«La cruz contiene un mensaje para los que se sienten tranquilos en su papel de ‘vencedores’»

Francisco
presidió este Viernes Santo la celebración de la Pasión del Señor en la
basílica de San Pedro, un acto que comenzó con el siempre impresionante
momento de ver al Papa postrado en oración ante el altar, en silencio. Seguidamente se proclamaron las lecturas y tres sacerdotes leyeron la Pasión según San Juan, a cuya finalización el padre Raniero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontificia, predicó a los presentes sobre Cristo
como “el despreciado y rechazado por los hombres”. Los oficios
concluyeron con las preces, la procesión y adoración de la Santa Cruz por el Papa, los cardenales y obispos presentes y otros fieles, y la comunión.


Cristo es “el prototipo y el representante de todos los rechazados, los desheredados y los «descartados»
de la tierra, aquellos ante los cuales se gira el rostro hacia otra
parte para no ver”, empezó diciendo Cantalamessa. Lo fue no solo en la
Pasión, sino “en toda su vida”, desde su nacimiento en el establo, su
pobreza familiar y su carencia de cobijo durante su vida pública (“un
sintecho”).



Esa representación se acentúa en la Pasión. El fraile capuchino mencionó al escritor italiano Primo Levi,
superviviente de Auschwitz (era judío y fue capturado cuando formaba
parte de un grupo de partisanos comunistas) para afirmar que la imagen
de Jesús tras la flagelación, coronado de espinas y con una vara en las
manos, objeto de golpes, insultos y burlas, le convierte “en el emblema
de toda esta humanidad «humillada y ofendida». Vendrían ganas de
exclamar: «Despreciados, rechazados, parias de toda la tierra: ¡el
hombre más grande de toda la historia ha sido uno de vosotros! A
cualquier pueblo, raza o religión que pertenezcáis, tenéis el derecho de
reclamarlo como vuestro»”.



También citó al teólogo protestante Howard Thurman (considerado el maestro de Martin Luther King), quien en su libro de 1949 Jesús y los desheredados explicó
“lo que representó la figura de Jesús para los esclavos”: “En la
privación de todo derecho y en la abyección más total, las palabras del
Evangelio que repetía el ministro de culto negro, en la única reunión
que se les consentía, daban nuevamente a los esclavos el sentido de su dignidad de hijos de Dios“. De
ahí el sentido religioso de los espirituales negros, a los que hizo
mención el padre Cantalamessa, quien citó la célebre estrofa Nobody knows the trouble I have seen. Nobody knows, but Jesus [Nadie sabe el dolor que he experimentado; nadie, excepto Jesús].

Pero, continuó Cantalamessa, “este no es el único significado de la pasión y muerte de Cristo y ni siquiera el más importante. El significado más profundo no es el social, sino el espiritual y místico. Aquella muerte redimió al mundo del pecado, llevó el amor de Dios al punto más lejano y más oscuro en el que la humanidad se había metido”.



Porque “si Jesús solo tuviera esto que decir a los desheredados del
mundo, no sería más que uno entre ellos, un ejemplo de dignidad en la
desventura y nada más. Más aún, sería una prueba ulterior a cargo de
Dios que permite todo esto”. Pero “el Evangelio no se detiene
aquí; dice también otra cosa, ¡dice que el Crucificado ha resucitado! En
él se produjo un vuelco total de las partes: el vencido se ha
convertido en vencedor, el juzgado se ha convertido en el juez… La
última palabra no ha sido y no será nunca la de la injusticia y la
opresión. Jesús no ha devuelto sólo una dignidad a los desheredados del
mundo; ¡les ha dado una esperanza!”



Por eso, la Muerte y Resurrección de Cristo, que -recordó- en los
primeros tiempos de la Iglesia se celebraban el mismo  día, son “la
fiesta del vuelco obrado por Dios y realizado en Cristo; es el
comienzo y la promesa del único cambio pleno totalmente justo e
irreversible en la suerte de la humanidad. ¡Pobres, excluidos,
pertenecientes a distintas formas de esclavitud todavía en curso en
nuestra sociedad: la Pascua es vuestra fiesta!”.



