El dominico Vicente Borragán publica «De la ley a la gracia» (VozdePapel)
El dominico Vicente Borragán Mata lleva más de 40 años viviendo y transmitiendo la Gratuidad de Dios. Es profesor de Sagrada Escritura y predicador en los grupos de la Renovación Carismática Católica. Ha escrito treinta libros, entre los que destaca Todo es gracia (San Pablo), La gratuidad: El gran desafío de la vida cristiana (San Pablo) o La Renovación Carismática: una experiencia de gratuidad (San Pablo) entre otros.
Ahora publica De la ley a la gracia (Vozdepapel), donde contesta a grandes interrogantes. ¿Nos salvamos gracias a nuestros sacrificios, renuncias, obras y méritos, o nos salva Dios? Si Jesús nos salva, ¿cuál es nuestro papel? Si Jesús nos salva gratuitamente, ¿la ley y los mandamientos están cancelados? ¿Hay que amar a Dios o hay que tener una actitud de dejase amar por Él? Si somos salvados gratuitamente, ¿ya no hace falta en nuestra vida esos méritos y renuncias? ¿Cómo es esa gratuidad en la que Dios es protagonista de nuestra vida?
– Vicente, usted dice en el libro De la ley a la gracia (VozdePapel) que el cristianismo está como atrapado por unas cadenas, desde hace siglos, y que debe liberarse y romperlas. ¿Cuáles son esas cadenas?
– El título del libro ya expresa en parte su contenido. El cristianismo ha vivido durante muchos siglos bajo el régimen de la ley. Pero la ley termina siendo una cadena muy pesada para los que tratan de vivir cumpliéndola en todos sus detalles.
»Los tres primeros siglos del cristianismo fueron deslumbrantes en muchos sentidos. Pero en la medida en que se fue perdiendo la experiencia de un encuentro con el Señor resucitado, la ley pasó a ocupar el primer lugar.
»Poco a poco se fue imponiendo la idea de un Dios justo y exigente, amenazante y castigador y la gratuidad desapareció en beneficio de las obras del hombre.
»El maniqueísmo y la filosofía griega ejercieron una influencia nefasta en la vida cristiana. Los anacoretas y los monjes comenzaron a someter a un dominio brutal el cuerpo, considerado como un enemigo del alma. Pelagio y los semipelagianos desfiguraron la gracia, hasta tal punto que el cristianismo comenzó a vivir de esfuerzos, de renuncias y sacrificios, dejando caer en el olvido la gratuidad de la acción de Dios y oscureciendo el rostro del cristianismo.
»Por eso, cuando contemplamos la vida cristiana desde la gratuidad, sentimos una urgencia casi angustiosa por liberarla de esa influencia tan perniciosa que el maniqueísmo y la filosofía griega ha tenido en ella, de ese pelagianismo y de ese semipelagianismo que han llevado al cristianismo por el camino de las obras y de los sacrificios, de esa imagen de un Dios justo y exigente, que no nos deja pasar ni una sola, de ese ascetismo tan brutal, de esa concepción tan descafeinada de la gracia, de esa predicación moralizante, que ha proclamado el esfuerzo humano más que la gratuidad de la acción de Dios, el pecado que la gracia, la condenación que la salvación, el infierno que el Cielo.
»Esas son algunas de las cadenas de las que el Señor debería liberar a su comunidad, ya que, de una manera u otra, han convertido al cristianismo en una religión de sacrificios y esfuerzos, es decir, una religión para luchadores y atletas, donde los más pobres y débiles quedarían excluidos del reino y destinados a una condenación eterna.
»Pero, en ese caso, ¿a qué hubiera quedado reducida la misión de Jesús? ¿Dónde aparecería la gracia, la misericordia y el amor de Dios? La gratuidad hubiera caído prácticamente en el olvido ante el esfuerzo humano, y el Cielo sería una conquista, más que una gracia.
»Pero, ¿qué tiene que ver la gratuidad con ese dominio tan absoluto del cuerpo que nos ha propuesto la ascesis cristiana durante tantos siglos? ¿Será, acaso, eso, lo que el Señor quiso dejarnos como recuerdo de su paso por la tierra? ¿Cuántos se salvarían, si ese fuera el único camino de salvación?
»La realidad es que ese género de vida no deja ni un solo resquicio por donde pueda filtrarse la acción de Dios. No puedo identificar la vida cristiana con ese camino fatigoso que hemos creado los hombres. Eso es lo que hace tan sospechosa la ascesis que hemos recibido. ¿Tendremos que resignarnos a vivir así la vida cristiana? ¿Será el cristianismo una religión de atletas y luchadores?
– En muchos ambientes de la Iglesia nos han dicho que para conseguir la salvación tenemos que implicarnos en hacer méritos, esfuerzos, obras y renuncias para ser agradables a Dios… ¿Usted dice que eso no es así, que la salvación se recibe de forma gratuita?
