Cuaresma 2017-Segunda predicación-El Espíritu Santo nos introduce en el Misterio de la Divinidad de Cristo

1. La fe de Nicea


Proseguimos nuestra reflexión sobre el papel del Espíritu Santo en el
conocimiento de Cristo. A este respecto no se puede callar una
confirmación en curso hoy en el mundo. Existe desde hace tiempo un
movimiento llamado «Judíos mesiánicos», es decir, judeo-cristianos.
(¡«Cristo» y «cristiano» no son más que la traducción griega del hebreo
Mesías y mesiánico!). Una estimación por defecto habla de 150.000
adheridos, separados en grupos y asociaciones diferentes entre sí,
difundidos sobre todo en los Estados Unidos, Israel y en varias naciones
europeas.

Son judíos que creen que Jesús, Yeshua, es el Mesías prometido, el
Salvador y el Hijo de Dios, pero en absoluto no quieren renunciar a su
identidad y tradición judía. No se adhieren oficialmente a ninguna de
las Iglesias cristianas tradicionales porque quieren vincularse y hacer
revivir la primitiva Iglesia de los judeo-cristianos, cuya experiencia
fue interrumpida bruscamente por conocidos sucesos traumáticos.

La Iglesia católica y las otras Iglesias siempre se han abstenido de
promover, e incluso mencionar, este movimiento por razones obvias de
diálogo con el judaísmo oficial. Yo mismo nunca he hablado de ello. Pero
ahora se está abriendo camino la convicción de que no es justo seguir
ignorándolos o, peor aún, dejarlos en el ostracismo por una y otra
parte. Hace poco ha salido en Alemania un estudio de varios teólogos
sobre el fenómeno . Si hablo de ello en este lugar es por un motivo
concreto, que tiene que ver con el tema de estas meditaciones. En una
investigación sobre los factores y las circunstancias que estuvieron en
el origen de su fe en Jesús, más del 60% de los interesados respondió:
«La acción interior del Espíritu Santo»; en segundo lugar está la
lectura de la Biblia y en el tercero, los contactos personales . Es una
confirmación de la vida de que el Espíritu Santo es aquel que da el
verdadero e íntimo conocimiento de Cristo.

Reanudamos pues el hilo de nuestras consideraciones históricas. Mientras
la fe cristiana permaneció restringida al ámbito bíblico y judío, la
proclamación de Jesús como Señor («Creo en un solo Señor Jesucristo»),
cumplía todas las exigencias de la fe cristiana y justificaba el culto
de Jesús «como Dios». En efecto, Señor, Adonai, era para Israel un
título inequívoco; pertenece exclusivamente a Dios. Llamar a Jesús
Señor, equivale, por ello, a proclamarlo Dios. Tenemos una prueba cierta
del papel desarrollado por el título Kyrios en los primeros días de la
Iglesia como expresión del culto divino reservado a Cristo. En su
versión aramea Mara-atha (el Señor viene) o Maràna-tha (¡Ven Señor!),
san Pablo testimonia el título como fórmula ya en uso en la liturgia (1
Cor 16,22) y es una de las pocas palabras conservadas hasta hoy en la
lengua de la primitiva comunidad .

Al mártir san Policarpo que era conducido ante el juez romano, el jefe
de los guardias le hace entender que es suficiente que diga: «¡César es
el Señor!» (Kyrios Kaisar) para ser puesto en libertad. Policarpo —lo
sabemos por el relato de un testigo ocular enviado a las iglesias de la
región— se niega para no traicionar su fe en el único Señor y sube a la
hoguera bendiciendo a Cristo. El título de Señor bastaba para afirmar la
propia fe de Cristo.

Sin embargo, apenas se asomó el cristianismo sobre el mundo greco romano
circundante, el título de Señor, Kyrios, ya no bastaba. El mundo pagano
conocía muchos y distintos «señores», primero entre todos,
precisamente, el emperador romano. Había que encontrar otro modo para
garantizar la plena fe en Cristo y su culto divino. La crisis arriana
ofreció la ocasión para ello.