El mensaje de la Cruz no es solo para los descartados: “La cruz contiene también un
mensaje para aquellos que están en la otra orilla: para los poderosos,
los fuertes, los que se sienten tranquilos en su papel de «vencedores»
.
Y es un mensaje, como siempre, de amor y de salvación, no de
odio o venganza. Les recuerda que al final están vinculados al mismo
destino de todos; que débiles y poderosos, inermes y tiranos, todos
están sometidos a la misma ley y a los mismos límites humanos. La
muerte, como la espada de Damocles, pende sobre la cabeza de cada
uno, colgada de un hilo. Pone en guardia contra el peor mal para el hombre que es la ilusión de la omnipotencia“.


TEXTO ÍNTEGRO DE LA PREDICACIÓN DEL PADRE CANTALAMESSA


«Despreciado y rechazado por los hombres»


Predicación del Viernes Santo 2019 en la Basílica de San Pedro


«Despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores,
acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros,
despreciado y desestimado» (Is 53,3).


Son las palabras proféticas de Isaías con las que se ha iniciado la
liturgia la palabra de hoy. El relato de la pasión que ha seguido ha
dado un nombre y un rostro a este misterioso hombre de dolores,
despreciado y rechazado por los hombres: el nombre y el rostro de Jesús
de Nazaret. Hoy queremos contemplar al Crucificado precisamente en esta
apariencia: como el prototipo y el representante de todos los
rechazados, los desheredados y los «descartados» de la tierra, aquellos
ante los cuales se gira el rostro hacia otra parte para no ver.


Jesús no ha empezado ahora, en la pasión, a serlo. En toda su vida,
él formó parte de ellos. Nació en un establo porque para los suyos «no
había puesto en la posada» (Lc 2,7). Al presentarlo en el templo, los
padres ofrecieron «un par de tórtolas o dos pichones», la ofrenda
prescrita por la ley para los pobres que no podían permitirse el lujo de
ofrecer un cordero (cf. Lev 12,8). Un auténtico certificado de
pobreza en el Israel de entonces. Durante su vida pública, no tiene
«dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20): un sintecho.


Y llegamos a la pasión. En el relato de ella hay un momento en el que
no nos detenemos a menudo, pero que es muy significativo: Jesús en el
pretorio de Pilato (cf. Mc 15,16-20). Los soldados han observado, en la
explanada adyacente, un arbusto de espinos; han cogido un haz y se lo
han presionado sobre la cabeza; sobre la espalda todavía sangrante por
la flagelación, le han colocado un manto como burla; tiene las
manos atadas con una  tosca cuerda; en una le han puesto un haz de varas
y en la otra una caña, símbolos jocosos de su realeza. Es el prototipo
de las personas maniatadas, solas, en manos de soldados y bandidos que
desfogan sobre los pobres desgraciados la rabia y la crueldad que han
acumulado en la vida. ¡Torturado!


«¡Ecce homo!», ¡He aquí el hombre!, exclama Pilato, al presentarlo
poco después al pueblo (Jn 19,5). Palabra que, después de Cristo, puede
ser dicha del grupo sin fin de hombres y mujeres humillados, reducidos a
objetos, privados de toda dignidad humana. «Si esto es un hombre»: el
escritor Primo Levi tituló así el relato de su vida en el campo de
exterminio de Auschwitz. En la cruz, Jesús de Nazaret se convierte en el
emblema de toda esta humanidad «humillada y ofendida». Vendrían ganas
de exclamar: «Despreciados, rechazados, parias de toda la tierra: ¡el
hombre más grande de toda la historia ha sido uno de vosotros! A
cualquier pueblo, raza o religión que pertenezcáis, tenéis el derecho de
reclamarlo como vuestro».