– Los tres primeros siglos de la vida de la Iglesia fueron, como acabo de decir, verdaderamente entusiasmantes. La mayoría de los que se convertían al cristianismo eran adultos y sabían lo que hacían. Ser cristiano era muy arriesgado, ya que las persecuciones contra el cristianismo fueron muy frecuentes por parte del imperio romano. Para la mayoría de los convertidos eso suponía una cierta desnaturalización: para los judíos ese paso llevaba consigo dejar su ley y su templo, que tanto amaban; para los paganos abandonar sus dioses, sus tradiciones y su familia… y exponerse, con frecuencia, al martirio.
»Pero en los días del emperador Constantino se produjo una verdadera revolución en la vida de la Iglesia. Muchos se convirtieron al cristianismo sin ninguna preparación. Cambiaron de religión, pero no de costumbres, es decir, que siguieron viviendo prácticamente como paganos. Los pastores de la Iglesia comenzaron a denunciar ese género de vida y urgieron a todos a la conversión y a las buenas obras, pero lo hicieron por el camino de las amenazas y de los castigos, no por medio de una proclamación poderosa del kerygma, que los llevara a un encuentro personal con Jesús, como Señor y como Salvador.
»La ley volvió a ocupar el puesto de la gracia y los cristianos comenzaron a vivir de obras y sacrificios… pero sin gracia… Eso es lo que se ha mantenido desde entonces hasta nuestros días… Se diría que el principio acción-reacción ha funcionado de la manera más natural en la vida de la Iglesia: “Si Dios ha mandado algo, yo tengo que ponerlo en práctica. Pero si yo hago lo que el Señor me ha mandado, él me debe una recompensa, es decir, que tendría que pagarme de alguna manera”.
»Pero la esencia de la gracia es precisamente su gratuidad. La gracia ni se compra ni se vende: se acepta y se recibe, ya que nadie puede comprar lo que no está en venta. El camino del cristiano no va de las obras a la gracia, sino de la gracia a las obras. No son nuestros esfuerzos, ni nuestros sacrificios los que nos hacen agradables a los ojos de Dios, sino que es Dios mismo, quien nos hace agradables ante él. “Porque me amaste, me hiciste amable”, dijo san Agustín.
»Todo es gracia por parte de Dios antes que esfuerzos por parte del hombre. La gracia precede, suscita y acompaña a las obras del hombre. Tenemos que poner orden en ese desorden: lo primero es la gracia, después las obras. Lo contrario no sólo altera, sino que adultera el proyecto de Dios.
– Entonces, si Jesús es el único que nos salva, ¿cuál es el papel del hombre en la salvación?
– Yo diría que la cuestión de la salvación no debe ser planteada a nivel puramente personal, es decir, que no se trata sólo de “mi” salvación, sino de la salvación universal, es decir, de la salvación de todos los hombres. Y me atrevo a decir abiertamente que en el proyecto creador de Dios “todo fue creado para ser salvado”. No unos hombres sí, y otros no; no estos sí, y aquellos no, sino todos.
»La palabra predestinación es un término que deberíamos borrar para siempre de nuestro vocabulario cristiano. Jamás podríamos entender que Dios haya destinado a unos hombres a la salvación y otros a la condenación. Es verdad que el hombre abandonó al Señor desde el principio y que, por tanto, se hizo merecedor de una condenación eterna. Pero, por otra parte, nadie es capaz de conseguir la salvación, porque nadie es capaz de cumplir todos los mandamientos del Señor.
»¿Quién, de entre todos los hombres que han vivido o viven, ha sido capaz de amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas, en todos los momentos de su vida? ¿Quién ha dado de comer al hambriento, de beber al sediento, de vestir al desnudo? ¿Quién ha sido capaz de poner en práctica las enseñanzas que Jesús nos dejó en el Sermón de la montaña? La humanidad sería una masa condenada si el Señor no hubiera tenido misericordia de nosotros. Por eso, la exhibición más grandiosa del amor de Dios fue el envío de su propio Hijo “por nosotros y por nuestra salvación”.
»Por tanto, si Jesús es nuestro salvador, la salvación tiene que ser gratuita y universal, es decir, destinada a todos los hombres de todos los tiempos. Pero, ¿cómo realizará el Señor esa obra salvadora? ¿Cómo podrá llegar al corazón de todos y de cada uno de los hombres que han existido, existimos o existirán? Sólo Él lo sabe. Lo cierto es que él debe tener mil modos y maneras para conseguirlo.
»Los que vivimos de alguna manera una relación de cercanía con el Señor lo único que podemos hacer es abrir de par en par el corazón y acoger la salvación como un don inmerecido, como una gracia que jamás hubiéramos podido imaginar. El problema de la salvación es más un negocio de Dios, que una obra nuestra, porque en ese terreno no cede su gloria a nadie.
