El compositor Anton Bruckner, «trovador de Dios», un regalo a la humanidad del espíritu benedictino

Su fe palpita en sus sinfonías no menos que en sus misas y su Te Deum

Hay música que hace mucho bien y otra que hace mucho daño. Así se pronunciaba Aristóteles al respecto en su Política: “La música incita de alguna manera a la virtud, en lo que ella es capaz; como la gimnasia proporciona al cuerpo ciertas cualidades, también la música infunde ciertas cualidades al carácter, acostumbrándolo a querer recrearse rectamente”.

Música y ética tienen mucho en común para el autor de la Ética a Nicómaco: “Y como resulta que la música es una de las cosas agradables y que la virtud consiste en gozar, amar y odiar de modo correcto, es evidente que nada debe aprenderse tanto y a nada debe habituarse tanto como a juzgar con rectitud y gozarse en las buenas disposiciones morales y en las acciones honrosas. Y, en los ritmos y en las melodías, se dan imitaciones muy perfectas de la verdadera naturaleza de la ira y de la mansedumbre, y también de la fortaleza y de la templanza y de sus contrarios y de las demás disposiciones morales (y es evidente por los hechos: cambiamos el estado de ánimo al escuchar tales acordes), y la costumbre de experimentar dolor y gozo en semejantes imitaciones está próxima a nuestra manera de sentir en presencia de la verdad de esos sentimientos”.

La música y el amor divino

El espíritu benedictino original estaba bien familiarizado con lo mejor de la filosofía griega, aunque no con la de Aristóteles, que entra en juego dentro de la teología sólo más tarde, gracias a San Alberto Magno y Santo Tomás de Aquino.

Los monjes traductores de los clásicos grecolatinos, tan infatigablemente consagrados a su tarea, construyeron los cimientos de la civilización occidental cristiana en los tiempos del declive del imperio romano, siguiendo una regla que privilegiaba la rectitud y la virtud, tan caras al pensamiento y la conducta peripatéticos, pero en un sentido aún más encumbrado: existían en oración trabajando para Dios, edificando su reino en la tierra.

No es casual entonces que los benedictinos fueran y sean entonces, hasta hoy, cultores del canto gregoriano, amantes de la música que hace el mayor bien.

La virtud sin arte, sin la belleza de la palabra que de por sí contiene la verdad revelada, sin la música de los coros angélicos, tan presente en las Escrituras, en el libro de Josué, los Salmos, el luminosamente mariano evangelio de Lucas y el Apocalipsis, entre otros, sin la representación icónica de lo divino en las imágenes, hasta donde al hombre le es posible, sin la sonoridad de la poesía, corre el riesgo de ser fría, indiferente, hasta dejar incluso de ser virtud, perdiendo autenticidad y poder de convicción.

Por algo la música ha sido siempre asociada al amor divino, no solamente en palabras dichas por varios compositores como Bach, Mozart, Beethoven y Schubert, entre otros, amor que expresaron en sus obras religiosas.

Anton Bruckner, un espíritu benedictino

En el siglo XIX vivió, creció y murió en el espíritu benedictino el músico que quizá adoptó la más consecuente de las actitudes respecto a este espíritu entre todos los grandes compositores, Anton Bruckner (1824-1896).

Nacido en la pequeña población de Ansfelden, Austria (todo en él asciende desde el más pequeño de los ámbitos hasta la más suprema grandeza), se educó inicial y musicalmente en la música como miembro del coro de la cercana abadía de San Florián, con la cual mantuvo nexos físicos y espirituales a lo largo de toda su vida, los que sigue animando desde la eternidad.

Residiendo en San Florián durante diez años (1845-1855), cantando melodías gregorianas, escuchando a los monjes, presenciando sus abnegadas devociones y trabajos, se educó Bruckner dedicándose a prepararse a la vez para desempeñarse en una carrera docente como maestro de escuelas secundarias, a la que nunca concedió el primer lugar de sus aspiraciones.

Organista

Profesor de la escuela de la abadía, fue el organista titular de la misma. A este instrumento, el más próximo a las voces angélicas, estuvo ligado hasta su muerte, aunque más como intérprete, puesto que su obra organística es poco numerosa y poco significativa.

Sin embargo, tanto en su obra vocal como en la sinfónica, se hace patente cómo en el embrión de sus composiciones, como en las de Bach, están los sonidos de los esplendorosos e imponentes tubos por los cuales circula el aire sagrado que es puente tendido entre la tierra y el cielo. En San Florián vieron la luz sus primeras composiciones, una serie de motetes, salmos y el Requiem, pasos que coronó con la Misa Solemne, preludios de las que serán más tarde sus tres grandes Misas y su muy renombrado Te Deum.

