Liszt, músico genial, amigo de Wagner y del Papa, rodeado de amantes y elogios, murió unido a Dios

Franz Liszt (1811-1886) es, con Anton Bruckner (1824-1896),
el más católico de los compositores del Romanticismo decimonónico.
Desde su infancia, marcada por un cuerpo débil y su incipiente
virtuosismo como pianista, dio indicios de una temprana vocación religiosa, que solamente se materializará hacia el final de sus días, porque la vida mundana, estimulada por su condición de mujeriego,
virtuoso y director de orquesta, cuyas giras de conciertos van a
abarcar a casi toda Europa, lo va a absorber por un buen tiempo.

Pero nunca perderá su fe, es más, la va a expresar cada vez más profundamente en una obra de muy rica interioridad espiritual,
de unos alcances que sólo llegarán a ser conocidos por la posteridad.
Puede decirse que  apenas en las últimas décadas se ha podido llegar a
tener una idea bien definida de la magnitud de su obra y,
particularmente, de la religiosidad que comporta. Siempre, después de su
muerte y hasta hoy, ha habido campo en los programas de los conciertos y
recitales para obras de Liszt. Pero un buen número de ellas
permanecieron y permanecen  ignoradas, en el ostracismo.

Le recibían de rodillas 

Una razón primordial de ese ostracismo estriba en la voluntad del propio
compositor. Se ocupó tanto de difundir la obra de otros compositores,
de apoyarlos con todo fervor, especialmente a Richard Wagner (1813-1883), con quien lo unió una muy entrañable amistad, que quizá subestimó el valor de su propia producción. Otra razón es que fue un pedagogo insigne, dejó una huella indeleble en la formación de otros pianistas y compositores.

Fue el primer virtuoso del piano (después de la saga de Niccolò Paganini
[1782-1840] como violinista, a quien incluso superó en popularidad) que
tuvo una resonancia masiva. Multitudes lo acompañaron y vitorearon. Uno
de sus biógrafos cuenta que, al llegar a una de tantas ciudades
visitadas en sus giras, algunos  parroquianos lo recibieron de rodillas.
Este mismo cuenta cómo había mujeres que se exhibían desnudas en los
balcones de las habitaciones de hoteles donde Liszt pernoctaba y las
recibía; era un orgullo para ellas haber estado con el afamado pianista.

Dos amantes 

Esa mundanidad cobró aliento gracias a la relación que Liszt tuvo con su primera amante, la condesa Marie D’ Agoult. Tuvieron tres hijos, Blandina, Daniel y Cósima. Los dos primeros murieron jóvenes, sólo Cósima, la futura segunda esposa de Wagner, los sobrevivió. Liszt recibió también por entonces la influencia del abate Felicité de Lamennais,
a quien la Iglesia prohibió a fin de cuentas actuar como tal y fue
condenado a prisión por su actividad en pro de un supuesto paraíso en la
tierra, una revolución de origen cristiano, pero a la larga demasiado
laicista.

Liszt se separó de la condesa y en Weimar, como director musical de la corte,  convivió con Carolina de Sayn-Wittgenstein, noble polaca.
Los dos se hicieron cada vez más fervientes católicos, a pesar de que
ella era una mujer casada, no con el compositor. Su matrimonio fracasó
por diversos motivos. Los dos se dirigieron a la Santa Sede, solicitando inútilmente por un buen tiempo la anulación de ese matrimonio,
para proceder religiosamente al muy anhelado entre ellos. La larga
espera hizo que Carolina, mujer inteligente, de una gran perspicacia y
sensibilidad a toda prueba –amaba la música y creía más en Liszt como
compositor que como virtuoso- meditara a fondo sobre la necesidad de que
en determinados casos, y así era el suyo, se agilizara el proceso de
las anulaciones, decisión que, como sabemos, ya adoptó el Papa
Francisco. Escribió un extenso memorial en ese sentido, aunado a otras
reflexiones sobre la Iglesia, en general, y lo envió al Vaticano.

Cuando falleció el marido de Carolina, cuando todo estaba dado para su
matrimonio con Liszt, cuando el ferviente anhelo  se hizo casi realidad,
las circunstancias empezaron a cambiar. Liszt estaba cada vez más arrobado por su religiosidad, más consagrado a su obra y su pedagogía. Pasaba temporadas en Roma,  en el convento de Santa Francisca Romana; se hizo buen amigo del Papa Nono, hoy beato, con quien sostuvo largas conversaciones. Le dedicó el Himno del Papa.

El Himno del Papa de Liszt, interpretado en 2011 por el pianista polaco Tomasz Kamieniak en un festival de verano en Eslovaquia.

Alternaba la permanencia en la Ciudad Eterna con nuevas estadías en
Weimar y Budapest; aunque era húngaro por origen familiar, no hablaba el
idioma, pues había nacido en un territorio del imperio de los
Habsburgo  en que se hablaba alemán. Amaba su patria, le dedicó
composiciones importantes, entre ellas la Misa Húngara de la Coronación, que se interpreta solemnemente  con frecuencia en la celebración litúrgica del 15 de agosto, día del fallecimiento de San Esteban, el primer rey de Hungría,
que se hizo bautizar, la cual tiene lugar en la vieja catedral
restaurada de Buda, la ciudad vieja de Budapest. Se conmemora entonces
el nacimiento como tal del Estado húngaro, celebración que ni el
comunismo pudo acallar.

Liszt, como Sören Kierkegaard a su prometida Regina, terminó renunciando a la unión conyugal con Carolina. Se mostró inflexible en su oposición al divorcio de Cósima con su primer marido, Hans von Bülow,
su pupilo y el de Wagner, con quien ella se unió en segundas nupcias.
Por esa razón, Cósima no tratará luego a su padre de la mejor manera. El
compositor optó por hacer los primeros votos en la Orden Franciscana; desde entonces fue el padre Liszt; vistió la sotana hasta su muerte.

Leslie Howard: una vida consagrada a Liszt

En 1999, el pianista Leslie Howard acaba la primera
grabación mundial en serie de discos unitarios de la obra pianística
completa de Liszt. Son noventa y nueve discos compactos (Hyperion; edición completa de 2011),
ciento veinte horas de música,  récord Guinness por horas de
permanencia en un estudio de grabación y cantidad de material grabado.

Howard ha dedicado una parte considerable de su vida a investigar sobre la obra de Liszt;
por primera vez salen a relucir primeras, segundas y hasta terceras
versiones de varias obras, así como se dan a conocer algunas por primera
vez.

Una nota, en medio de tantas notas,  es sobresaliente: la cantidad y calidad de las composiciones religiosas; Ave María (varias y distintas versiones), Ave Maris Stella, Rosario, Magnificat (Liszt es un compositor muy mariano),  San Francisco, Excelsior!, las célebres Armonías poéticas y religiosas, Árbol de Navidad, y otras tantas. Nadie le impuso al compositor la autoría de la mayor parte de esas obras. Las compuso con toda libertad, por propia iniciativa.
Se sabía ya que tenía obras pianísticas de carácter religioso, que
habían sido interpretadas ya por grandes pianistas, pero Howard revela
hasta qué punto lo son y cómo eran algunas, incluso para los lisztómanos
más apasionados, ilustres desconocidas.

Howard, que se ha convertido así en la mayor autoridad del mundo en la
materia de la obra para piano del compositor húngaro (también conoce muy
bien su obra orquestal y vocal), ha escrito: “La mayor parte de las
grabaciones se efectuó en iglesias (por lo demás, de excelente
acústica), lo que me proporcionó siempre un placer muy particular,
porque muchas de las obras de Liszt están estrechamente ligadas a su fe”.
 

Howard, al igual que otros melómanos, cree que la obra magna de Liszt es el oratorio Cristo, muy raramente interpretado,
pues requiere para ello de un suntuoso aparato vocal e instrumental. 
Una obra de fe radiante y majestuosa que el compositor dividió en tres
partes, Navidad, Después de la Epifanía, y Pasión y Resurrección.

Un oratorio que rivaliza seriamente con las Pasiones de Johann Sebastian Bach, el Mesías y demás oratorios de Georg Friedrich Händel y Joseph Haydn, también ferviente católico. Una obra de ternura y arrobamiento místico, una auténtica profesión de fe.

Liszt resumió así la historia de su oratorio: “El plan se remonta tan lejos como a los comienzos de la década del cincuenta.  Junto con Wagner hablamos al respecto con gran detalle en 1853,
en Zurich. Realmente, comencé a trabajar en mi idea en 1864 en Santa
Francisca Romana y el Monte Mario, pero tuve grandes dificultades al
tratar de avanzar en ella.  En 1866, sin embargo, la composición fue
completada”.

Un esfuerzo que valió la pena. Lástima que sus resultados sean tan poco conocidos hasta el momento.

Aclamado y solo, pero en compañía de Dios 

Liszt, hombre de vastísima cultura, tomaba muy a pecho la calidad de su
obra, pero, luego de haber experimentado hasta la saciedad el orgullo de
ser admirado por multitudes, supo valorar inmensamente la vida interior y contemplativa.
Hombre de intensa oración –ante un altar doméstico que tenía en Weimar,
por ejemplo, le pidió a Dios que lo iluminara para saber si debía
dirigir o no el estreno del Lohengrin de Wagner, a quien
acababa de conocer-, experimentó vivamente lo que es la soledad en la
única compañía de Dios. La soledad de la contemplación sanjuanista (San Juan de la Cruz) puede llegar a ser la auténtica medida de la fe, según Kierkegaard.

Howard dice: “Fue un hombre que pasó una gran parte de su vida rodeado
de numerosos acólitos,  pero que se volvió a encontrar de nuevo sin el menor amigo próximo en su vida”. De nuevo porque en su infancia no tuvo prácticamente amigos. Tal vez todo quede bien resumido en el título de una de sus Armonías poéticas y religiosas, tomado de un poema de Lamartine: La bendición de Dios en la soledad. Y, como buen creyente, muy seguramente se veía a sí mismo como un siervo inútil del Todopoderoso.

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