* * *


El escritor y teólogo afro-americano, Howard Thurman —aquel al que
Martin Luther King consideraba su maestro y el inspirador de la lucha no
violenta por los derechos civiles— escribió un libro titulado «Jesus
and the Disinherited»[1], Jesús y los desheredados. En él, hace ver lo
que representó la figura de Jesús para los esclavos del Sur, de los que
él mismo era un descendiente directo. En la privación de todo
derecho y en la abyección más total, las palabras del Evangelio que
repetía el ministro de culto negro, en la única reunión que se les
consentía, daban nuevamente a los esclavos el sentido de su dignidad de
hijos de Dios. 


En este clima nacieron la mayoría de los cantos espirituales negros
que todavía hoy conmueven al mundo[2]. En el momento de la subasta
pública habían vivido el desgarro de ver a las esposas separadas de los
maridos y a los padres respecto de los hijos, vendidos a dueños
diferentes. Es fácil intuir con qué espíritu cantaban bajo el sol o en
el interior de sus cabañas: «Nobody knows the trouble I have seen.
Nobody knows, but Jesus»: Nadie sabe el dolor que
he experimentado; nadie, excepto Jesús».


* * *


Este no es el único significado de la pasión y muerte de Cristo y ni
siquiera el más importante. El significado más profundo no es el social,
sino el espiritual y místico. Aquella muerte redimió al mundo del
pecado, llevó el amor de Dios al punto más lejano y más oscuro en el que
la humanidad se había metido en su huida de él, es decir, en la muerte.
No es, decía, el sentido más importante de la cruz, pero es el que
todos, creyentes y no creyentes, pueden reconocer y acoger. 


Todos, repito, no sólo los creyentes. Si por el hecho de su
encarnación el Hijo de Dios se hizo hombre y se unió a toda la
humanidad, por el modo en que se produjo su encarnación se ha hecho uno
de los pobres y rechazados, ha abrazado su causa. Él mismo se ha
encargado de asegurárnoslo cuando solemnemente afirmó que lo que hicimos
por el hambriento, el desnudo, el preso, el exiliado, se lo hicimos a
él y lo que omitimos hacérselo a ellos no se lo hicimos a Él (cf. Mt 25,
31-46).


Pero no podemos detenernos aquí. Si Jesús solo tuviera esto que decir
a los desheredados del mundo, no sería más que uno entre ellos, un
ejemplo de dignidad en la desventura y nada más. Más aún, sería una
prueba ulterior a cargo de Dios que permite todo esto. Es conocida la
reacción indignada de Iván, el hermano rebelde de los hermanos
Karamazov, de Dostoievski, cuando el hermano menor, Aliosha, le menciona
a Jesús: «¡Ah, se trata del Único sin pecado y de su sangre! No, no me
había olvidado de él: y más aún, me maravillaba, mientras se discutía,
cómo era posible que tardaras tanto en sacarlo contigo, ya que
comúnmente, en los debates, todos los de vuestra parte le ponen a Él
ante que cualquier otra cosa»[3].


Efectivamente, el Evangelio no se detiene aquí; dice también otra
cosa, ¡dice que el Crucificado ha resucitado! En él se produjo un
vuelco total de las partes: el vencido se ha convertido en vencedor, el
juzgado se ha convertido en el juez, «la piedra descartada por los
arquitectos se ha convertido en piedra angular» (cf. Hch 4,11). La
última palabra no ha sido y no será nunca la de la injusticia y la
opresión. Jesús no ha devuelto sólo una dignidad a los desheredados del
mundo; ¡les ha dado una esperanza! 