Un autodidacta convertido en maestro

Pocos compositores o tal vez ninguno han tardado tanto en adelantar sus estudios musicales. La no módica suma de cuarenta años le costaron al maestro de Ansfelden sus estudios musicales en calidad de autodidacta. La música pudo más que cualquier otro oficio.

En 1855 se traslada a Viena, antaño el centro de la vida musical europea; allí sale airoso de un examen de órgano ante el compositor de la corte. Al año siguiente regresa a la capital del imperio de los Habsburgo donde toma lecciones privadas de contrapunto con el muy reputado Simon Sechter.

Fue organista en Linz (1855-1868), donde compuso su Primera Sinfonía, que revisaría años después en la llamada “versión de Viena”, raramente interpretada; antes de esta primera había compuesto otras dos de “ejercitación” o “estudio” que no consideró dignas de ser publicadas, una de ellas conocida como la única Sinfonía número Cero de la historia.

Fue nombrado asimismo director del coro Liedertafel Frohsinn, con el que hizo presentaciones por varios años, dando a conocer su propia obra vocal y difundiendo la de otros compositores. La preeminencia la tuvo en ellas, por su supuesto, la música religiosa.

Una vuelta al Renacimiento

Conocedor a fondo de las diversas formas históricas del motete y de la polifonía, Bruckner revive un género musical al cual muchos consideraban en extinción; en sus motetes decimonónicos sale a relucir una línea de continuidad notable con las viejas tradiciones del Renacimiento, encumbradas por compositores como Palestrina y Lasso, rica vertiente de la música católica, en la que sobresalen también figuras de la polifonía franco-flamenca como Josquin, continuador del florecimiento anterior.

En Viena es examinado como compositor por una comisión de expertos, presidida por Sechter, que quedan sorprendidos por su saber y conocimientos. Uno de ellos declarará luego: “Era él quien debería habernos examinado”. Un triunfo de un autodidacta que partía de la fe, de una oración incesante, siguiendo una disciplina de trabajador sistemático: Ora et labora.

Crisis por agotamiento

Presa del fogoso acontecimiento consistente en conocer la obra de Richard Wagner y personalmente al compositor que más estimó en su vida, Bruckner se convirtió en uno de sus más connotados admiradores. Terminaría por incorporar en sus creaciones los hallazgos orquestales del maestro de Bayreuth, al igual que los de Héctor Berlioz y Franz Liszt.

Pero su carrera experimentó un detrimento; víctima de una crisis nerviosa ocasionada por el agotamiento al que lo había llevado el exceso de trabajo, su labor como organista, director de coro, sus primeras composiciones y los que seguían siendo sus muy absorbentes estudios, debió ser internado en una clínica de reposo, a la que debió volver posteriormente.

Aunque su obra es mucho menos prolífica que la de los compositores más productivos, Bruckner la asumía con total entrega y como organista, el más afamado de su época, ofrecía sin cesar recitales tanto en su patria como en otros países de Europa. Tan trabajador como los monjes que lo inspiraron, padecía de un perfeccionismo crónico ante los retos que su arte le planteaba. De temperamento nervioso e inestable, sólo encontraba paz en su oración y sus composiciones, para él inseparables en una relación íntima con Dios, a quien nunca abandonó.

Wagnerianos frente a Brahmsianos: duro enfrentamiento

Lo más difícil para Bruckner resultó ser lograr el reconocimiento de sus obras. La cultura musical en Alemania y Austria estaba dividida radicalmente en dos bandos, los wagnerianos y los brahmsianos.

Los dos partidos se combatían mutuamente de manera acre y agresiva, lucha que involucró a la misma fe profesada por sus simpatizantes; se decía entonces que los católicos respaldaban al trío Wagner-Liszt-Bruckner, mientras que los protestantes se agrupaban en torno a la figura de Johannes Brahms, quien jamás participó directamente en las polémicas, sintiéndose más bien orgulloso de que Wagner le hubiera obsequiado la partitura manuscrita de Los maestros cantores de Nüremberg, cuyo estreno concertante de la escena final había corrido a cargo del coro de Bruckner. Wagner, por su parte, se limitaba a declarar simplemente que en su música el oyente podía encontrar algo más que en la de Brahms.

