Os confieso mi desconcierto.
Cuando pienso en la Virgen María (ese sueño increíble soñado por el
Señor) y luego veo en la televisión las lágrimas de las madres
palestinas, o descubro en las revistas misioneras las caras famélicas de las mujeres de la Amazonia, o me
entero por algunos implacables reportajes de la situación infrahumana de
las jóvenes de Bangladesh, me pregunto si la historia de María tendrá
algo que compartir con estás infelices criaturas.
Y cuando encuentro por la calle a «una de ésas» a las que la miseria,
más que el descarrío, ha empujado a venderse para sobrevivir, me
pregunto si María seguiría su camino adelante, como hago yo con
prudencia impertérrita.
Me resulta, en cualquier caso, muy difícil imaginar qué palabras, parándose, oirían de sus labios.
Del mismo modo, cada vez que oigo la pena de tantas mujeres violentadas
por sus maridos, mantenidas secuestradas por sus padres, o confiscados
sus derechos más
elementales por las prevaricaciones del varón, a duras penas consigo
suponer qué relación puede haber entre María y estas criaturas, cuya
mansedumbre parece a menudo dulzura pero es resignación, se expresa como
condescendencia pero es envilecimiento, deja escapar atisbos de sonrisa
pero esconde la melancolía de las lágrimas.
Y también cuando pienso en ciertas mujeres aparentemente emancipadas se
me plantea insistentemente el problema de su confrontación con María.
¿No ocurrirá que la chica de cabaret, como la soprano de la Scala de
Milán, invocan su nombre antes de exhibirse en el escenario? ¿O que las
fotomodelos de revistas para adultos y las campeonas del patín adviertan
su fascinación sobrehumana? ¿O que la violinista de la Filarmónica de
Filadelfia y «l’entraineuse» de un local nocturno de clase alta perciban
su dimensión espiritual? ¿Qué piensan de ella las «hostess» de los
«boeing» intercontinentales o las bailarinas del Bolsoi? Aparte la
cadena de plata con medalla de la Virgen que llevan al cuello, ¿qué
reacciones suscita el nombre de María en las atletas de fama mundial, en
las presentadoras de televisión o en las elegantes protagonistas de los
salones literarios?
¿Sirve sólo María, como punto de referencia, para las monjas de
clausura o para las jóvenes de casa e iglesia, o es la aspiración
profunda de toda mujer que quiera vivir en plenitud su feminidad? ¿La miran las mujeres de la tierra con ternura
porque en su vida terrena resumió los misterios dolorosos de todos sus
sometimientos? ¿O es por ser el símbolo elocuente de quien experimenta
los misterios gozosos del éxodo de los «lagos amargos» de la antigua
condición servil? ¿O tal vez por ser la imagen que sintetiza los
misterios gloriosos de la definitiva liberación de la mujer de todas las
esclavitudes que, a lo largo de la historia, han desfigurado su
dignidad?
Son preguntas, quizá un poco insensatas, a las que no sé dar una respuesta, pero por las que sí sé elevar una oración.
Santa María, mujer verdadera, icono del mundo femenino
humillado en la tierra de Egipto, sometida a las crueldades de los
faraones de todos los tiempos, condenada a quemarse el rostro ante los
pucheros de cebollas y a cocer los ladrillos para la ciudad de los
prepotentes, te imploramos por todas las mujeres de la tierra.
Desde cuando en el Calvario te traspasaron el alma, no hay
llanto que te resulte extraño, no hay soledad de viuda que no hayas
experimentado, no hay envilecimiento de mujer cuya humillación no
sientas.
Si los soldados despojaron de sus vestidos a Jesús, el dolor te
despojó a ti de tus adjetivos prestigiosos. Y apareciste simplemente
mujer, hasta el punto de que tu unigénito moribundo no supo llamarte con
otro nombre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo».
Tú que permaneciste de pie junto a la cruz, estatua viviente de
la libertad, haz que todas las mujeres, inspirándose en tu orgullo
femenino, bajo el diluvio de los sufrimientos de toda clase, a lo más
inclinen la cabeza, pero que nunca se dobleguen.
Santa María, mujer verdadera, icono del mundo femenino que
emprendió finalmente los caminos del éxodo, haz que las mujeres, en esta
fatigosa trashumancia que es casi la de una era antropológica a otra,
no se extravíen como los hebreos «en el mar de los juncos». Que sepan,
en cambio, encontrar los senderos que llevan lejos de las hegemonías de
los nuevos filisteos.
Y para que tu imagen de mujer verdaderamente conseguida pueda
resplandecer para todas, como la nube luminosa en el desierto, ayuda
también a tu Iglesia a liberarse de las tercas desinencias de lo
masculino con las que a veces ha declinado tu propia figura.
Santa María, mujer verdadera, icono del mundo femenino
llegado finalmente a la Tierra Prometida, ayúdanos a leer la historia y a
interpretar la vida, después de tanto masculinismo imperante, con las
categorías tiernas y fuertes de la feminidad.
En un mundo tan embotado como el nuestro, caracterizado por el
predominio del razonamiento sobre la intuición, del cálculo sobre la
creatividad, del poder sobre la ternura, de la fuerza de los músculos
sobre la persuasión suave de la mirada, tú eres la imagen no sólo de la
mujer nueva, sino de la nueva humanidad, preservada de los espejismos de
las falsas liberaciones.
Ayúdanos, al menos, a dar gracias a Dios, que si se sirve del
hombre para humanizar la tierra sin mucho éxito, para humanizar al
hombre quiere servirse de la mujer, seguro de que esta vez no fallará.
mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño