En casa, con pantallas,… ¿me he acomodado demasiado?

La pandemia me ha confinado y me he acostumbrado a hacerlo todo desde el sillón, ¿cómo recuperar el fuego de amor a los demás?

Puede que la pandemia me haya vuelto perezoso y acomodado.¿Acaso no es más cómodo trabajar desde casa que tener que soportar atascos en el camino al lugar de trabajo?

¿No prefiero una reunión por pantalla desde mi cuarto que tener que ir a otro sitio a reunirme con otros?

¿Y una misa desde mi computador sin necesidad de hacer mucho esfuerzo, incluso viéndola horas después de haber sido celebrada?

Puede que me esté aburguesando en todos los sentidos. Evito el esfuerzo y salir. Es más seguro, me digo, mientras que me voy quedando seco por dentro.

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La herencia de la pandemia

Porque este tiempo de pandemia me ha enseñado muchas cosas: el valor de la familia y del hogar, la importancia de cuidar a los que tengo más cerca, la calidad del tiempo con los míos.

Al mismo tiempo puede que se hayan perdido otras cosas: el valor del encuentro personal, cara a cara, las conversaciones triviales compartiendo una comida o una bebida, el esfuerzo de llegar a un lugar para encontrarme con otros, la importancia del abrazo, del beso, del contacto.

No puedo todavía volver a lo de antes, pero sí puedo aprovechar los resquicios que este tiempo me va dejando.

La posibilidad de ciertas reuniones presenciales. La oportunidad de recibir a Jesús en la eucaristía o asistir de forma presencial a una hora santa. Nada reemplaza lo personal.

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¿Me he acomodado demasiado?

Puede que mi fe se haya acomodado. Y la mediocridad de forma sigilosa se ha ido adueñando de mi voluntad.

¿Para qué esforzarme si las pantallas me hacen la vida más cómoda? Todo desde mi sillón, desde mi comodidad.

Y no sé por qué pero creo que la vida espiritual que no se comparte se vuelve más tibia.

Ya no tengo el deseo misionero de llevar la fe fuera de mi círculo más estrecho. De repente veo que me basta con lo que ya tengo.

Y es cierto que la fe que no se cuida se muere, la fe que no tiene obras se seca.

¡Qué importante compartir la fe!

El otro día escuchaba: «La fe al comunicarla crece». Y así es.

Pero ¿cómo se comunica la fe? En ocasiones quiero aprender muchas cosas, leer muchos libros, formarme en aspectos fundamentales de mi fe.

Para tenerlo todo claro y que cuando me cuestionen mi fe tenga argumentos convincentes. Y sé que es importante.

¿Podré lograr que alguien se convierta escuchando mis razones bien fundamentadas? Puede que le convenza mi exposición, pero no comenzarán un camino de conversión gracias a mis palabras.

La fe se contagia por contacto. Al ver cómo vive alguien surge en mí el deseo de vivir cómo él.

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El amor es lo que atrae

Nadie se casa porque valore todos los principios, deberes y derechos de una vida matrimonial. Sin amor nadie da un paso tan importante.

Nadie se queda en la Iglesia porque valore mucho tener claro lo que puede hacer y lo que no. Sin amor nada de esto es posible.

Lo que atrae en la vida es ver a personas enamoradas de algo. El que ama su trabajo, el que ama su familia, el que ama a Dios y se toca su amor en todo lo que dice o hace. Su amor contagia, enamora y enciende.

Un cristianismo seco, sin fuerza, sin pasión, sin amor, no es convincente, no atrae, no arrastra.

Los misioneros arrasaron no por tener buenas razones, sino por su pasión al vivir a Dios en su vida diaria, por su forma de tratar a los hombres, por su manera de amar en lo humano.

Las experiencias aumentan mi fe

Ese Dios en la carne es el que puede con mis reticencias a seguir sus pasos. Por eso creo que necesito que aumente mi fe.

Sin amor mi fe se enfría. Las pantallas pueden mantener el fuego, pero no lo hacen crecer.

Son las experiencias de Dios las que aumentan mi amor y mi necesidad de entregar la vida. Sin esas experiencias comunitarias no avanzo, no crezco. El otro día leía:

«La fe, cuando se interioriza, cuando se convierte en algo personal, te ayuda a vibrar con palabras cargadas de significados, con sensibilidades compartidas, con formas de abrazar la vida».

José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo

La fe es una experiencia individual que crece cuando se comparte. La amistad construida en Cristo es más honda, es eterna.

Necesito una fe personal que pueda compartir y vivir en comunidad. Cuando la guardo por miedo a perderla, cuando no la cultivo porque estoy más cómodo en mi mediocridad, no avanzo, más bien retrocedo.

Volver a ir a la iglesia

Hoy le pido a Jesús que aumente mi fe. Y que me ayude a encender el fuego de mi corazón. Sin salir de casa me seco. Ahora, en la medida de lo posible, puedo cuidar la fe en mi Iglesia.

Y ese amor encendido se convierte en semilla de nuevos cristianos. La fe que se comparte se multiplica y se hace fecunda.

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Hoy miro mi vida y pienso en mis actitudes aburguesadas y acomodadas. ¿Qué puedo hacer para vencer en mí el conformismo?

¿Dónde está el fuego que un día me empujó a hacer locuras de amor por Dios y por María?

Tal vez he perdido el fuego de la juventud. El corazón joven no se conforma, no se queda quieto, se pone en camino y sale de su quietud para dar la vida con alegría.

Ese corazón alegre es el que le pido a Dios en este tiempo difícil que atravieso. Que nada pueda apagar el eco de su voz en mi corazón. Que nada acabe con mi generosidad para amar hasta el extremo a mis hermanos.

Aleteia / Carlos Padilla