»Jesús no nos dejó sólo unas lecciones de ética, sino que vino para salvarnos. “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres, en el cual podamos ser salvados”. Eso quiere decir que no nos salvamos, sino que somos salvados. El cómo de nuestra salvación, lo dejamos en sus manos.
– Vicente, dice en el libro que “la vida cristiana no comenzó con el esfuerzo del hombre por remontarse hasta Dios, sino con la vida nueva en Cristo, regalada por el don del Espíritu Santo”.
– Nadie que hubiera conocido a los discípulos de Jesús media hora antes de Pentecostés, los hubiera reconocido media hora después. Algo pasó que cambió su vida por completo: la venida del Espíritu Santo.
»Jesús no nos dejó un código ético de comportamiento, ni una serie de leyes, sino que nos dio su mismo Espíritu. En su diálogo con Nicodemo lo expresó de una manera impresionante. Nicodemo pensaba que la llegada del reino de Dios, que predicaba Jesús, se iba a realizar dentro del sistema legal que imperaba en la vida del pueblo de Dios. Pero Jesús le desconcertó con su enseñanza… Para entrar en ese reino había que nacer de nuevo, es decir, de arriba o de lo alto. O dicho de la manera más clara: había que nacer del Espíritu.
»El Espíritu y la carne son como dos principios distintos: el Espíritu es vida, dinamismo y acción; la carne es debilidad y caducidad. Por eso para entrar en ese reino nuevo era absolutamente necesario un nacimiento nuevo: había que pasar de un reino a otro reino, de la ley a la gracia, de la carne al Espíritu. Así es como comienza la vida cristiana: con un encuentro personal con el Señor resucitado, con una efusión grandiosa del Espíritu, no con nuestros esfuerzos. En efecto, no es el hombre el que remonta o asciende hasta Dios con sus obras, sino el Señor quien se abaja hasta el hombre con su vida y con su amor.
– Vicente, usted también señala que en esa carrera por conseguir méritos para la salvación, el hombre se pone en el primer plano de la vida espiritual: mi perfección; mi santidad; mi salvación personal… Todo está centrado en él, y, en cambio, Dios queda en segundo plano, un poco en la penumbra…
– Está claro que en la misma medida que el hombre se pone en escena, el Señor tiene que retirarse entre bastidores. Ese es el peligro que corre la vida cristiana. Desde el mismo momento en que consideramos que la gracia no es gratuita, sino que hay que merecerla o conquistarla a base de esfuerzos y de sacrificios… el hombre ocupa el primer plano, y lo único que le importa es hacer méritos para hacerse agradable a los ojos de Dios. La vida cristiana ha partido de una desfiguración casi total de la gracia. Ya el monje Pelagio propuso que Dios había dado al hombre el poder y el querer para poner en práctica todos los mandamientos del Señor.
»En ese sentido me gustaría poner en evidencia que la vida cristiana que han vivido tantos y tantos ascetas ha sido intimista, personalista, individualista, pelagianista, hasta tal punto que se han desentendido de todo lo que les rodeaba. Sólo les preocupaba su perfección, su santidad y su salvación. Es evidente que todo lo hacían por el Señor, pero los que se ponían en vista eran ellos. No era la acción de Dios en ellos y por ellos lo que brillaba, sino su acción y su obra por el Señor. Eran los soldados del Señor, los atletas cristianos, como ya fueron llamados por los santos padres.
»Pero si consiguiéramos la perfección, la santidad y la salvación por nuestros propios esfuerzos, ¿para qué habría venido Jesús? ¿Para qué la gracia? ¿Qué papel jugaría el Señor en nuestra vida? ¿Qué alternativa podríamos presentar a ese género de vida, sino la gratuidad? El Señor está ahí, ofrecido, no ganado; regalado, no conquistado. Él es el punto de partida y el punto de llegada de todo; en él converge el pasado, el presente y el futuro.
– Usted también habla de que el hombre debe “dejarse hacer por Dios”, y “más que amar a Dios, debe dejarse amar por ÉL”…
– En el reino de la gratuidad el hombre no es, ni puede ser, el protagonista de su vida. Si todo es gracia por parte de Dios, todo debe ser gratitud y alabanza por parte del hombre. En ese reino no se trata tanto de hacer, como de dejarse hacer. El Señor tiene que destruir todos los andamiajes que hemos construido para hacernos agradables a sus ojos.
»Lo decisivo en la vida cristiana no es lo que el hombre pueda hacer por el Señor, sino lo que el Señor puede y quiere hacer en nosotros. La vida cristiana tradicional ha estado tan plagada de obras y de esfuerzos por parte del hombre, que apenas hemos dejado espacio para la acción de Dios. Se diría que el hombre ha mantenido un monólogo consigo mismo desde el principio hasta el final. Pero en el reino de la gratuidad, las cosas no suceden de esa manera.