Esto nos introduce en la segunda parte del artículo sobre Jesús, la que
fue añadida al símbolo de fe en el concilio de Nicea del 325:


«Nacido del Padre antes de todos los siglos:

Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero,

engendrado, no creado,

de la misma sustancia (homoousios) del Padre». 


El Obispo de Alejandría, Atanasio, campeón indiscutible de la fe
nicena, está muy convencido de que no es él, ni la Iglesia de su tiempo,
quien descubre la divinidad de Cristo. Toda su obra consistirá, por el
contrario, en mostrar que esta ha sido siempre la fe de la Iglesia; que
la verdad no es nueva, que la herejía es contraria. Su convicción, a
este respecto, encuentra una confirmación histórica indiscutible en la
carta que Plinio el Joven, gobernador de Bitinia, escribió al emperador
Trajano alrededor del año 111 d.C. La única noticia cierta que dice que
posee respecto de los cristianos es que «suelen reunirse antes del alba,
en un día establecido de la semana, y cantar a Cristo como a Dios»
(«carmenque Christo quasi Deo dicere») .

La fe en la divinidad de Cristo ya existía, pues, y sólo ignorando
completamente la historia alguien ha podido afirmar que la divinidad de
Cristo es un dogma querido e impuesto por el Emperador Constantino en el
concilio de Nicea. La aportación de los padres de Nicea y en particular
la de de Atanasio, fue, más nada, la de eliminar los obstáculos que
habían impedido hasta entonces un reconocimiento pleno y sin reticencias
de la divinidad de Cristo en las discusiones teológicas.

Uno de tales obstáculos era la costumbre griega de definir la esencia
divina con el término agennetos, engendrado. ¿Cómo proclamar que el
Verbo es Dios verdadero, desde el momento en que es Hijo, es decir,
engendrado por el Padre? Para Arrio era fácil establecer la
equivalencia: engendrado, igual a hecho, es decir, pasar gennetos a
genetos, y concluir con la célebre frase que hizo estallar el caso:
«¡Hubo un tiempo en que no existía!» (en ote ouk en). Esto equivalía a
hacer de Cristo una criatura, aunque no «como las demás criaturas».

 Atanasio resuelve la controversia con una observación elemental: «El
término agenetos fue inventado por los griegos porque no conocían
todavía al Hijo» y defendió a capa y espada la expresión «engendrado,
pero no hecho», genitus no factus, de Nicea,

Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de la divinidad de
Cristo, sobre el cual Arrio podía apoyar su tesis, era la doctrina de
una divinidad intermedia, el deuteros theos, antepuesto a la creación
del mundo. Desde Platón en adelante, la creación se había convertido en
un dato común a muchos sistemas religiosos y filosóficos de la
antigüedad. La tentación de asimilar el Hijo, «por medio del cual fueron
creadas todas las cosas», a esta entidad intermedia había permanecido
creciente en la especulación cristiana (apologistas, Orígenes), aunque
ajena a la vida interna de la Iglesia. De ello resultaba un esquema
tripartito del ser: en la cumbre, el Padre no engendrado; después de él,
el Hijo (y más tarde también el Espíritu Santo); en tercer lugar, las
criaturas.

La definición del «genitus no factus» y del homoousios, elimina este
obstáculo y obra la catarsis cristiana del universo metafísico de los
griegos. Con tal definición, se traza una sola línea de demarcación en
la escala del ser. Existen dos únicos modos de ser: el del Creador y el
de las criaturas, y el Hijo se sitúa en la parte del primero, no de las
segundas.

Queriendo encerrar en una frase el significado perenne de la definición
de Nicea, podríamos formularla así: en cada época y cultura, Cristo debe
ser proclamado «Dios», no en alguna acepción derivada o secundaria,
sino en la acepción más fuerte que la palabra «Dios» tiene en dicha
cultura.