Lo cierto es que Bruckner debió soportar los desmesurados y casi insultantes ataques de críticos como Eduard Hanslick, antiwagneriano furibundo, las prevenciones de más de un director de orquesta y el rechazo de los músicos que consideraban sus sinfonías como imposibles de interpretar. Ello a pesar de los entusiastas aplausos obtenidos en los estrenos de sus dos primera misas numeradas.

El bien acogido estreno de dicha Primera Sinfonía y sus éxitos internacionales como organista le señalaron de nuevo el camino de Viena, adonde, como veíamos, se había trasladado sólo esporádicamente.

Allí fue nombrado profesor de teoría musical en el Conservatorio y organista de la corte; así, un autodidacta, laico de espíritu benedictino, obtenía un cargo académico del mayor relieve y, en general, una posición a primera vista importante en la vida musical, acrecentada luego por sus clases de armonía y contrapunto en la Universidad de la ciudad, a las que asistieron futuros compositores de sumo rango como Gustav Mahler y Hugo Wolf.

Pero para acceder a este último cargo como lektor, Bruckner debió rogar una y otra vez que lo tuvieran en cuenta; sus honorarios en las otras ocupaciones eran insuficientes para sobrevivir, por lo cual se vio obligado prácticamente a pedir limosna.

La declaración de guerra por parte de Hanslick y demás enemigos se había extendido a cualquier cosa relacionada con él, incluidos su aspecto físico y su indumentaria; se le reprochaba el estar pasada de moda, se le ridiculizaba por sus maneras supuestamente provincianas y primitivas. Hanslick, con sus cofrades, muy influyentes entre las autoridades, habían intrigado sin descanso para que no se le concediera la vinculación a la Universidad.

La humildad de un genio y las versiones de sus obras

Por fortuna contó con el apoyo irrestricto de sus estudiantes y de unos pocos directores. Pero éstos, en aras de corregir las que consideraban faltas en la composición de sus sinfonías, le propusieron a Bruckner muchos cambios en ellas que él aceptó en principio, dada su naturaleza insegura y dubitativa, pues nunca se vio a sí mismo como una personalidad superior a nadie.

Sin embargo, conservó los manuscritos originales de esas obras excepcionales del repertorio sinfónico. Desde entonces hasta hoy, los directores de orquesta interesados en interpretarlas se hallan ante la disyuntiva de a cuál versión atenerse de determinada sinfonía, si a la edición de Robert Haas, a la de Leopold Novak, o la original de Bruckner.

El trovador de Dios

La relativa aceptación de su Cuarta Sinfonía, llamada “Romántica”, no pudo conseguir que el nombre del “trovador de Dios”, como lo bautizó Liszt, fuera elogiado como debía. Sólo tardíamente el radiante éxito del estreno de su Séptima Sinfonía en Leipzig (1884) le otorgó el largamente esperado reconocimiento en la escala merecida.

No obstante, la Quinta, la Sexta, la Octava y la Novena, que quedó inconclusa, no fueron estrenadas sino hasta después de la muerte de Bruckner, cuando se inició su recorrido, poco a poco incrementado, por las salas de concierto del mundo entero, proceso que por momentos no ha sido tan fácil como pareciera.

Una espiritualidad traducida en música

Cuando iniciaba Bruno Walter sus actividades como director en Estados Unidos, el público abandonaba las salas durante o después de la interpretación de los movimientos lentos de las sinfonías, los adagios, algunos de los cuales pueden tener una duración de media hora o más, piezas que aún pueden ser desconcertantes e incluso tediosas para quien se niega a abrirle la puerta estrecha a la inmensa espiritualidad de los sonidos brucknerianos, algo que puede suceder de hecho con la totalidad de las obras del compositor, no solamente con una parte. También la mejor música como la misma salvación requiere de un tránsito por la “puerta estrecha” hacia la gloria eterna. Heroicamente, Walter logró al fin vencer la resistencia de ese público, abriéndole el sendero a otros brucknerianos de talla semejante.

A eso conduce precisamente la música de Bruckner, a los albores de la eternidad. Creyente absolutamente convencido, hace resonar siempre las fibras de su fe en unas sinfonías de crescendos y tutti orquestales mayestáticos y solemnes (sehr feirlich), ascensos hacia las regiones de lo inconmensurable e ininteliglble, en los que irradia toda la fuerza de una orquesta ampliada cada vez más al máximo. Luego Bruckner desciende a decrescendos delicados, suaves y candorosos temas musicales llenos de introspección, de la intimidad amable de un compositor que tenía mucho de niño incontaminado y sana impronta rústica, propia de la atmósfera del campo de sus orígenes.

