María, mujer del silencio

Entre los innumerables apelativos marianos, de los que no sabes qué
admirar más, si la fantasía de los poetas o la ternura de la piedad
popular, he encontrado uno fascinante: María, catedral del silencio.


Difícil es hoy experimentar el silencio en las catedrales de las
metrópolis, pero si alguien entra en ellas llevado por el deseo de orar,
dará siempre con un rincón adecuado. Sentado o de pie, bastará que
levante los ojos del suelo y encontrará el silencio escondido allá
arriba, en las penumbras de los arcos y en los cruces de las aristas. Y
más arriba aún. Porque si se deja seducir por la altura de las bóvedas,
él también, como el poeta del Infinito, imaginará «espacios
interminables por encima de ella, silencios sobrehumanos, quietud
profundísima…».


María es, justamente, como una catedral gótica que guarda el
silencio. Celosamente. Ni siquiera cuando habla lo rompe. Al igual que
el silencio del templo que, allá arriba, juega con las luces de colores de las vidrieras, con los adornos de los
chapiteles y las curvas del ábside, y lo destaca, más que romperlo, el
gemido del órgano o las misteriosas cadencias del canto gregoriano que
suben desde abajo.


¿Por qué María es catedral del silencio?


En primer lugar, porque es una mujer de pocas palabras. En el
evangelio habla apenas cuatro veces: en el anuncio del ángel, cuando
canta el Magníficat, al encontrar a Jesús en el templo y en Cana de
Galilea. Después, tras recomendar a los sirvientes de la boda que
escuchen la única palabra que cuenta, ella se calla para siempre.


Pero su silencio no es sólo ausencia de voces. No es el vacío.
Tampoco el resultado de una peculiar ascética de la sobriedad. Es, por
el contrario, la envoltura teológica de una presencia. El recipiente de
una plenitud. El regazo que guarda la Palabra.


Uno de los últimos versículos de la carta a los Romanos nos da la
clave interpretativa del silencio de María. Habla de Jesucristo como
«revelación del misterio mantenido en secreto desde tiempo eterno».
Cristo, misterio mantenido en secreto. Literalmente, envuelto en el
silencio. Con otras palabras: el Verbo de Dios en el seno de la
eternidad estaba fajado por el silencio. Al entrar en el seno de la
historia, no cabía usar otra envoltura. Y María se la ofreció con su
persona.


Se convirtió así en la prolongación terrena del silencio arcano del cielo.

Y fue constituida en símbolo de quien quiera mantener secretos de amor.

Y para todos nosotros, devastados por el ruido, se nos quedó como
cofrecito silencioso de la Palabra: «Guardaba todas estas cosas en su
corazón».


Santa María, mujer del silencio, llévanos de nuevo a las
fuentes de la paz. Líbranos del asedio de las palabras. De las nuestras,
en primer lugar. Y también de las de los demás. Hijos del rumor,
pensamos que enmascaramos la inseguridad que nos atormenta
abandonándonos a nuestra palabrería interminable. Haznos comprender que
sólo cuando nos callemos nosotros podrá Dios hablar. Coinquilinos del
ruido, nos hemos convencido de que podemos exorcizar el miedo elevando
el volumen de nuestros transistores.


Haznos, pues, entender que Dios se comunica con el hombre
sólo en las arenas del desierto y que su voz no tiene nada que compartir
con los decibelios de nuestras bullas. Explícanos el sentido profundo
de aquel texto del libro de la Sabiduría, que en otro tiempo se leía en
Navidad y nos dejaba maravillados: «Mientras un profundo silencio
envolvía todas las cosas y la noche estaba en la mitad de su curso, tu
Palabra omnipotente bajó desde el cielo, desde tu trono real, a la
tierra…». Concédenos el estupor encantado del primer belén y despierta
en nuestro corazón la nostalgia de aquella «noche callada».


Santa María, mujer del silencio, cuéntanos tus citas con Dios.


¿En qué lugares te recluías las tardes de primavera, lejos
del alboroto de Nazaret, para oír su voz? ¿En qué hendiduras de los
peñascos te escondías, en tu adolescencia, para que tu encuentro con él
no fuera profanado por la violencia de los ruidos humanos? ¿En qué
azoteas de Galilea, bañadas por el plenilunio, nutrías tus veladas de
salmodias nocturnas, mientras el croar de las ranas, en el llanura del
olivar, era la única columna sonora a tus pensamientos de castidad? ¿Qué
diálogos mantenías ten la fuente de la aldea con tus compañeras de
juventud? ¿Qué transmitías a José cuando en el crepúsculo, cogiéndote de
la mano, salía contigo hacia las laderas del Esdrelón o te llevaba al
lago de Tiberíades en los días de sol? ¿Le confiaste con palabras o con
lágrimas de felicidad el misterio que llevabas en tu seno? Además del
Shemáh Israel y de la monotonía de la lluvia en los canalones, ¿qué
otros rumores se oían en el taller del carpintero las tardes de
invierno? Además del cofrecito del corazón, ¿tenías un registro secreto
al que confiabas las palabras de Jesús? ¿Qué os dijisteis durante
treinta años alrededor de una mesa de pobre gente?


Santa María, mujer del silencio, admítenos a tu escuela.


Aléjanos de la feria de los ruidos entre los que corremos el
riesgo de aturdimos hasta límites de disociación. Líbranos del morbo de
las noticias que nos hacen sordos a la «buena noticia»: Haznos
operadores de una ecología acústica que nos devuelva el gusto de la
contemplación, incluso en medio de la batahola de la metrópoli.;
Convéncenos de que sólo en el silencio maduran las cosas grandes de la
vida: la conversión, el amor, el sacrificio, la muerte.


Madre dulcísima, queremos pedirte una última cosa.


Tú que experimentaste, como Cristo en la cruz, el silencio de
Dios, no te alejes de nuestro lado en la hora de la prueba. Cuando
también el sol se eclipsa para nosotros, cuando el cielo no responde a
nuestro grito, cuando la tierra suena vacía bajo los pasos y el miedo
del abandono nos hace correr el riesgo de la desesperación, quédate a
nuestro lado.


En ese momento, no dudes en romper tu silencio para decirnos
palabras de amor. Así sentiremos en nuestra piel el estremecimiento de
la Pascua.

Antes de que se consume nuestra agonía.


mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta

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Foto: Miguel Castaño