»Vivir la gratuidad significa vivir de gracia y de regalo, despojados de la seguridad que pudieran darnos las obras que hacemos. Por eso, lo primero que Dios tiene que hacer es una operación de despojo de todo lo nuestro, porque sólo en la medida en que nos vacíe de nosotros mismos podrá llenarnos de su gracia y de su amor.
»La gratuidad nos urge a vaciarnos para ser llenados, a ser pobres para ser ricos, a despojarnos para ser revestidos, a ser como la arcilla en manos del alfarero, de tal manera que el Señor haga su obra en nosotros y por nosotros. Esa fue la actitud de la Virgen con su “hágase en mí”. Y esa debería ser también la actitud propia del cristiano: “Que todo lo que el Señor nos ha prometido se haga realidad en mí, que todo eso suceda en mí, es decir, que se haga un acontecimiento en mí”. A todos nos gustaría encontrarnos con las manos llenas ante Dios, pero la gratuidad derriba el castillo que tratamos de construir.
»Por tanto, vivir de gracia significa vivir de balde, es decir, vivir de una Presencia que llena todos nuestros vacíos, calma todas nuestras ansiedades, colma todos nuestros deseos, ilumina todas nuestras tinieblas y sacia nuestra hambre y nuestra sed de vida y de amor. Por eso, nadie puede entender mejor la gratuidad que los que no tienen un capital de obras buenas para poder presentarse con ellas ante Dios: los pobres, los débiles, los pecadores, los niños, los sencillos.
»Muchos piensan que vivir la gratuidad es algo muy cómodo, pero ¿serán capaces de renunciar a su protagonismo y vivir sólo de gracia y por gracia?
– Si no nos salvamos por nuestros méritos, obras y esfuerzos, sino por pura gracia, de forma completamente gratuita, como un regalo que nos hace Jesús, ¿dónde queda la justicia de Dios?
– Nosotros hemos insistido hasta la saciedad en poner en evidencia los grandes atributos de Dios: su santidad, su trascendencia, su eternidad, su omnipotencia, su justicia… Pero hemos cometido el error de considerar la justicia de Dios, como si se tratara de nuestra propia justicia, es decir, de una justicia en la que damos a cada uno lo que es suyo. Pero la justicia de Dios, en la Biblia, no es como la nuestra. Dios es justo cuando mantiene la fidelidad a la alianza, es justo cuando nos salva, es justo cuando nos perdona, es justo con nosotros precisamente porque conoce de qué barro nos ha formado. En una palabra, se trata de una justicia salvadora y misericordiosa, no castigadora.
»La justicia de Dios se manifiesta, de una manera muy especial, en el perdón, en la misericordia, en la fidelidad y en la compasión, en la ternura que siente por nosotros, sus pobres criaturas. Precisamente porque sabe de qué barro nos ha hecho… sabe que la salvación eterna no está a nuestro alcance. O nos la concede por gracia o tendrá que condenar a sus propios hijos. De todas las maneras, pienso que este problema no puede ser planteado sólo a nivel individual, sino a nivel de la raza humana entera. En el proyecto creador de Dios, tal como yo puedo contemplarlo, todo ha sido creado para ser salvado. En ese proyecto no estaba contemplada la condenación del hombre, sino su salvación eterna. Y para realizarlo en plenitud mandó a su propio Hijo “por “nosotros y por nuestra salvación”. Esa ha sido la justicia de Dios: una justicia salvadora del hombre…
– ¿La gratuidad es la antítesis del pelagianismo?
– La respuesta debería ser absolutamente positiva. El pelagianismo no conoció la gratuidad. Dios habría dado al hombre el querer y el poder para poner en práctica todos sus mandamientos, con lo cual la salvación estaría al alcance de sus manos. Pero, en ese caso, la gratuidad de la acción de Dios desaparecería por completo. El cristianismo quedaba destruido de arriba abajo. ¿Para qué una gracia especial, si podíamos conseguirlo todo con nuestras fuerzas? ¿Para qué habría venido Jesús, si podíamos salvarnos por nosotros mismos?
»La palabra gratuidad no pudo entrar en el diccionario de Pelagio. Ni la quería, ni la necesitaba. Se diría que el pelagianismo es exactamente el polo opuesto a la gratuidad. Por eso, la influencia del pelagianismo y, sobre todo, del semipelagianismo ha sido tan nefasta para la vida cristiana.
– Vicente, ¿qué es esa gratuidad de la que nos habla?
