En
España se ha estrenado como la película más taquillera del fin de
semana pasado, y en la lista de candidatos al Oscar de este año figura
con diez nominaciones, entre ellos los de mejor película y mejor director. Gracias en buena medida a su prodigioso plano secuencia único, Sam Mendes ha logrado casi la unanimidad de la crítica y del público con 1917, un abrumador ventanal a los horrores de la Primera Guerra Mundial. Por su parte, en su blog Word on Fire, el obispo auxiliar de Los Ángeles, Robert Barron, extrae de ella indirectamente una interesante enseñanza espiritual y cultural:
1917: recordar quiénes somos
Vi la película 1917 en vísperas de la festividad del Bautismo del Señor, y creo que hay una relación entre el film y dicha celebración litúrgica. Me explico.
En primer lugar, como destaca todo el que la ha visto, el montaje y la fotografía de 1917
son tan asombrosos, que parece transcurrir completamente en tiempo
real, como resultado un plano secuencia. Pensad en la famosa escena de Uno de los nuestros [Godfellas] de Scorsese en la que Ray Liotta y su pareja entran en el night club… pero ahora prolongada durante dos horas. Lo que esto produce en el espectador es una sensación casi sin precedentes de estar allí, experimentando los acontecimientos junto con los protagonistas de la película.
Y verse involucrado en la Primera Guerra Mundial es, por decirlo
suavemente, horroroso. Obviamente, todas las guerras son terribles, pero
hubo algo particularmente espantoso en la Primera Guerra Mundial: el
agobio de las trincheras, la difusión de las enfermedades, la
desesperación de luchar sobre pocos cientos de metros de tierra maldita,
las ratas (que juegan un papel destacado y repugnante en 1917) y, por
encima de todo, las matanzas que fueron resultado de combinar
estrategias militares anticuadas con armamento moderno. Según el
testimonio de tantos pensadores y escritores que participaron en ella (Paul Tillich, J.R.R. Tolkien, Ludwig Wittgenstein, Ernest Hemingway, etc.), la Primera Guerra Mundial supuso, como no lo había hecho ninguna otra guerra hasta esa fecha, un colapso, un cambio radical, una tragedia cultural.
Y una razón principal para el desastre de la Gran Guerra, que en mi
opinión se pasa por alto demasiado a menudo, es de naturaleza
espiritual. Casi todos los combatientes en la Primera Guerra Mundial eran cristianos.
Durante cinco años terribles, una orgía de violencia se desató entre
personas bautizadas: cristianos ingleses, franceses, canadienses,
estadounidenses, rusos y belgas combatiendo contra cristianos alemanes,
austriacos, húngaros y búlgaros. Y esta carnicería tuvo lugar a una
escala que todavía nos anonada. Los 58.000 norteamericanos muertos
durante toda la Guerra de Vietnam serían prácticamente cosa de un fin de
semana de guerra durante los peores días de la Primera Guerra Mundial.
Si añadimos las muertes militares y civiles acumuladas durante la
contienda, llegamos, siendo prudentes, a una cifra en torno a los 40 millones.
¿Y exactamente por qué luchaban? Retaría a cualquiera que no sea un
historiador especializado en ese periodo a darme una respuesta. Fuera
por lo que fuere, ¿puede alguien decir honestamente que valía la muerte
de cuarenta millones de personas? Entiéndaseme bien, no estoy
defendiendo el pacifismo. Pero sí que estoy invocando los principios de la Iglesia sobre la guerra justa, uno de los cuales es la proporcionalidad:
esto es, que para considerar justificada una guerra debe haber una
proporción entre los bienes alcanzados con la guerra y el coste que
implica conseguirlos. ¿Hubo esa proporcionalidad entre medios y fines en
la Primera Guerra Mundial? Creo que, por desgracia, la pregunta se
responde por sí misma.
Lo que quiero decir es que esta catástrofe moral tuvo lugar en el
corazón de la Europa cristiana, casi exclusivamente entre personas
bautizadas, presumiblemente todas ellas educadas en los principios
morales de Jesucristo. ¿Cuántos cristianos de aquella época alzaron su
voz como protesta, rechazaron cooperar con la locura de la guerra o situaron su identidad religiosa por encima de su identidad étnica o nacional?
En 2014, la marca de chocolates Sainsbury’s lanzó un promocional
basado en la Tregua de Navidad de 1914, una insólita confraternización
que tuvo lugar el 25 de diciembre de ese año entre tropas inglesas y
alemanas que entonaron conjuntamente villancicos y jugaron un partido de
fútbol. Los dirigentes de los bandos en conflicto hicieron todo lo
posible a partir de ese momento para evitar que hechos similares se
reprodujesen y los llamamientos del Papa Benedicto XV a la paz entre
países cristianos fueron desoídos.
También estas cuestiones se responden por sí mismas, lo que me trae a
la festividad del Bautismo del Señor. Según la teología de la Iglesia,
el bautismo supone insertar a una persona en el Hijo de Dios, lo
que implica compartir la relación entre el Hijo y el Padre en la unidad
del Espíritu Santo. Es infinitamente más que unirse a un club o una
asociación; es una participación en la vida íntima de Dios. Otra
forma de plantearlo es la siguiente: el bautismo inserta a una persona
en el Cuerpo Místico de Jesús, que es un organismo, más que una
organización. Por tanto, todos los bautizados, a pesar de diferencias
incluso enormes a nivel cultural, político o étnico, están relacionados
entre sí, implicados unos con otros, como las células y los órganos
en el cuerpo. Olvidar esta verdad o quitarle peso, es perder de vista
lo que significa ser cristiano.
He estudiado durante muchos años el fenómeno de la desafiliación y de
la pérdida de la fe en las culturas occidentales. Y, siguiendo las
huellas de muchos grandes profesores, he identificado numerosos
acontecimientos –desde la Baja Edad Media al modernismo, pasando por la
Ilustración– que han contribuido a esta decadencia. Pero llevo mucho
tiempo sosteniendo –y la película 1917 me lo recordó vívidamente– que una de las causas del colapso de la religión en Europa, y cada vez más en todo Occidente, fue el
desastre moral de la Primera Guerra Mundial, que fue esencialmente una
crisis de identidad cristiana. Algo se rompió en la cultura cristiana, y
nunca nos hemos recuperado de ello. Si su bautismo significaba tan
poco para tantos millones de combatientes en aquella terrible guerra,
¿qué sentido tenía entonces, a fin de cuentas, el cristianismo? Si no
marca ninguna diferencia concreta, ¿por qué entonces no abandonarlo y
seguir adelante?
Me pregunto si podríamos considerar la
Festividad del Bautismo del Señor como una oportunidad para meditar en
profundidad sobre las implicaciones morales de ser un hijo de Dios, y
por consiguiente hermano de todos los demás miembros del Cuerpo Místico
de Cristo. Y me pregunto si podríamos ver atentamente esta película
perturbadora y maravillosa para ver qué pasa cuando los cristianos olvidan lo que son.
Traducción de Carmelo López-Arias.
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