Siempre puedes ganar la batalla

¿Curarse de una enfermedad? ¿Acabar con un mal? En realidad la mayor victoria es besar el plan de Dios que no comprendo

¡Qué frágil es la vida, en cualquier momento se escapa! ¡Cuánta incertidumbre pensando en el mañana! Nada es seguro.

Sólo tengo claro que un día llegará el momento de partir. Y tendré que estar preparado cuando llegue. ¿Lo estaré?

A menudo pienso que estoy demasiado aferrado a esta vida con sus sueños. Con uñas y dientes me resisto a dejar escapar lo que hoy me alegra.

Y se me hace lejano y pequeño el cielo que sueño. Ese cielo del que tanto hablo, ese cielo que será plenitud de todas mis carencias.

Ese cielo que puede esperar por el momento, no tengo prisa.

Santos a mi lado

Por eso me conmueve la vida de los santos de hoy. Esos santos sencillos y humildes que viven sin hacer ruido y mueren con una sonrisa.

Esos santos que han sembrado esta tierra de esperanza viviendo a la altura de mis ojos.

Pasan delante de mi casa y a menudo no me doy cuenta. Porque vivo ensimismado y pensando en mí, en mis temas, en mis anhelos, en mis problemas y preocupaciones. En mi dolor y en mi propia muerte, tal vez lejana.

Vivo tan ensimismado y vuelto sobre mí mismo que se me escapa el paso de Dios en medio de los hombres, en piel humana y voz audible.

Esos santos de hoy son los que cuentan, los que valen en un mundo lleno de desengaños. Porque no es oro todo lo que reluce y no siempre la santidad brilla con fuerza.

¡Y a veces los descubro!

Pero hay días en los que me despierto de mi letargo y aprecio el paso fugaz de Dios junto a mí.

Lo veo detenerse ante mis ojos. Y de repente pienso que merece la pena vivir si es para morir de una determinada manera.

Lo demás no importa. Ni mis éxitos, ni mis logros, ni la repercusión de mis palabras o mis obras. Nada de eso importa, es pasajero.

Tiene más fuerza ese olor a santidad que emana de esas personas humildes que han sabido interpretar de forma prodigiosa la sinfonía de su vida y de su muerte.

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«Hemos ganado la batalla»

Y es que hace algún tiempo estaba yo rezando por una mujer joven que luchaba con fe y paz contra un cáncer que avanzaba en su cuerpo.

Elisa, una mujer sencilla y alegre, vivió su enfermedad con sencillez, con humildad.

Confesaba que llegó un momento en el que dejó de pensar tanto en ella misma para pensar en los demás.

Y creció hacia dentro, como hacen los santos, que se hacen más hondos por obra de Dios.

Unas horas antes de morir quiso despedirse de una amiga. Estas son algunas de sus palabras que me impresionaron profundamente, dichas con voz débil:

«Quería darte una noticia. Que me vieron ayer los médicos y que me voy a la casa del Padre dentro de poquito. No sabemos cuándo. Porque eso no se sabe si es un día u otro. Así lo ha querido Jesús. Gracias a Dios tengo paz. Que reces para que continúe así. De momento estoy bendecida por esa paz. Me alegro mucho, la verdad. A por ello. Que hemos ganado la batalla, porque, sinceramente, tanto una cosa como otra es ganar la batalla. Es lo que el Señor ha querido de mí, lo mejor para mí, y lo que más feliz me puede hacer. Gracias por todo. Te quería avisar. Un abrazo».

Estas palabras me rompieron por dentro al saber que en esa misma noche falleció con paz y se fue a la casa del Padre, como ya sabía.

¿Cuándo gano?

Me conmueven sus palabras, dichas con sencillez, con tanta verdad, con tanta fuerza. Decía que hemos ganado la batalla, justo cuando estaba muriendo.

La batalla de la vida, la batalla de la felicidad, la batalla de Dios que se me escapa y no la entiendo.

Para el mundo hoy la batalla está perdida en cuanto muero. Sólo quedan el silencio, las cenizas, el recuerdo.

Parece que pierdo la batalla porque el mundo está lleno de vida y lo que muere abandona este mundo.

Y ella ya ha partido. Pero no es esa su mirada, ni la de Dios sin duda. Ella siente que también morir es una victoria, como fue una victoria la muerte de Cristo.

En ese momento de verdad en su vida reconoce feliz que besar el plan de Dios que no comprendo es al fin y al cabo la mayor victoria.

El misterio de la muerte

¡Quién puede comprender la mirada de Dios en ojos santos!

La enfermedad me duele siempre muy dentro y no la comprendo y no la acepto, y quiero que muera para seguir viviendo. Que se vaya, para seguir amando.

Entiendo que es normal que exista el deterioro de mi cuerpo, porque es sólo materia, no es eterno.

Pero me sigue asustando la muerte con ese halo de misterio y esa frialdad que me deja.

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Mirar arriba

Por eso hoy, al escuchar sus palabras, me conmuevo. Y me recuerda lo que decía Oscar Wilde:

«Todos estamos en el fango, pero algunos miramos las estrellas».

Ella vivió su enfermedad y su muerte mirando las estrellas. Mirando al cielo y confiando. Yo no sé si a veces vivo mirando el fango.

Hay personas a las que la enfermedad amarga y vuelve más ruines, más egoístas, más autorreferentes. No quiero ser yo así, cuando me llegue.

Hay otras personas a las que la enfermedad las purifica, las llena de luz y las hace transparentes para dejar ver a Dios mirándome con sus ojos.

Así ha sucedido con Elisa. Se volvió luz para muchos. Y para mí un destello de Dios en un mundo que se deja llevar a menudo por el desánimo.

Su mirada sobre la casa del Padre me emociona. Estoy ganando la batalla cada vez que beso a Dios en mi cruz y le sonrío. Ojalá aprenda yo a añorar tanto el cielo.

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Aleteia / Carlos Padilla