– La palabra gratuidad evoca en todos nosotros la cualidad de lo que se hace, se da o se recibe de balde, algo que no cuesta dinero, lo que se hace sin esperar a cambio ninguna contrapartida. Por tanto, lo que caracteriza a la gratuidad es el desinterés total y absoluto. Los hombres actuamos siempre movidos por algún motivo o razón, pero lo gratuito es precisamente lo que se hace como un gesto de amor y de servicio “a fondo perdido”.
»San Agustín describió la gratuidad como “la acción de Dios por la que, en su inescrutable sabiduría, visita a los hombres con independencia de sus esfuerzos y de sus méritos y les impulsa amorosamente hacia el bien“. Por eso, cuando hablamos de gratuidad en relación con la gracia divina lo que queremos decir es una cosa tan sencilla como esta: que todo lo que se refiere a la gracia, es decir, a esa Presencia íntima de Dios en nosotros, es gratuito: gratuita la creación, gratuita la revelación, gratuitas las promesas, gratuita la elección, gratuita la alianza, gratuita la encarnación de Jesús, gratuita la reconciliación, gratuita la filiación divina, gratuita la salvación.
»Eso es lo que queremos expresar con la palabra gratuidad: que todo es gracia, que todo lo que se refiere a Dios es gratuito, que todo es de balde, que no hay que pagar nada por ello, que él no espera ninguna contraprestación y que, por tanto, nosotros no podemos merecer, ni ganar, ni conseguir, ni obtener su gracia de ningún modo, de ninguna manera, con ningún esfuerzo ni sacrificio que hagamos, porque entre la gracia de Dios y las obras que hacemos hay un abismo que nadie puede rellenar.
»Gratuidad significa que el hombre no puede asaltar ese terreno, que es exclusivo del Señor. ¿Qué hemos hecho para que nos haya creado, para que se haya revelado, para que haya hecho una alianza con nosotros, para que nos haya mandado a su Hijo, para que nos haya redimido y salvado, para que nos haya dado su Espíritu y abierto de par en par las puertas de su reino?
»¿Quién puede sacar pecho ante Dios? Así ha sido la acción de Dios en nuestro favor: gratuita, de balde, sin mirar de reojo, como si se gozara sólo en dar, “sin esperar ninguna compensación ni agradecimiento” y “sin pedir reciprocidad a su acción por nosotros”. Si Dios se diera “mirando de reojo” o “esperando recibir algo a cambio”, la gratuidad de su gesto desaparecería por completo y aparecería en escena el interés. Pero lo esencial de la gratuidad es ese amor derramado a manos llenas, que “no tiene explicación en algo que sea anterior a él”. Sólo así podemos experimentar que entre Dios y nosotros la relación no sea de justicia, sino de gracia, puesto que en esa relación nosotros no hemos puesto nada de nuestra parte, sino que es gratuita. Ese es el atractivo irresistible de la palabra gratuidad.
– Ahora bien, si un cristiano vive en la gratuidad, procurando vivir del don y la gracia, ¿se cancela la ley y los mandamientos?
– El Papa Francisco lo ha expresado con claridad. Los mandamientos están ahí. Dios los ha puesto ante nuestros ojos. Se diría que son como una mano que indica el camino que debemos seguir y que expresan el estilo de vida que Él espera de los que nos hemos encontrado con Jesús como Señor y como Salvador, en una palabra, que son como una expresión de la vida nueva que hemos recibido. Pero lo que debemos mantener a toda costa es que la observancia de los mandamientos no es salvadora. Sólo Jesús es Salvador. Los mandamientos no son la condición necesaria para obtener la salvación, sino la consecuencia que se sigue en la vida de los que ya han sido salvados por el Señor…
– Algunos señalan que si el cristiano deja de vivir en esa tensión por conseguir con sus propios méritos y esfuerzos la salvación, aquellos que vivan en clave de gratuidad, no producirán esas obras caritativas o de evangelización…
– Yo diría que lo que sucede es totalmente lo contrario. Los que tratan de vivir de sus propios méritos están tan centrados en sí mismo para conseguir su perfección y su salvación, que apenas tienen ojos para los demás. Esa ha sido una de las grandes reservas que se han hecho contra la ascesis tradicional, a saber, que los que han vivido esa espiritualidad intimista, personalista y pelagianista se han mantenido, con mucha frecuencia, alejados de la misión de la Iglesia y del servicio a los más pobres.
»Pero en el reino de la gratuidad sucede todo lo contrario: el hombre que vive de gracia no cae en un quietismo o en una pasividad total, sino que la gracia le impulsa al servicio de los demás, a compartir con ellos todo cuanto tiene, a estar al servicio de los pobres, de los enfermos y de los necesitados.