Es importante saber qué motiva a Atanasio y a los demás teólogos
ortodoxos en la batalla, es decir, de dónde les viene una certeza tan
absoluta. No de la especulación, sino de la vida; más concretamente, de
la reflexión sobre la experiencia que la Iglesia, gracias a la acción
del Espíritu Santo, hace de la salvación en Cristo Jesús.

El argumento soteriológico no nace con la controversia arriana; está
presente en todas las grandes controversias cristológicas antiguas,
desde la antignóstica hasta la antimonoteleta. En su formulación clásica
reza así: «Lo que no es asumido, no es salvado» («Quod non est
assumptum non est sanatum») . En el uso que hace Atanasio de ella, se
puede entender así: «Lo que no es asumido por Dios no es salvado», donde
toda la fuerza está en ese breve añadido «por Dios». La salvación exige
que el hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino por
Dios mismo: «Si el Hijo es una criatura —escribe Atanasio— el hombre
seguiría siendo mortal, al no estar unido a Dios», y también: «El hombre
no estaría divinizado, si el Verbo que se hizo carne no fuera de la
misma naturaleza del Padre» .

Pero hay que hacer una precisión importante. La divinidad de Cristo no
es un «postulado» práctico, como para Kant lo es la existencia misma de
Dios . No es un postulado, sino la explicación de un dato de hecho.
Sería un postulado —y por tanto una deducción teológica humana—- si se
partiera de una cierta idea de salvación y de ella se dedujera la
divinidad de Cristo como la única capaz de obrar dicha salvación; por el
contrario, es la explicación de un dato si se parte, como hace
Atanasio, de una experiencia de salvación y se demuestra que ella no
podría existir si Cristo no fuera Dios. En otras palabras, la divinidad
de Cristo no se basa en la salvación, sino la salvación en la divinidad
de Cristo.


2. «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?»


Pero es tiempo de venir a nosotros e intentar ver qué podemos
aprender hoy de la épica batalla sostenida en su tiempo por la
ortodoxia. La divinidad de Cristo es la piedra angular que sostiene los
dos misterios principales de la fe cristiana: la Trinidad y la
Encarnación. Ellos son como dos puertas que se abren y se cierran a la
vez. Existen edificios o estructuras metálicas hechos de tal modo que si
se toca un cierto punto, o se quita una cierta piedra, todo se
derrumba. Así es el edificio de la fe cristiana, y su piedra angular es
la divinidad de Cristo. Quitado esta, todo se disgrega y antes que nada
la Trinidad. Si el Hijo no es Dios, ¿por quién está formada la Trinidad?
Ya lo había denunciado con claridad san Atanasio, escribiendo contra
los arrianos:


«Si el Verbo no existe junto con el Padre desde toda la eternidad,
entonces no existe una Trinidad eterna, sino que fue la unidad y luego,
con el paso del tiempo, por adición, comenzó a existir la Trinidad» . 


San Agustín decía: «No es gran cosa creer que Jesús ha muerto; esto
lo creen también los paganos, los judíos y los réprobos; todos lo creen.
Pero es algo verdaderamente grande creer que Él ha resucitado. La fe de
los cristianos es la resurrección de Cristo» . Además de sobre la
muerte y la resurrección, lo mismo se debe decir de la humanidad y
divinidad de Cristo, cuyas respectivas manifestaciones son muerte y
resurrección. Todos creen que Jesús sea hombre; lo que diferencia a
creyentes y no creyentes es creer que él es Dios. ¡La fe de los
cristianos es la divinidad de Cristo!

Debemos plantearnos una pregunta seria. ¿Qué lugar ocupa Jesucristo en
nuestra sociedad y en la misma fe de los cristianos? Pienso que se puede
hablar, a este respecto, de una presencia-ausencia de Cristo. A un
cierto nivel —el del espectáculo y los medios de comunicación social en
general— Jesucristo está muy presente. En una serie interminable de
relatos, películas y libros, los escritores manipulan la figura de
Cristo, a veces bajo el pretexto de nuevos documentos históricos
imaginarios sobre él. Se ha convertido en una moda, un género literario.
Se especula sobre la amplia resonancia que tiene el nombre de Jesús y
sobre lo que él representa para gran parte de la humanidad, para
asegurarse una gran publicidad a bajo coste. Yo llamo a todo esto
parasitismo literario.

