturas se enturbió;
se desencadenó en nosotros la concupiscencia; la sexualidad ya no es
pacífica, se ha convertido en una fuerza ambigua y amenazadora, que nos
arrastra contra la ley de Dios, a pesar de nuestra propia voluntad. En
la primera meditación de esta Cuaresma hemos insistido en un aspecto
particularmente actual y necesario de la mortificación: la de los ojos. Un sano ayuno de las imágenes es hoy más importante que el ayuno de los alimentos y las bebidas.

«Si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rom
8,13). Es una exhortación y una promesa que se nos hacen. Recojámoslas
para poder celebrar también nosotros la Pascua «con ázimos de sinceridad
y de verdad», revestidos con el arma de la luz que es la pureza.
© Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

ReligiónenLibertad