Santo del día

La Visitación de María a Santa Isabel
Una fiesta que inspiró san Buenaventura y que ayudaría a superar el cisma de Occidente

La Virgen María (después de la encarnación del Verbo en su seno,
visita a su prima Isabel que esperaba un niño (San Juan Bautista).
Isabel reconoce a la Virgen como “la madre de mi Señor”.


Lucas 1:39-46

En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región
montañosa, a una ciudad de Judá;  entró en casa de Zacarías y saludó a
Isabel.


Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo
el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo;  y
exclamando con gran voz, dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito
el fruto de tu seno;  y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a
mí?  Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo
el niño en mi seno.  ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las
cosas que le fueron dichas de parte del Señor!»


Y dijo María: «Engrandece mi alma al Señor…


La celebración de la fiesta es iniciativa de San Buenaventura,
franciscano, en el 1263. El Papa Urbano VI (reinó del 1378-89), la
extendió a toda la Iglesia, pidiendo el fin del cisma que sufría la
Iglesia.


En el misterio de la Visitación, el preludio de la misión del Salvador

Catequesis mariana

Santo Padre Juan Pablo II

2 de octubre de 1996


En el relato de la Visitación, san Lucas muestra cómo la gracia de la
Encarnación, después de haber inundado a María, lleva salvación y
alegría a la casa de Isabel. El Salvador de los hombres oculto en el
seno de su Madre, derrama el Espíritu Santo, manifestándose ya desde el
comienzo de su venida al mundo.


El evangelista, describiendo la salida de María hacia Judea, use el
verbo anístemi, que significa levantarse, ponerse en movimiento.
Considerando que este verbo se use en los evangelios pare indicar la
resurrección de Jesús (cf. Mc 8, 31; 9, 9. 31; Lc 24, 7.46) o acciones
materiales que comportan un impulso espiritual (cf. Lc 5, 27¬28; 15, 18.
20), podemos suponer que Lucas, con esta expresión, quiere subrayar el
impulso vigoroso que lleva a María, bajo la inspiración del Espíritu
Santo, a dar al mundo el Salvador.


El texto evangélico refiere, además, que María realice el viaje “con
prontitud” (Lc 1, 39). También la expresión “a la región montañosa” (Lc
1, 39), en el contexto lucano, es mucho más que una simple indicación
topográfica, pues permite pensar en el mensajero de la buena nueva
descrito en el libro de Isaías: “¡Qué hermosos son sobre los montes los
pies del mensajero que anuncia la paz, que trae buenas nuevas, que
anuncia salvación, que dice a Sión: ‘Ya reina tu Dios’!” (Is 52, 7).


Así como manifiesta san Pablo, que reconoce el cumplimiento de este
texto profético en la predicación del Evangelio (cf. Rom 10, 15), así
también san Lucas parece invitar a ver en María a la primera
evangelista, que difunde la buena nueva, comenzando los viajes
misioneros del Hijo divino.


La dirección del viaje de la Virgen santísima es particularmente
significativa: será de Galilea a Judea, como el camino misionero de
Jesús (cf. Lc 9, 51).


En efecto, con su visita a Isabel, María realiza el preludio de la
misión de Jesús y, colaborando ya desde el comienzo de su maternidad en
la obra redentora del Hijo, se transforma en el modelo de quienes en la
Iglesia se ponen en camino para llevar la luz y la alegría de Cristo a
los hombres de todos los lugares y de todos los tiempos.


El encuentro con Isabel presenta rasgos de un gozoso acontecimiento
salvífico, que supera el sentimiento espontáneo de la simpatía familiar.
Mientras la turbación por la incredulidad parece reflejarse en el
mutismo de Zacarías, María irrumpe con la alegría de su fe pronta y
disponible: “Entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel” (Lc 1, 40).


San Lucas refiere que “cuando oyó Isabel el saludo de María, saltó de
gozo el niño en su seno” (Lc 1, 41). El saludo de María suscita en el
hijo de Isabel un salto de gozo: la entrada de Jesús en la casa de
Isabel, gracias a su Madre, transmite al profeta que nacerá la alegría
que el Antiguo Testamento anuncia como signo de la presencia del Mesías.


Ante el saludo de María, también Isabel sintió la alegría mesiánica y
“quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo:
‘Bendita tu entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno'” (Lc 1,
41¬42).

En virtud de una iluminación superior, comprende la grandeza de María
que, más que Yael y Judit, quienes la prefiguraron en el Antiguo
Testamento, es bendita entre las mujeres por el fruto de su seno, Jesús,
el Mesías.


La exclamación de Isabel “con gran voz” manifiesta un verdadero
entusiasmo religioso, que la plegaria del Avemaría sigue haciendo
resonar en los labios de los creyentes, como cántico de alabanza de la
Iglesia por las maravillas que hizo el Poderoso en la Madre de su Hijo.


Isabel, proclamándola “bendita entre las mujeres” indica la razón de
la bienaventuranza de María en su fe: “¡Feliz la que ha creído que se
cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!” (Lc 1,
45). La grandeza y la alegría de María tienen origen en el hecho de que
ella es la que cree.


Ante la excelencia de María, Isabel comprende también qué honor
constituye pare ella su visita: “De dónde a mí que la madre de mi Señor
venga a mí?” (Lc 1, 43). Con la expresión “mi Señor”, Isabel reconoce la
dignidad real, más aun, mesiánica, del Hijo de María. En efecto, en el
Antiguo Testamento esta expresión se usaba pare dirigirse al rey (cf. IR
1, 13, 20, 21, etc.) y hablar del rey-mesías (Sal 110, 1). El ángel
había dicho de Jesús: “EI Señor Dios le dará el trono de David, su
padre” (Lc 1, 32). Isabel, “llena de Espíritu Santo”, tiene la misma
intuición. Más tarde, la glorificación pascual de Cristo revelará en qué
sentido hay que entender este título, es decir, en un sentido
trascendente (cf. Jn 20, 28; Hch 2, 34-36).


Isabel, con su exclamación llena de admiración, nos invita a apreciar
todo lo que la presencia de la Virgen trae como don a la vida de cada
creyente.


En la Visitación, la Virgen lleva a la madre del Bautista el Cristo,
que derrama el Espíritu Santo. Las mismas palabras de Isabel expresan
bien este papel de mediadora: “Porque, apenas llegó a mis oídos la voz
de tu saludo saltó de gozo el niño en mi seno” (Lc 1, 44). La
intervención de María produce, junto con el don del Espíritu Santo, como
un preludio de Pentecostés, confirmando una cooperación que, habiendo
empezado con la Encarnación, esta destinada a manifestarse en toda la
obra de la salvación divina.


Artículo publicado originalmente por corazones.org

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