»Después de más de cuarenta años tratando de vivir la gratuidad he conocido ya a miles de personas que marchan por ese camino. Pues bien, no sé de ninguno de ellos a quien la gratuidad le haya separado de sus compromisos y que le haya llevado a vivir en la pasividad, sino todo lo contrario: a muchos se les ha complicado la vida hasta un punto inimaginable. Se han insertado en la vida de las parroquias, en la evangelización, en la catequesis, en la visita a los enfermos, en el trabajo en alguna ONG, en el servicio a los más pobres, en visitar a los enfermos y a los encarcelados…
»No, la gratuidad no nos aparta en manera alguna del compromiso con los hombres, sino que nos lleva hacia ellos. En ese sentido no hay nada que temer. No existe el peligro del quietismo y de la pasividad en los que viven la gratuidad. Por el contrario, a los ojos de los demás son un verdadero testimonio por su vida tan atractiva.
– Vicente, dice que ese tsunami de gratuidad ya se está viviendo. ¿Dónde ha arraigado esa gratuidad?
– Por desgracia, la gratuidad no se vive en muchos ambientes de la Iglesia. Seguramente haya un buen número que están viviendo la gratuidad de una manera muy particular. Pero ni en el ambiente general, ni siquiera en los nuevos movimientos de la Iglesia, nacidos después del concilio Vaticano II, tan admirables por otra parte, se respiran aires de gratuidad. Aportan a la vida de la Iglesia una serie de valores, que la enriquecen verdaderamente, pero la gratuidad sigue en la penumbra…
»Algo tan fascinante como la gratuidad encuentra la oposición de muchos teólogos, sacerdotes y religiosos, y de la mayoría de los cristianos, demasiado apegados a su modo de comprender y de vivir la vida cristiana. Se diría que la gratuidad aparece ante sus ojos como un atentado contra su autonomía y libertad y que, por tanto, prefieren vivir de lo que ellos producen más que de lo que el Señor pueda hacer en ellos.
»En muchos ambientes, apenas se oye la palabra gratuidad, se experimenta un rechazo visceral. Yo diría que sólo una minoría está entrando en ese reino de gracia que el Señor ha desvelado de una manera muy especial en nuestros días. En cuanto yo sé, la gratuidad ha comenzado a vivirse en la Renovación Carismática, una corriente de gracia, nacida en los Estados Unidos, en el año 1967, y que se ha desbordado como un torrente por todo el mundo.
»En efecto, la Iglesia de nuestros días ha sido bendecida de una manera muy especial por el Señor. Cuando en la mitad del siglo pasado se hablaba ya con la mayor naturalidad de “la muerte de Dios”, el Espíritu Santo se abatió con todo su poder sobre el mundo para renovarlo y para ganar de nuevo el corazón de los hombres.
»En la oración que Juan XXIII compuso para preparar el Concilio Vaticano II, se atrevió a pedir al Señor: “Renueva en nuestro tiempo los prodigios como de un nuevo Pentecostés”. Eso fue lo que el Papa pedía para toda la Iglesia en esa oración: “Renueva en nuestros días el fuego y el poder, las lenguas y la alabanza, la alegría y el testimonio, los dones y los carismas, en una palabra, todas las gracias del principio; que el huracán del Espíritu vuelva a agitar a la Iglesia y a todos los hombres”. Y el Señor escuchó plenamente su oración, porque apenas terminó el concilio Vaticano II surgió la Renovación Carismática.
»Todo comenzó en un retiro de fin de semana, organizado por un grupo de profesores de la Universidad de Duquesne, en Pittsburg (Estados Unidos), y celebrado los días 17-19 de febrero de 1967, al que asistieron el capellán, dos profesores de la Universidad con sus esposas, y unos 25 estudiantes. Lo que allí pasó ha llegado hasta nosotros en multitud de testimonios. Fue una experiencia semejante a la del primer Pentecostés. El Espíritu Santo se abatió sobre algunos de aquellos jóvenes estudiantes y su vida fue renovada. Nadie pudo prever lo que allí pasó, ni imaginar que aquello sería como una bomba de relojería que habría de estallar en el mundo entero.
»A partir de ese momento, los grupos de oración que fueron naciendo de aquel Retiro han ido saltando de un pueblo a otro, de una ciudad a otra, de una nación a otra. En la actualidad la Renovación Carismática se ha extendido por más de 150 países y se ha introducido en todos los ambientes y en todos los estratos sociales. Nadie sabe cómo ha sido posible un despliegue tan rápido y extraordinario, pero se puede asegurar que ha sido la fuerza más explosiva de la Iglesia en nuestros días. Se ha esparcido como una peste o un contagio, al que nadie ha podido parar.
»En esa corriente de gracia todo comienza con la experiencia de un bautismo en el Espíritu, semejante al que los apóstoles recibieron el día de Pentecostés. Ahí radica el secreto de todo. Se trata, en efecto, de hacer hoy la experiencia que tuvieron ayer los apóstoles, de revivir y actualizar lo que ellos vivieron, de meternos en aquel acontecimiento, de ser bautizados por el mismo Espíritu, con el mismo fuego y con el mismo poder que ellos.
