Familias Invencibles

¿Qué te acerca más a alguien, la grandeza o la pequeñez?

¿De verdad ser bueno es lo más importante? A veces me descubro en mi pobreza alentando mi deseo de ser casi más grande que Dios…

Familias Invencibles

¿Qué te acerca más a alguien, la grandeza o la pequeñez? Me lo pregunto en estas fiestas, cuando no sé bien cómo mirar al cielo.

En Navidad dejo de pensar solo en mí, en lo que a mí me angustia y quita la paz. Dejo de pensar sólo en mis problemas. Quizás no encuentro hoy las palabras para vivir con paz en la tierra.

El otro día leí una frase que movió mi alma:

«Para que te ocupes de lo que realmente importa en la vida».

Y la frase acompañaba la historia de un abuelo que hacía ejercicio para estar en forma y poder alzar a su nieta en brazos y que ella pudiera colocar en lo alto del árbol de Navidad la estrella. Una estrella que iluminara sus vidas.

Lo que importa es estar cerca

Pienso en las cosas pequeñas que de verdad importan. ¿Qué es lo que realmente importa en mi vida al arrodillarme en estos días delante del Nacimiento del Señor?

Viene Dios a hacerse hombre entre mis brazos, pequeño, humano, frágil. ¡Qué curioso! Un Dios frágil. Cuando yo pierdo tanto tiempo en querer ser como Dios.

Quiero hacerlo todo bien, llegar a todo y a todos, ser perfecto. Y siento que pierdo el tiempo en cosas poco importantes.

Vivo compitiendo con competidores que imagino en mi propio corazón. Parece que intento hacerlo todo mejor que otros. ¿Es eso realmente lo importante?

Vivo mendigando el reconocimiento de los que me rodean. Quiero que me quieran más que a otros, tener el mejor lugar y que todos me lo agradezcan.

Quiero que valoren mi esfuerzo, mi sacrificio, mi vida entregada como ofrenda. Que vean todo lo que hago y aplaudan ante mis ojos. Y si no lo hacen, y si otros son mejor vistos o más valorados y tomados en cuenta que yo, entonces sufro sintiendo que soy poco valioso.

¿Hay que hacerlo todo bien?

¡Cuánta pobreza hay en mi corazón! La angustia se apodera de mi alma y la tristeza. Me molesta que otros copien mis ideas. Que otros triunfen donde yo fracaso. ¿Es todo eso lo que realmente importa en esta vida que quiere ser habitada por Dios?

Vivo tratando de cumplir, de hacer lo que corresponde. Mi orgullo es tan poderoso, mi amor propio… Yo intento cumplir para demostrarme algo quizás, no lo sé. Veo que a otros que no lo hacen todo bien les va mejor que a mí.

Decía el padre José Kentenich que el amor de Dios puede lograr milagros en mí:

«Él nos regala gusto por ser buenos, alegría en ser buenos».

Muchas veces he creído que ser bueno era un deber, una obligación, pero nunca un placer. Veía que hacer el bien era dejar a mi hermano el mejor regalo, u ocultarme yo para que él brillara, o ceder en mis planes aceptando los de los otros. Hacía el bien y era bueno.

Y a veces me rebelaba contra esa aparente injusticia. Bueno para ceder, para sacrificarme. Era lo que Dios siempre esperaba de mí. Eso creía.

El problema no es el bien que hago, sino la actitud de mi alma al hacerlo. ¿Dónde está mi orgullo? El orgullo de querer hacerlo todo bien. Como un deber grabado en la piel.


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Ahora me detengo ante Dios hecho hombre, niño y quiero aprender a ver que hacer el bien y ser bueno es un gusto, una alegría, más que una obligación.

Quiero ser bueno y no competir en ese ser bueno y hacer el bien. A veces creo que quería ser bueno para ser mejor que otros, o incluso ser el mejor. Siento que en esos casos me he equivocado.

No hay que ser mejor en nada en la vida, basta con ser bueno. El tenista Rafael Nadal decía:

«Me gustaría que me recordasen como una buena persona».

Basta con bueno para ser feliz, eso me va quedando claro. O más aún, creo que sólo seré feliz si soy mejor persona, mejor padre, mejor hijo, mejor trabajador. No el mejor en todo lo que hago, ni el más inteligente, ni el más capaz.

Ser el mejor en algo, en lo mío, no es lo que me da la paz. Siempre puede surgir alguien que me supere. Miro con humildad mi vida y me alegro de lo que Dios hace conmigo.

¡Soy pequeño!

¿De verdad ser bueno es lo más importante? El mundo con sus pasiones, con sus modas, con sus cantos de sirena, sigue despertando al hombre herido que llevo dentro. Ese hombre que busca la aprobación del mundo en todo lo que hace. Y quiere que el mundo se arrodille a sus pies.

¡Cuánta vanidad en mis gestos, en mis palabras! ¿Cómo lograré ser más humilde esta Navidad? A veces me descubro en mi pobreza alentando mi deseo de ser casi más grande que Dios.

Se me olvida que soy pequeño, un niño desvalido, un hombre herido. Sólo necesito ser hijo necesitado, ser pobre, ser pequeño delante de este Nacimiento en el que Dios se hace carne de mi carne.

No viene Dios mostrando su poder, sino su indefensión. Será que me está mostrando un camino. No tengo que ser el más grande, ni el mejor. Sólo la aceptación de mi pobreza es lo que me acerca a Dios.

Tengo claro que la vanidad me aleja de Él porque, en esos momentos poderosos en los que triunfo, siento que no lo necesito.

De rodillas ante Jesús renuevo mi deseo de ser simplemente bueno esta Navidad. No el mejor, sólo bueno. Y eso ya es mucho. Y alegrarme en esa bondad que es un don de Dios inmenso, un don, no un deber. Algo que se me da como un regalo, no algo que conquisto.

Esta Navidad acepto la bondad de los que me aman más de lo que yo puedo demostrarles. No estoy en deuda con ellos. Todo es gratuidad. Y esa bondad humana que se me regala, se convierte en un alimento que saca lo mejor de mí.

Aleteia / Carlos Padilla