Desde cierto punto de vista podemos decir, pues, que Jesucristo está muy
presente en nuestra cultura. Pero si miramos al ámbito de la fe, al
cual pertenece en primer lugar, observamos, por el contrario, una
inquietante ausencia, cuando no incluso rechazo de su persona. ¿En qué
creen, en realidad, los que se definen como «creyentes» en Europa y en
otros lugares? La mayoría de las veces creen en la existencia de un Ser
supremo, de un Creador; creen que existe un «más allá». Sin embargo,
esta es una fe deísta, no todavía una fe cristiana. Diferentes
indagaciones sociológicas constatan este dato de hecho también en países
y regiones de antigua tradición cristiana. Jesucristo está
prácticamente ausente en este tipo de religiosidad.

También el diálogo entre ciencia y fe lleva, sin quererlo, a poner a
Cristo entre paréntesis. En efecto, tiene por objeto a Dios, el Creador.
La persona histórica de Jesús de Nazaret no tiene en ese diálogo ningún
puesto. Pasa lo mismo también en el diálogo con la filosofía a la que
le gusta ocuparse de conceptos metafísicos, y no de realidades
históricas, por no hablar del diálogo interreligioso en el que se
discute de paz, ecologismo, pero ciertamente no de Jesús.

Basta una simple mirada al Nuevo Testamento para entender lo lejos que
estamos, en este caso, del significado original de la palabra «fe» en el
Nuevo Testamento. Para Pablo, la fe que justifica a los pecadores y
confiere el Espíritu Santo (Gál 3,2), en otras palabras, la fe que
salva, es la fe en Jesucristo, en su misterio pascual de muerte y
resurrección.

Ya durante la vida terrena de Jesús, la palabra fe indica fe en él.
Cuando Jesús dice: «Tu fe te ha salvado», al reprochar a los Apóstoles
llamándolos «hombres de poca fe», no se refiere a la fe genérica en Dios
que se daba por descontada entre los judíos; ¡Habla de fe en Él! Esto
desmiente por sí solo la tesis según la cual la fe en Cristo empieza
sólo con la Pascua y antes sólo existe el «Jesús de la historia». El
Jesús de la historia es ya uno que postula fe en Él y si los discípulos
le han seguido es precisamente porque tenían una cierta fe en él, aunque
muy imperfecta antes de la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.

Debemos dejarnos investir en pleno rostro, pues, por la pregunta que
Jesús dirigió un día a sus discípulos, después de que estos le han
referido las opiniones de la gente en torno a él: «Pero vosotros, ¿quién
creéis que soy yo?», y por la aún más personal: «¿Crees tú?» ¿Crees
realmente? ¿Crees con todo el corazón? San Pablo dice que «con el
corazón se cree para obtener la justicia y con la boca se hace la
profesión de fe para tener la salvación» (Rom 10,10). «De las raíces del
corazón es de donde sube la fe», exclama san Agustín .

En el pasado, el segundo momento de este proceso —es decir, la profesión
de la recta fe, la ortodoxia —ha tomado a veces tanto relieve que ha
dejado en la sombra a ese primer momento que es el más importante y que
se desarrolla en las profundidades recónditas del corazón. Casi todos
los tratados «Sobre la fe» (De fide) escritos en la antigüedad, se
ocupan de las cosas que hay que creer, y no del acto de creer. 


3. ¿Quién es el que vence al mundo?