»La Renovación Carismática es, por expresarlo en unas pocas palabras “como una irrupción poderosa del Espíritu para renovar por entero la vida de la Iglesia, para sumergir a los hombres en el mar infinito de su vida y de su amor, para conducirlos a un encuentro personal con Jesús como Señor y como Salvador, para hacerlos vivir en la gratuidad y en la alabanza, y para llevarlos a recorrer los caminos del mundo con la fuerza de su gracia, de sus dones y de sus carismas”.
»Se podría decir que ha sido como un baño, un bautismo o una efusión desbordante del Espíritu que ha transformado la vida de millones de hombres y mujeres de todas las edades y condiciones sociales, y que ha hecho brotar en su corazón una acción de gracias y una alabanza sin fin.
»Y la experiencia más asombrosa de los que se han visto atrapados por esa corriente de gracia ha sido precisamente la absoluta gratuidad de la obra del Señor en su vida. Seguramente ha dejado “fuera de juego” a la mayoría de los fieles cristianos, pero los que han sido alcanzados por esa gracia jamás podrán renunciar a ella.
»La gratuidad nos abre hacia una visión alegre y dinámica de la vida cristiana. Así es como ha desaparecido una presentación tan sombría del cristianismo, que le había hecho perder casi todo su atractivo. Se diría, por tanto, que ha llegado el momento de desandar lo andado y de retornar al punto de partida de todo: a la gratuidad total de la acción de Dios en nosotros. Ella es, en efecto, la raíz y el fundamento de todo: por eso, no es negociable.
»La Iglesia marchaba por el camino de las obras, de las renuncias y mortificaciones, pero el Señor la está obligando a volver sus ojos “hacia lo gratuito dejando de lado todo lo debido”. Por eso, ya no podemos resignarnos a vivir la vida cristiana tal como la hemos recibido. Sé que es muy duro lo que estoy diciendo. Pero el cristianismo no comenzó con una ley, sino con la experiencia de un encuentro con el Señor resucitado.
»Algo ha pasado que nos obliga a revisar las palancas que han movido la vida cristiana durante muchos siglos; algo ha sucedido y no podemos dejarlo deslizarse a nuestro lado, como si nada hubiera sucedido, porque ha sucedido. La vida cristiana, en efecto, tiene que moverse necesariamente “en la dinámica del don y no en la del deber cumplido”.
»Lo definitivo en ella no son los deberes del hombre, sino la iniciativa de Dios. Por eso, esa vida solo puede ser vivida en una relación amorosa y gratuita con el Señor resucitado. El cristianismo debe ser liberado de ese fardo tan pesado, que le ha tenido encorvado durante tanto tiempo. La gratuidad ha conmovido las bases que habían sostenido la vida cristiana, y ha hecho temblar el edificio en el que los albañiles hemos querido ocupar el lugar del arquitecto.
»Por eso, nos urge a hacer un stop en esa loca carrera de pretender conseguir la salvación por nuestras fuerzas y a cambiar la orientación de nuestra marcha. La gratuidad ha comenzado ya su andadura por esta tierra y nada ni nadie podrá detenerla jamás. No puede haber nada más esperanzador para los hombres. Con la gratuidad en nuestras manos estamos asegurados contra todo riesgo.
– ¿Cómo debe ser la vida de un cristiano que vive en la gratuidad?
– La vida de un cristiano que vive en la gratuidad es la vida cristiana sencillamente normal, es decir, una vida envuelta en el amor de Dios, bajo el señorío de Jesús, animada por el Espíritu, en acción de gracias y en alabanzas y dedicada al servicio de los demás. Pero me gustaría retomar el hilo de todo lo que hemos visto para comprender mejor la novedad de esa vida vivida en la gratuidad.
»La dinámica propia de la gratuidad nos llevaría, en efecto, a vivir en el sentido inverso al de la ley, es decir, no de nuestros esfuerzos y méritos, sino despojados de nuestras obras; no de nuestra justicia, sino de la justicia de Jesús; no de sacrificios y mortificaciones, sino de acción de gracias y alabanza; no de la práctica de las virtudes, sino movidos por los dones del Espíritu; no de una espiritualidad individualista, sino vivida en comunidad y en el amor.
»Se trataría, en definitiva, de vivir desde la orilla contraria a la que hemos vivido durante tantos siglos, es decir, de una renuncia total a pretender alcanzar nuestra perfección y nuestra salvación por medio de nuestras obras, sacrificios y renuncias, y de una entrega total y confiada en el Señor. ¿Cómo expresarlo de otra manera?