En los tres primeros siglos de la Iglesia la celebración de la Pascua
no estaba distribuida como ahora, en varios días: Viernes Santo, Sábado
Santo y Domingo de Pascua. Todo estaba concentrado en un solo día. En
la Vigilia pascual se conmemoraba tanto la muerte como la
resurrección. Más concretamente, ni la muerte ni la resurrección se
conmemoraban como hechos distintos y separados; se conmemoraba, más
bien, el tránsito de Cristo de una a otra, de la muerte a la vida. La
palabra «Pascua» (pasech) significa tránsito: paso del pueblo
hebreo de la esclavitud a la libertad, tránsito de Cristo de este mundo
al Padre (cf. Jn 13,1) y tránsito, del pecado a la gracia, de los
creyentes en él.


Es la fiesta del vuelco obrado por Dios y realizado en Cristo; es el
comienzo y la promesa del único cambio pleno totalmente justo e
irreversible en la suerte de la humanidad. ¡Pobres, excluidos,
pertenecientes a distintas formas de esclavitud todavía en curso en
nuestra sociedad: la Pascua es vuestra fiesta!


* * *


La cruz contiene también un mensaje para aquellos que están en la
otra orilla: para los poderosos, los fuertes, los que se sienten
tranquilos en su papel de «vencedores». Y es un mensaje, como
siempre, de amor y de salvación, no de odio o venganza.  Les recuerda
que al final están vinculados al mismo destino de todos; que débiles y
poderosos, inermes y tiranos, todos están sometidos a la misma ley y a
los mismos límites humanos. La muerte, como la espada de Damocles, pende
sobre la cabeza de cada uno, colgada de un hilo. Pone en guardia contra
el  peor mal para el hombre que es la ilusión de la omnipotencia. No
hay que ir demasiado para atrás en el tiempo, basta repensar la historia
reciente para darnos cuenta de lo frecuente que es este peligro y  a
cuántas personas y pueblos lleva a la catástrofe.


La Escritura tiene palabras de sabiduría eterna dirigidas a los dominadores de la escena de este mundo:


«Aprended, gobernantes de toda la tierra… los poderosos serán examinados con rigor» (Sab 6,1.6). 


«En la prosperidad el hombre no comprende, es parecido a las bestias que mueren» (Sal 49,21).


«¿Para qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si luego pierde su alma o se destruye a sí mismo?» (Lc 9,25)


La Iglesia ha recibido el mandato de su fundador de ponerse de la
parte de los pobres y los débiles, de ser la voz de quien no tiene
voz y, gracias a Dios, es lo que hace, al menos en su pastor supremo.


La segunda tarea histórica que las religiones deben,
juntas,  asumir hoy, además de promover la paz, es no permanecer en
silencio ante el espectáculo que está ante la mirada de todos. Pocos
privilegiados poseen bienes que no podrían consumir, aunque
viviesen incluso siglos enteros y masas aniquiladas de pobres que no
tienen un trozo de pan y un sorbo de agua por dar a sus hijos. Ninguna
religión puede permanecer indiferente, porque el Dios de todas las
religiones no es indiferente ante todo esto. 


* * *


Volvamos a la profecía de Isaías de la que hemos partido. Comienza
con la descripción de la humillación del Siervo de Dios, pero se
concluye con la descripción de su exaltación final. Es Dios que habla: 


«Por los trabajos de su alma verá la luz […] Le daré una multitud
como parte, y tendrá como despojo una muchedumbre. Porque expuso su vida
a la muerte y fue contado entre los pecadores, él tomó el pecado de
muchos e intercedió por los pecadores».


Dentro de dos días, con el anuncio de la resurrección de Cristo, la
liturgia dará un nombre y un rostro también en este triunfador. Velemos y
meditamos en espera.



[1] Howard Thurman, Jesus and the Disinherited  (Beacon Press, Boston: MA 1949; reimp. 2012).
[2] Howard Thurman, Deep River and the Negro Spiritual Speaks of Life and Death (Richmond, Indiana 1975).
[3] Fiodor Dostoievski,  Los hermanos Karamazov, Libro V, cap. 4 (Alianza Editorial, Madrid 2019).

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