Tenemos que recrear las condiciones para una fe en la divinidad de
Cristo sin reservas y sin reticencias. Reproducir el impulso de fe del
que nació la fórmula de fe. El cuerpo de la Iglesia ha producido una vez
un esfuerzo supremo, con el que se ha elevado, en la fe, por encima de
todos los sistemas humanos y de todas las resistencias de la razón. Más
adelante, quedó el fruto de este esfuerzo. La marea se elevó una vez a
un nivel máximo y dejó su signo sobre la roca. Este signo es la
definición de Nicea que proclamamos en el Credo. Sin embargo, es preciso
que se repita el levantamiento, no basta con el signo. No basta con
repetir el Credo de Nicea; hay que renovar el impulso de fe que se tuvo
entonces en la divinidad de Cristo y del que no ha habido otro igual a
lo largo de los siglos. De él hay necesidad nuevamente.

Hay necesidad de ello ante todo de cara a una nueva evangelización. San
Juan, en su Primera Carta, escribe: «Quién es el que vence al mundo si
no quien cree que Jesús es el Hijo de Dios? (1 Jn 5,4-5). Debemos
entender bien qué quiere decir «vencer al mundo». No quiere decir
conseguir más éxito, dominar la escena política y cultural. Este sería
más bien lo contrario: no vencer al mundo, sino mundanizarse.
Lamentablemente no han faltado épocas en que se ha caído, sin darse
cuenta de ello, en este equívoco. Piénsese en las teorías de las dos
espadas o del triple reino del Soberano Pontífice, aunque siempre
debemos estar atentos a no juzgar el pasado con los criterios y las
certezas del presente. Desde el punto de vista temporal, ocurre más bien
lo contrario, y Jesús lo declara anticipadamente a sus discípulos:
«Vosotros lloraréis, pero el mundo se alegrará» (Jn 16,20).

Queda excluido, pues, todo triunfalismo. Se trata de una victoria de un
tipo muy distinto: de una victoria sobre lo que también el mundo odia y
no acepta de sí mismo: la temporalidad, la caducidad, el mal, la muerte.
En efecto, esto es lo que significa, en su acepción negativa, la
palabra «mundo» (kosmos) en el evangelio. En este sentido Jesús dice:
«Tened ánimo: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33).

¿Cómo ha vencido Jesús al mundo? Ciertamente no apaleando a los enemigos
con «diez legiones de ángeles», sino, como dice san Pablo «venciendo a
la enemistad» (cf. Ef 2,16), es decir, todo lo que separa al hombre de
Dios, el hombre del hombre, a un pueblo de otro pueblo. Para que no
hubiera dudas sobre la naturaleza de esta victoria sobre el mundo, ésta
es inaugurada con un triunfo muy especial, el de la cruz.

Jesús dijo: «Yo soy la luz del mundo, quien me sigue no camina en
tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Son las
palabras más frecuentemente reproducidas en la página del libro que el
Pantocrátor tiene abierto entre las manos en los mosaicos antiguos, como
en el famoso de la catedral de Cefalù. De él el evangelista afirma: «En
él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1,4). Luz y
Vida, Phos y Zoè: estas dos palabras tienen en griego la letra central
(una omega) en común y a menudo se encuentran cruzadas, escritas una
horizontalmente y la otra verticalmente, formando un monograma de Cristo
poderoso y muy difundido.


¿Qué desea el hombre con más intensidad si no estas dos cosas: luz y
vida? De un gran espíritu moderno, Goethe, se sabe que murió susurrando:
«¡Más luz!». Quizás él se refería a la luz natural que quería que
entrara en mayor medida en su habitación, pero a la frase siempre se le
ha atribuido, justamente, un significado metafórico y espiritual. Un
amigo mío que ha vuelto a la fe en Cristo, después de haber atravesado
todas las experiencias religiosas posibles e imaginables, ha contado su
historia en un libro titulado «Mendigo de luz». El momento crucial fue
cuando, en medio de una meditación profunda, sintió que retumbaba en su
mente, sin poderlas acallar, las palabras de Cristo: «Yo soy el Camino,
la Verdad y la Vida» . En la línea de lo que el apóstol Pablo dijo a los
atenienses en el Areópago, nosotros estamos llamados a decir con toda
humildad al mundo de hoy: «Lo que buscáis, yendo a tientas, nosotros os
lo anunciamos» (cf. Hch 17,23.27).

