Un obispo denuncia la «epidemia del miedo» y no dará instrucciones por el coronavirus en su diócesis

Ante la epidemia de coronavirus que se está extendiendo por todo el mundo tras el inicio del foco en China, las distintas Iglesias locales están tomando distintas medidas a tenor de la propagación del foco en sus regiones.
Desde la suspensión del culto en zonas de China, Asía o el norte de
Italia hasta la decisión de suspender temporalmente el rito de la paz o
la comunión en la boca, como están tomando numerosas diócesis, como por
ejemplo la de Roma, cuyo obispo es el propio Papa.


Sin embargo, hay obispos como Pascal Roland, titular de
Belley-Ars, que hablan de una epidemia del miedo y que se niegan a tomar
alguna decisión en el culto y en el día a día de la Iglesia. “No tengo
la intención de emitir instrucciones específicas para mi diócesis”, ha
afirmado en un texto publicado en la web de su diócesis y que la web Dominus Esttraduce al español:


¿Epidemia del coronavirus o epidemia de miedo?


Más que a la epidemia del coronavirus, ¡debemos temer a la epidemia del miedo!
Por mi parte, me niego a ceder al pánico colectivo y a someterme al
principio de precaución que parece mover a las instituciones civiles.


Por lo tanto, no tengo la intención de emitir instrucciones específicas para mi diócesis:
¿Dejarán de reunirse los cristianos para rezar?  ¿Renunciarán a
frecuentar y ayudar a sus semejantes? Aparte de las medidas de prudencia
elemental que cada uno toma de manera espontánea para no contaminar a
otros cuando se está enfermo, no es oportuno agregar más.


Deberíamos recordar más bien que en situaciones mucho más graves,
aquellas de las grandes plagas, y cuando los medios sanitarios no eran
los de hoy, las poblaciones cristianas se ilustraron con procedimientos de oración colectiva, así como  por la ayuda a los enfermos,
la asistencia a los moribundos y la sepultura de los fallecidos.  En
resumen, los discípulos de Cristo no se apartaron de Dios ni se
escondieron de sus semejantes, ¡sino todo lo contrario!



roland¿No resulta revelador de nuestra relación distorsionada de la
realidad de la muerte el pánico colectivo que hoy estamos presenciando?
¿No manifiesta ésta la ansiedad que provoca la pérdida de Dios? Queremos
ocultarnos que somos mortales y, cerrándonos a la dimensión espiritual
de nuestro ser, perdemos terreno. Debido a que disponemos de técnicas
cada vez más sofisticadas y más eficientes, ¡pretendemos dominarlo todo y ocultamos que no somos los dueños de la vida!


De paso, tengamos en cuenta que la coincidencia de esta epidemia con los debates sobre las leyes de bioética ¡nos recuerda afortunadamente nuestra fragilidad humana!
 Esta crisis mundial presenta al menos la ventaja de recordarnos que
vivimos en una casa común, que todos somos vulnerables e
interdependientes, y que ¡es más urgente cooperar que cerrar nuestras
fronteras!


Además ¡parece que todos hemos perdido la cabeza! En todo caso,
vivimos en la mentira ¿Por qué de repente enfocar nuestra atención sólo
en el coronavirus?  ¿Por qué ocultarnos que cada año, en Francia, la
banal gripe estacional afecta a entre 2 y 6 millones de enfermos y
provoca alrededor de 8.000 muertes?  
También parece que hemos
eliminado de nuestra memoria colectiva el hecho de que el alcohol es
responsable de 41.000 muertes por año, mientras que se estima en ¡73.000
las provocadas por el tabaco!


Alejada de mí entonces, la idea de prescribir el cierre de iglesias,
la supresión de misas, el abandono del gesto de paz durante la
Eucaristía, la imposición de este o aquel modo de comunión considerado
más higiénico (dicho esto, ¡cada uno podrá hacer como quiera!), porque una iglesia no es un lugar de riesgo, sino un lugar de salvación.
Es un espacio donde acogemos a Aquel que es Vida, Jesucristo, y donde, a
través de Él, con Él y en Él, aprendemos juntos a vivir. Una iglesia
debe seguir siendo lo que es: ¡un lugar de esperanza!


¿Deberíamos sellar a piedra y lodo nuestras casas?  ¿Deberíamos
saquear el supermercado del barrio y acumular reservas para prepararnos
para un asedio? ¡No! Pues un cristiano no teme a la muerte. Es
consciente de que es mortal, pero sabe en quién ha puesto su confianza.
Cree en Jesús, que le afirma: « Yo soy la resurrección y la vida; quien
cree en Mí, aunque muera, revivirá. Y todo viviente y creyente en Mí, no
morirá jamás » (Juan 11, 25-26).  Él se sabe habitado y animado por el «
Espíritu de Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos » (Romanos
8, 11).


Además, un cristiano no se pertenece a sí mismo, su vida está
entregada, porque sigue a Jesús, quien enseña: « Quien quiere salvar su
vida, la perderá, y quien pierde su vida a causa de Mí y del Evangelio,
la salvará » (Marcos 8, 35). Ciertamente, el cristiano no se expone
innecesariamente, pero tampoco trata de preservarse.  Siguiendo a su
Maestro y Señor crucificado, el cristiano aprende a entregarse
generosamente al servicio de sus hermanos más frágiles, desde la
perspectiva de la vida eterna.


Entonces, ¡no cedamos ante la epidemia del miedo! ¡No seamos muertos vivientes! Como diría el Papa Francisco: ¡no os dejéis robar vuestra esperanza!


+ Pascal ROLAND


Obispo de Belley – Ars, Francia

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