En ese sentido da lugar a melodías que evocan danzas inocentes –ländlers y otras- de un pueblo también creyente. De la orquesta engrandecida, torrencial y relampagueante, el organista de San Florián transita hacia dimensiones camerales, de una pequeñez a la vez exuberante, provista de la misma grandeza que la de las superlativas elevaciones de la impetuosidad ascendente de sus sonidos.

“Obra maestra del contrapunto”

Es así como la Quinta Sinfonía representa una de las obras más apolíneas en la historia de la música, si por ello se entiende el orden de una construcción desprovista de todo exceso, de cualquier proximidad del caos o la dislocación; un prodigio de paz, serenidad y ánimo contemplativo creado por la completa armonía del individuo con Dios.

El propio Bruckner, nada dado a la autocomplacencia o al vicio autorreferencial, juzgó esta obra como “obra maestra del contrapunto”; fascinado, como Bach y se decía más arriba, por la edad de oro de la antigua polifonía; la Quinta posee la diafanidad diamantina de los frutos de ese pasado glorioso.

Lágrimas por Wagner

En la Séptima se escucha idéntica culminación, una misma coda, tanto en el primero como en el último movimiento, la certeza de alguien que ha subido hacia lo más alto del espíritu y se niega a dejarlo, queriendo permanecer allí para siempre. 

El nerviosismo y las dudas de Bruckner se acaban ante el bien supremo en una sinfonía que cuenta con un movimiento lento en el que lo fúnebre evoluciona hacia la resignación y la aceptación del dictamen sobrenatural; mientras lo componía, Bruckner se enteró de la muerte de Wagner; las lágrimas por el amigo y maestro perdido las va secando paulatinamente un himno instrumental al supremo destino de la inmortalidad.

La “Apocalíptica”

La Octava, por su parte, denominada por algunos Apocalíptica, es como un llamado al juicio final; de hecho, casi que la orquesta en ella alcanza la suma de las siete trompetas que van a tocar los ángeles anunciando la segunda venida de Cristo; en realidad, las trompetas de una orquesta multiplicada en instrumentos e intérpretes hasta los límites de la creación, son cinco, pero la “falta” de las otras dos se ve ampliamente compensada por la generosa disposición de los demás cobres.

En dicha sinfonía parece que esas llamadas al juicio son respondidas por todos los coros de los bienaventurados; el universo entero, encarnado en el vigor orquestal, vibra anhelando la redención: ”La ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios” (Rm 8, 19). La Octava demanda además una titánica y casi atlética actividad del timbalista.

Estas dos sinfonías, empero, la Séptima y la Octava, especialmente la última, son muy dramáticas; ésta permite imaginarse una confrontación sobrenatural entre el infierno y el juicio divino, en la cual la verdad triunfa de una forma contundente y colosal, como lo prueba el último movimiento de la “Apocalíptica”.

La Novena, por otro lado, reafirma tal triunfo más extáticamente; Antonin Dvorák vio a Bruckner derramar nuevamente lágrimas mientras la componía afanosamente, en confrontación, una vez más, con la muerte, en el castillo de Belvedere de Viena; lamentablemente, el tiempo no le alcanzó para ponerle punto final a su despedida escatológica de la tierra.

Sonidos que llevan un mensaje de fe

Todo este lenguaje de quien escribe puede pasar seguramente en gran medida por subjetivo y caprichoso. De la música instrumental, incluso la que sigue un programa, es difícil hablar en términos de un sentido o una significación precisos. Sin embargo, como sostiene el pianista Alfred Brendel, no está mal que tanto en el intérprete como en el oyente surjan ciertas asociaciones entre los sonidos y lo que en apariencia puede juzgarse como exterior a ellos. Ello ayuda a la comprensión del talante de una obra musical, tanto más cuando uno, en este caso, ha sido devoto de Bruckner toda una vida, escuchándolo y tomándole el pulso espiritual reiteradamente.

Por algo las Misas de Bruckner y su Te Deum trasladan a las palabras todo lo que sentía interiormente; entre éstas y sus sinfonías no hay ninguna diferencia de fondo; el mensaje de fe, finalmente inclasificable y misterioso, no cambia en lo más mínimo.

Ocho siglos de música litúrgica condensados

Particularmente interesante es en la segunda Misa el componente instrumental y vocal exigido para la ejecución, quince instrumentos de viento y coro; entre ellos hace la mayoría el trombón, en número de tres, instrumento muy queridos por el compositor, como se observa en sus sinfonías; para trombón solo compuso también pequeñas obras.

