Santo del día

Fiesta de todos los Santos
Cristianos anónimos que a su manera, a escala humana, se parecían a Cristo

La fiesta de hoy se dedica a lo que san Juan describe como “una gran
muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y
lenguas”; los que gozan de Dios, canonizados o no, desconocidos las más
de las veces por nosotros, pero individualmente amados y redimidos por
Dios, que conoce a cada uno de sus hijos por su nombre y su afán de
perfección.


Hay quien pone reparos a éste o aquél, reduce el número de las
legiones de mártires, supone un origen fabuloso para tal o cual figura
venerada.

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La Iglesia puede permitirse esos lujos, un solo santo en la tierra
bastaría para llenar de gozo al universo entero, y hay carretadas.


¡Aquellos veinticuatro carros repletos de huesos de mártires que
Bonifacio IV hace trasladar al Panteón del paganismo para fundarlo de
nuevo sobre cimientos de santidad!


Montones, carretadas de santos, sobreabundancia de cristianos de quienes ni siquiera por aproximación conocemos el número, para los que faltan días en el calendario. Por eso hoy se aglomeran en la gran fiesta común.


Los humanamente ilustres -Pedro, Pablo, Agustín, Jerónimo, Francisco,
Domingo, Tomás, Ignacio- y los oscuros: el enfermo, el niño, la madre
de familia, un oficinista, un albañil, la monjita que nadie recuerda,
gente que en vida parecía tan gris, tan irreconocible, tan poco
llamativa, la gente vulgar y buena de todos los tiempos y todos los
lugares.


Cualquiera que en cualquier momento y situación supo
ser fiel sin que a su alrededor se enterara casi nadie, cualquiera
sobre quien, al morir, alguien quizá comentó en una frase convencional:
era un santo. Y no sabíamos que se había dicho con tanta propiedad.
Cristianos anónimos que a su manera, a escala humana, se parecían a
Cristo.


La solemnidad de Todos los Santos nació en el siglo Vlll entre los celtas. La Iglesia propone esta Visión de gloria para invitar a vivir en la esperanza de una primavera, más allá de la muerte. 


Quiere también que caigamos en la cuenta de nuestra solidaridad con cuantos han pasado al mundo invisible.


Festejamos con alegría a los Santos, pues creemos “que gozan de la gloria de la inmortalidad”, en donde interceden por nosotros.


Cada santo vive intensamente la visión de Dios y su amor, mas su conjunto forma una ciudad, “la Jerusalén celeste”, un Reino abierto a cuantos vivan de acuerdo con las Bienaventuranzas. Son la Iglesia del cielo.


La Gloria de los “Santos, nuestros hermanos”, procede de Dios, cuya imagen reproduce cada uno de ellos de una manera única.


Por consiguiente, al venerarlos, proclamamos a Dios “admirable y solo Santo entre todos los Santos”.


Todos fueron salvados por Cristo, todos nacieron de su costado
abierto. Este es el motivo por el que el lugar por excelencia de
comunión con los santos es la Eucaristía.


En ella les santificó el Señor Jesús con la plenitud de su amor; en
ella podemos también nosotros suplicarle con humildad a Dios que nos
haga pasar “de esta mesa de la Iglesia peregrina al banquete del Reino
de los cielos”.


Artículo originalmente publicado por evangeliodeldia.org

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