María, mujer de la primera mirada

Sí, fue ella la primera en contemplar el cuerpo desnudo de Dios.


Y lo cubrió inmediatamente con su mirada. Antes, incluso, de cubrirlo con los pañales.


O mejor, lo cubrió, en seguida, con los pañales, como queriendo
comprimir la luz de aquel cuerpo y no sentirse cegada por él. Allí
estaba el esperado por las gentes al que lamían los ojos de María, como
cordero tembloroso levemente acariciado por la lengua materna.


Los patriarcas habían espiado su llegada desde siglos remotos. Pero
ni arrugando sus cejas encanecidas tuvieron la alegría de verlo. Los
profetas, con vaticinios desbordantes de misterio, habían diseñado su
rostro. Pero sus ojos se cerraron sin poder verle de cerca. Los pobres
habían sentido mil sobresaltos cuando llegaban los ecos de las noticias.
Pero tuvieron que contentarse siempre con seguirlo en sus sueños. En
las noches de invierno, los pastores, junto al fuego crepitante,
hablaban de aquel que vendría. Y sus ojos, mientras jugaban a mantener
por más tiempo la llama de los sarmientos, brillaban de fiebre.


En las tardes de primavera, densas de presagios, los padres señalaban
a los hijos las estrellas del firmamento y les mecían con las cadencias
de antiguas elegías.


Luego, cerraban los párpados, cansados también ellos de escrutar.


Las muchachas hebreas, perfumadas de geranios y deseos, se contaban
confidencialmente ingenuos presentimientos de arcanas maternidades. Pero
en el parpadeo de sus pupilas brillaba pronto la melancolía de quien
nunca será escuchado.


Ojos de ancianos y de niños. Ojos de oprimidos y de inmigrantes. Ojos
de dolientes y de soñadores. ¡Cuántos ojos dirigidos hacia él!
Anhelantes por ver su rostro. Desilusionados por retrasos imprevistos.
Cansados por largas vigilias. Flameantes por esperanzas imprevistas.
Escondidos bajo la tierra para siempre después de la última invocación
anhelante: «¡Muéstranos tu rostro !».


Aquí lo tenemos por fin, es el Emmanuel, bañado con las lágrimas de
quien le da a luz, lágrimas que brillan como gemas cuando se levanta la
antorcha.


Los ojos de María tiemblan de amor sobre el cuerpo de Jesús. En lo
más profundo de ella vuelve a encenderse una lista interminable de
miradas frustradas del pasado.


En sus pupilas se concentra el temblor de expectativas seculares. Y
en su iris se encienden de improviso fuegos escondidos bajo las cenizas
del tiempo.


María se convierte, así, en la mujer de la primera mirada.


Sólo una criatura como ella podía dar dignamente la bienvenida a la
tierra al hijo de Dios, acariciándolo con ojos transparentes de
santidad. Después de ella, muchos otros tendrán el privilegio de verle.
Le verá José. Le verán los pastores. Más tarde le verá Simeón, que
morirá en paz porque sus ojos han podido contemplar la salvación de
Dios…


Pero la primera en fajarlo con la tibia trama de su mirada, en una
noche perfumada de musgo y de establo, para que el heno no le lastimara y
el frío no le helara, fue ella.


Mujer de la primera mirada: es decir, elegida desde los siglos
eternos para ser, después de un bosque de expectativas, orilla limpísima
bañada por el río de la gracia.



Santa María, mujer de la primera mirada, concédenos  la
gracia del asombro. El mundo nos ha robado la capacidad de admirarnos.
No hay arrebato en los ojos. Estamos cansados de aguzar la vista porque
no esperamos ninguna llegada. El alma está árida como la tierra de un
torrente sin agua. Las laderas profundas de la maravilla se han secado.
Víctimas del aburrimiento, vivimos una vida árida de éxtasis.


Desfilan bajo nuestros ojos sólo cosas ya vistas, como
secuencias de un filme repetidas muchas veces. No percibimos el instante
en que el primer racimo de uvas negrea entre los pámpanos. Vivimos
estaciones sin primicias de vendimias. Hasta hemos llegado a saber qué
sabor tienen todos los frutos bajo su corteza.


Tú que probaste las sorpresas de Dios, devuélvenos, te
suplicamos, el gusto de las experiencias que salvan y no permitas que se
nos apague el gozo de los encuentros decisivos que tienen el sabor de
la «primera vez».


Santa María, mujer de la primera mirada, danos la gracia de la ternura.


Tus ojos vistieron de amor al Hijo de Dios. Los nuestros, en
cambio, despojan con ansiedad a los hijos del hombre. Al primer contacto
de tus pupilas con la fuente de la luz, se iluminaron las miradas de
las generaciones pasadas.


En cambio, cuando abrimos de par en par nuestras órbitas,
contaminamos incluso las cosas más santas y apagamos las miradas de las
generaciones futuras.


Tú que llevaste siempre en los ojos incontaminados los
reflejos de la transparencia de Dios, ayúdanos a experimentar toda la
verdad de estas palabras de Jesús: «La lámpara del cuerpo es el ojo; así pues, si tu ojo es claro, todo tu cuerpo será luminoso».


Santa María, mujer de la primera mirada, gracias porque, inclinada sobre aquel niño, nos representas a todos.


Tú eres la primera criatura que contempló la carne de Dios
hecho hombre, y nosotros queremos asomarnos a la ventana de tus ojos
para disfrutar contigo de esta primicia. Pero eres, también, la primera
criatura de la tierra, a la que vio Dios con sus ojos de carne, y
nosotros queremos agarrarnos a tus vestidos para compartir contigo este
privilegio.


Gracias, incomparable amiga de nuestras navidades. Esperanza
de nuestras soledades.  Alivio de nuestros belenes helados, sin coros de
ángeles y sin tropel de pastores.


Perdónanos si nuestras miradas se fijan en otras cosas.


Si perseguimos otros rostros. Si corremos detrás de otros semblantes. 


Tú sabes que en el fondo del alma permanece la nostalgia de
aquella mirada. Más aún, de aquellas miradas: de la tuya y de la suya.


Por eso, dirige tu mirada también hacia nosotros, madre de
misericordia. Especialmente cuando sentimos que sólo nos quedas tú para
querernos bien, sólo tú.


mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta

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Foto: Miguel Castaño