María, mujer de los días de trabajo

María, mujer de servicio


Puede parecer irreverente. Y hasta habrá alguien que quiera ver
barruntos de sacrilegio. No sabría exactamente si por la impresión de
que un apelativo tan pobre se aplique a la Reina de los ángeles y de los
santos, o por la escasa categoría que se concede a las personas que se
ganan el pan trabajando en casa de otros.

A decir verdad, también la moda actual de ver las cosas ha percibido
algo vil en el lenguaje antiguo. En lugar de hablar de esclava, de
sierva o de persona de servicio, el vocabulario deja de lado palabras
como sirvienta o camarera y adopta otras como chica «au pair» y hasta
«colt», que al fin y al cabo no es más que una sigla formada con las
iniciales de «colaboradora familiar».


Sin embargo, fue María quien eligió para ella ese apelativo.


Por dos veces se autodefine así en el evangelio de Lucas. La primera
vez cuando, al responder al ángel, le ofrece su tarjeta de visita: «Yo
soy la esclava del Señor».

La segunda cuando afirma en el Magníficat que Dios «ha visto la humildad
de su esclava». Mujer de servicio, por consiguiente. A título pleno.

Un título que lleva incorporado por derecho de nacimiento y del que
parece orgullosa como de un antiguo blasón de nobleza. ¿Estaba o no
estaba, si es que no era descendiente como José, emparentada, al menos,
con la «casa de David su siervo»?

Un título que, por una especie de simetría refleja, le permite reconocer
una cualificación profesional igual en el viejo Simeón y la induce a
dejar al niño en sus brazos de «siervo», quien puede por fin morir en
paz.

Un título que, durante el banquete de Cana, dado que entre colegas uno
se entiende mejor, la autoriza a dirigirse «a los criados» con unas
palabras que, siendo para nosotros una consigna, parecen una invitación
para ir a inscribirnos todos en el mismo sindicato: «Haced lo que él os
diga».

Un título, en conclusión, que legitimaría la petición de las competentes
organizaciones de tener a María como protectora de quienes, aunque con
ocupaciones diferentes, de la institutriz a la «baby-sitter», de la
«nurse» a la sirvienta,

con uniforme o sin él, hacen su servicio a las órdenes de una familia.


Y sin embargo, ese apelativo tan autorreferido no encuentra eco en las letanías lauretanas.

Quizá porque en la Iglesia misma, a pesar de tanta palabra, la idea del
servicio evoca espectros de sometimiento, alude a carencia de dignidad e
implica escaso rango, poco compatible todo ello con el prestigio de
Madre de Dios.

Y esto nos hace sospechar que hasta la diaconía de la Virgen se ha
quedado en un concepto ornamental que inunda nuestros suspiros, pero no
en un principio operativo que da nervio a nuestra existencia.


Santa María, esclava del Señor, que te entregaste en cuerpo y
alma a él e ingresaste en su linaje como colaboradora familiar de su
obra de salvación, verdadera mujer de servicio a quien la gracia
introdujo en la intimidad trinitaria y se convirtió en cofre de las
confidencias divinas, servidora del reino, que interpretaste el servicio
no como reducción de libertad, sino como pertenencia irreversible a la
estirpe de Dios, te pedimos que nos admitas en la escuela del diaconado
permanente del que fuiste maestra incomparable.

 
Nosotros, al contrario que tú, a duras penas nos ponemos a
disposición de Dios y dudamos en comprender que sólo la entrega
incondicional a su soberanía nos puede facilitar el alfabeto primordial
para la lectura de cualquier otro servicio humano. El abandono en las
manos del Señor nos parece un juego de azar. Nuestro sometimiento a él,
en lugar de colocarlo en el cuadro de una alianza bilateral, lo sentimos
como una variante de la esclavitud. Somos celosos de nuestra autonomía.
Y la afirmación solemne de que «servir a Dios es reinar» ya no nos
convence mucho.


Santa María, servidora de la Palabra hasta el punto de que,
además de escucharla y guardarla, la acogiste encarnada en Cristo,
ayúdanos a poner a Jesús en el centro de nuestra vida. Haz que
experimentemos sus sugerencias íntimas.

 
Échanos una mano para que sepamos ser profundamente fieles.
Danos la felicidad de los siervos a los que, cuando vuelve el amo en lo
más profundo de la noche, encuentra todavía despiertos y a quienes él
mismo, después de ponerse los vestidos, lleva a la mesa y los sirve.

 
Haz que el evangelio se convierta en norma inspiradora de
nuestra opción de cada día. No nos dejes caer en la tentación de aplicar
descuentos en sus exigentes peticiones. Haznos capaces de obediencia
gozosa. Y pon alas a nuestros pies para que podamos rendir a la Palabra
el servicio misionero del anuncio hasta los extremos confines de la
tierra.


Santa María, servidora del mundo, que inmediatamente después
de declararte esclava de Dios corriste a convertirte en esclava de
Isabel, haz que nuestros pasos sean presurosos como los tuyos cuando te
dirigiste a una ciudad de Judá, símbolo de ese mundo ante el que la
Iglesia está llamada a ponerse el delantal. Restituye las cadencias de
gratuidad a nuestro servicio contaminado, tan a menudo, por las escorias
del servilismo. Y haz que las sombras del poder no se alarguen nunca
sobre nuestros ofertorios.

 
Tú que experimentaste las tribulaciones de los pobres, ayúdanos a
poner a su disposición nuestra vida con los gestos discretos del
silencio y no con los carteles publicitarios del protagonismo. Haznos
conscientes de que bajo los aparentes harapos de los cansados y
oprimidos se esconde el Rey. Abre nuestro corazón a los sufrimientos de
los hermanos.

Y para que podamos estar preparados a intuir sus
necesidades, danos ojos hinchados de ternura y de

esperanza. Los ojos que tú tuviste aquel día en Cana de Galilea.


mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta

pastoralsantiago.es

Foto: Miguel Castaño