Dios siempre es tierno contigo, ¿sabes verlo?

Su amor es incondicional, no depende de que lo haga todo bien y el mundo apruebe mi conducta

Pienso que Dios me quiere mucho, tanto como le dice a Jesús su Padre el día de su bautismo. O creo que debe ser así pero no siempre lo siento.

Su amor es incondicional, lo sé, único, inmenso e infinito. Me lo han contado. Sé que no depende de mis buenos modales y actitudes, no depende de mi virtud probada, no depende de mi fidelidad a prueba de accidentes y caídas.

No depende de que lo haga todo bien y el mundo apruebe mi conducta.

Ganarme el amor… es imposible

Tengo claro que si pienso que el amor que recibo depende del amor que doy, de las cosas que hago, me acabaré enfermando.

Tal vez por eso me enfermo a veces, y hay tantas personas enfermas y rotas a mi alrededor.

O vivo estresado y con angustia pensando en perder ese amor prometido, o camino sin paz y con la mirada triste porque no me siento amado. Cuando creo que para ser amado he de merecerlo las cosas no me resultan como yo quiero.

El pecado en mi interior es evidente y se repite una y otra vez. Esa fidelidad que busco no siempre la alcanzo y caigo atemorizado por el miedo a la reacción de Dios.

La soledad me duele y rasga el alma. Y siento que no puedo amar como quisiera, soy tan inmaduro…

¿Solo amo si…?

No logro romper la barrera que me separa de mis hermanos. Porque muchas veces he sido amado de forma condicionada y no logro amar bien.

He sentido que yo debía amar de la misma forma, de forma condicionada y así lo hago. Si se portan bien conmigo, me tratan con dulzura, son fieles a lo que les pido, entonces los amo.

Si hacen lo que les mando, son mis amigos. Y si son como yo esperaba de ellos, sonrío. Amo condicionando mi amor a sus actitudes.

No recibirán mi amor si no veo un comportamiento que los haga merecedores de mi magnanimidad.

Si creo que Dios me ama todo cambia

Y me construyo un Dios juez que todo lo ve y todo lo condena. No veo al Dios misericordioso del que me habla Jesús. Un Dios que ama con locura al hombre.

El amor a su Hijo es el mismo amor que a mí me tiene. ¿Me lo creo? No siempre. Se me olvida ese amor de Dios. Decía el padre José Kentenich:

«El amor de Dios es la ley fundamental del mundo. Esta ley no sólo tiene una importancia teórica sino también una importancia práctica muy honda. Quien se afirme realmente con toda el alma sobre el terreno de esta ley, tendrá la base desde la cual modelar, entender y formar su vida».

Kentenich Reader Tomo 2: Estudiar al Fundador de Peter Locher, Jonathan Niehaus

Si creo en el amor de Dios todo cambia. Si creo que su amor gobierna mi vida me sentiré tranquilo y en paz.

Su amor lo puede todo. Gobierna mis pasos, decide mi camino, me asiste en mis trabajos, me abraza en mis descansos.

Soy hijo

El amor de Dios está siempre a la puerta de mi tienda esperando a entrar si le dejo y abro mi alma.

Su amor me trata con ternura, como hace una madre. Dios es el amor de una madre por su hijo.

El amor que desciende y se abaja sobre mí para sostenerme. El amor de Dios me salva siempre. Y es por eso, por su amor, que me siento alguien especial. Decía el Padre Kentenich:

«Soy un don de amor de Dios, un don especial, único. Cuanto más haya recibido de Dios, tanto más grande el don de Dios que represento. No he recibido el ser de una piedra, ni el de una planta o un animal. No; he recibido un alma espiritual».

Herbert King Nº 3 El mundo de los vínculos personales

Me creo que soy hijo de Dios, creado por Él, amado en mi originalidad.

Ha puesto Dios un tesoro dentro de mi alma. Me ha tejido un vestido de hijo, ha puesto un anillo en mi mano, y me ha colocado sandalias nuevas, como si fuera su hijo más amado.

Soy especial ante sus ojos

Lo soy. Me siento especial en su presencia. Su amor incondicional me despierta cada mañana y me salva.

Me saca de mis rutinas, de mis miedos y mediocridades, de mi pecado y vuelve a creer en mí.

Esa es la experiencia que quisiera tener todos los días de mi vida. Me ha salvado, me ha amado, me ha buscado.

Es la experiencia de sentirme especial ante sus ojos. ¿Acaso no hay personas que me han hecho sentirme especial en algún momento de mi vida?

Lo que sucede es que luego se me olvida y dejo de pensar que Dios me quiere. Me rechazan y vuelvo a pensar que sólo merezco el desprecio.

Huyen de mí y creo que no soy digno de ningún amor humano y menos del de Dios.

Alejo a Dios de mí al sentirme culpable y no veo su abrazo misericordioso.

En este día vuelvo a recibir toda la fuerza del cariño de Dios. Él me hace de nuevo. Me levanta del barro.

Me lleva a su pecho y me recuerda que soy un don precioso para Él y para los hombres. Esa experiencia me ayuda a construir mi vida.

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Aleteia / Carlos Padilla