Sobre esta Misa escribe Eduardo Storni: “Esta obra maestra, la más corta y sobria de sus misas es a la vez la más personal y la que más “genio” concentra si por ello se extiende al máximo logro con un mínimo de medios. Su máximo valor es que, dentro de la mayor sinceridad y espontaneidad expresiva, logra condensar en sí ocho siglos de música litúrgica, reviviendo con autenticidad la antigua polifonía sacra dentro de una concepción tan rica como moderna en el mejor sentido del término”.

Música cristocéntrica barroca y romántica

Todo en Bruckner, vida y obra, gira alrededor del Señor de la historia. Si la música del Renacimiento, la del Barroco y una parte considerable de la del período propiamente clásico, es decididamente cristocéntrica, lo es también la de compositores románticos como Bruckner y Liszt.

Ahora bien, así sitúa la tradición de la crítica y los biógrafos a Bruckner, como un romántico, pero ¿qué tan romántico es? Muchos compositores de su época, por importantes que fueran, no compartían tal visión. Para músicos del Barroco como Georg Fridrich Händel, en cambio, la música está para transformar al oyente, para hacerlo un hombre mejor. De seguro Bruckner pensaba del mismo modo.

“El mayor regalo de Dios a la humanidad”

Volviendo a los directores brucknerianos, quizá ninguno como el rumano Sergiu Celibidache (1912-1996), quien consideraba al compositor de Ansfelden como “el mayor regalo que Dios le ha hecho a la humanidad” y que una Misa como la tercera debe ser interpretada como si cantaran los ángeles.

Nada como la gestualidad de Celibidache para transportar hacia los vuelos del espíritu del gran organista y director de coros. Enérgico cuando la música lo es, abriendo la boca en exclamaciones mudas, a veces ligeramente perceptibles; delicado, amoroso, afablemente sonriente en los inocentes pasajes de los que hablábamos más arriba; concentrado en sublime contemplación; con su mastodóntica figura, el pelo echado impecablemente hacia atrás y su larga melena, símbolo de su irreverencia ante lo convencional y los malentendidos que impiden sentir o entender verdaderamente la música (“la mal llamada tradición bruckneriana es un crimen contra la cultura”: se refería a directores de orquesta muy alejados de los propósitos del maestro austríaco), Celibidache es un monumento vivo erigido a la memoria de Bruckner, el espejo animado de su alma.

“Su destino fue hacer real lo sobrenatural”

Finalmente, es oportuno terminar este artículo con estas palabras del también eminente director Wilhelm Furtwängler (1886-1954):

“Bruckner es uno de aquellos genios que sólo han aparecido muy raramente en toda la historia europea, y cuyo destino era hacer real lo sobrenatural, bajar e introducir a la fuerza lo divino en nuestro mundo humano. Ya sea en la lucha de los demonios, ya sea en los sonidos de una transfiguración bienaventurada, los anhelos y las aspiraciones de este hombre estaban siempre dirigidos a lo divino en él y por encima de él.

»No era un músico, sino, en realidad, un descendiente de aquellos antiguos místicos alemanes, de Eckhart, de Jakob Böhme. ¿Qué tiene de raro que fuera un extraño en este mundo, que no lo comprendiera? Y es que no le interesaba. Conocía otro mejor. Y ¿es acaso indiferente que alguien así sea zapatero, como Böhme, o un cantor austríaco?

»Los artistas como Bruckner son para su entorno como bloques erráticos, como recuerdos de un pasado más grande. Parecen menos unidos que otros con el entorno y sus condicionamientos históricos, menos dependientes de ellos. Eso explica ya la incomprensión con la que siempre y necesariamente se topan en su vida. Pero justamente por esto obligan a todos y cada uno a adoptar una posición. Como hombres de hoy sólo podemos salir a su encuentro directamente, mirándolos de hito en hito o pasar de largo a su lado. Ellos esperan y exigen también del oyente aquella entrega y arrobamiento totales que luego traen en sí una ganancia maravillosa.

»La humanidad no tiene idea de lo que para un artista de este tipo significa soportar un destino semejante. Lleva realmente su corona de espinas. Pero es nuestro deber recordar con humildad y gratitud que la divina Providencia nos ha regalado, a nosotros y a nuestra nación, intermediarios como ellos”.

¡San Benito, poderoso en tu lucha musical contra el mal, ruega por nosotros!

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