»La vida cristiana vivida en la gratuidad consistiría “en aceptar gratuitamente todo lo que Dios nos da, y de responder gratuitamente a todo lo que nos pide”. ¿De qué queremos vivir? ¿De la ley o de la gracia? ¿De lo que nosotros producimos o de lo que Dios nos regala?
»Pero, acaso, el rasgo más visible de esa vida, vivida en la gratuidad, sea precisamente la alabanza. Porque si Dios es gratuidad, el hombre debe ser gratitud y alabanza. Si Dios no hubiera hecho nada por nosotros, no tendríamos nada que agradecerle. Pero si lo ha hecho todo, ¿cómo responder a tanta gracia? ¿Con grandes obras?
»San Agustín ya lo dijo en pocas palabras: “Magnum opus hominum laudare Deum”, es decir, “La obra más grande del hombre es alabar a Dios”. De eso se trata verdaderamente: de vivir en una acción de gracias y en una alabanza sin fin. Esa es la única manera de responder, aunque sea bastante inadecuada, a su obra en nosotros. Por eso, se trata de hacer algo más que un puñado de buenas obras. Y ese algo más es realmente lo único importante, lo que Él espera de nosotros: que le miremos y le adoremos, que le alabemos y le bendigamos.
»Por eso, la alabanza se convierte en una necesidad biológica de alabarle con el cuerpo y con el alma, con los labios y la boca, con la inteligencia y la voluntad, con los impulsos y los afectos, con las ansias y deseos que brotan de lo más profundo de nuestro ser; de alabarle con cantos, con gritos y con aclamaciones; de alabarle siempre, sin cesar, sin tregua, día tras día, todo el día, en la salud y en la enfermedad, en el trabajo y en el descanso, en las penas y en las alegrías, cuando lo siento o no lo siento, cuando la vida me sonríe o presenta su lado más oscuro; de alabarle irresistiblemente, inconteniblemente, apasionadamente, incansablemente, insaciablemente.
»La alabanza es como la vida: una vez que ha comenzado ya no conoce tregua ni reposo: es una vocación, una profesión, un oficio a tiempo completo. De la misma manera que nos hemos esforzado por domesticar al cuerpo con la ascesis más rigurosa, podemos utilizarlo ahora en alabar al Señor. Todo lo que hemos visto en negativo, podemos hacerlo ahora en positivo.
»Tenemos que alabar a Dios con la totalidad de nuestro ser, con todo lo que somos y tenemos, en todo momento y en todas las circunstancias de nuestra vida. Esa es nuestra obra, lo único que podemos hacer por él, lo único en realidad que es digno de él. Estamos llamados a vivir en alabanza. La alabanza es como una herida abierta en nuestro costado, que nada ni nadie podrá cerrar. Se trata de ser sencillamente una pura alabanza de su gloria. Todo lo demás desaparece como por encanto. Sólo queda en el alma ese ansia infinita e insaciable de alabar al Señor por siempre jamás, y de aprender ese oficio o esa profesión que vamos a ejercer durante toda la eternidad.
»La relación entre la gratuidad y la alabanza es inquebrantable. La gratuidad se vive, la alabanza se expresa. La gratuidad evoca la acción inmediata de Dios en el hombre, la alabanza es como el eco que produce su acción en él. Por eso, no hay alabanza que no proceda de la gratuidad, pero tampoco puede haber gratuidad que no se manifieste en alabanzas.
»Una alabanza que no procediera de la gratuidad se convertiría en una palabrería absurda, pero si la gratuidad no se expresara en alabanzas se convertiría en una idea sin contenido real. Por eso, ni gratuidad sin alabanza, ni alabanza sin gratuidad, porque las dos están tan íntimamente unidas como el calor y la llama, de tal manera que sólo podremos detectar el grado de intensidad con el que vivimos la gratuidad por la alabanza que provoca en nosotros.
»Si la alabanza es poderosa, entonces la vida del hombre es pujante; si es débil o languidece, la vida está dando pasos hacia la muerte. Gratuidad y alabanza son como las dos palancas que sostienen la vida cristiana, de tal manera que si una flaquea la otra se derrumba; si una se debilita, la otra languidece por entero.
»”Como el pájaro ha sido hecho para cantar, así el hombre ha sido hecho para amar, alabar y adorar”. Esa debería ser nuestra verdadera ascesis, es decir, nuestra pasión de cada día: alabar y alabar al Señor. A ella deberíamos dedicar todo nuestro tiempo, todas nuestras fuerzas y energías; ella debería ser el deseo y el ansia suprema de nuestra vida. La gratuidad, por tanto, nos lleva a ser una pura alabanza de su gloria, es decir, a vivir en alabanza. Ese es el rasgo que me gustaría poner en evidencia, en los que viven la gratuidad.
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