«Dadme un punto de apoyo —habría exclamado el inventor de la palanca,
Arquímedes— y yo levantaré el mundo». Quien cree en la divinidad de
Cristo es uno que ha encontrado este punto de apoyo. «Cayó la lluvia, se
desbordaron los ríos, soplaron los vientos y se abatieron en aquella
casa, pero no cayó, porque estaba fundada sobre roca» (Mt 7,25).


4. «¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis!»

Pero no podemos terminar nuestra reflexión sin recoger también el
llamamiento que contiene, no sólo de cara a la evangelización, sino
también de nuestra vida y testimonio personal. En el drama de Claudel
«El padre humillado», ambientado en Roma en la época del beato Pío IX,
hay una escena muy sugestiva. Una muchacha judía, bellísima pero ciega,
pasea por la tarde en el jardín de una villa romana, con el sobrino del
papa Orian enamorado de ella. Jugando son el doble significado de la
luz, el físico y el de la fe, en un cierto momento, «en voz baja y con
ardor», le dice ella a su amigo cristiano:


«Pero vosotros que veis, ¿qué hacéis vosotros con la luz? […]

Vosotros que decís que vivís, qué hacéis con la vida?»


Es una pregunta que no podemos dejar caer en el vacío: ¿qué hacemos,
nosotros cristianos, con nuestra fe en Cristo? Más aún, ¿qué hago yo de
mi fe en Cristo? Jesús un día dijo a sus discípulos: «Dichosos los ojos
que ven lo que vosotros veis» (Lc 10,23; Mt 13,16). Es una de esas
afirmaciones con las que Jesús, en varias ocasiones, trata de ayudar a
sus discípulos a que descubran por sí solos su verdadera identidad, no
pudiendo revelarla de forma directa a causa de su falta de preparación
para acogerla.

Nosotros sabemos que las palabras de Jesús son palabras que «no pasarán
jamás» (Mt 24, 35), es decir, son palabras vivas, dirigidas a cualquiera
que las escucha con fe, en cualquier momento y lugar de la historia. A
nosotros, por eso, nos dice aquí y ahora: «¡Dichosos los ojos que ven lo
que vosotros veis!». Si nunca hemos reflexionado seriamente sobre lo
afortunados que somos nosotros que creemos en Cristo, quizás es la
ocasión para hacerlo.

¿Por qué «dichosos», si los cristianos no tienen ciertamente más motivo
que los demás para alegrarse en este mundo e incluso en muchas regiones
de la tierra están continuamente expuestos a la muerte, precisamente por
su fe en Cristo? La respuesta no la da él mismo: «¡Porque veis!».
Porque conocéis el sentido de la vida y de la muerte, porque «vuestro es
el reino de los cielos». No en el sentido de «vuestro y de nadie más»
(sabemos que el reino de los cielos, en su perspectiva escatológica, se
extiende mucho más allá de los confines de la Iglesia); «vuestro» en el
sentido de que vosotros sois ya parte de él, disfrutáis de sus
primicias. 

¡Vosotros me tenéis a mí!

La frase más hermosa que una esposa puede decir al esposo, y viceversa,
es: «¡Me has hecho feliz!» Jesús merece que su esposa, la Iglesia, se lo
diga desde lo hondo del corazón. Yo se lo digo y os invito a vosotros,
venerables Padres, hermanos y hermanas, a hacer lo mismo. Hoy mismo,
para que no lo olvidemos.


© De la traducción Pablo Cervera Barranco


1.ULRICH LAEPPLE (ed.), Messianische Juden. Eine Provokation (Vandenhoeck & Ruprecht, Gotinga 1916).

2.LAEPPLE, o.c., 34.

3.Cf. Didachè, X, 6; en Ap 22,20, la exclamación: «Ven, Señor Jesús» es la traducción de Marana-tha.

4.Martyrium Polycarpi, VIII,2

5.PLINIO EL JOVEN, Relatio de Christianis ad Traianum, Epistulae X,
96, en C. KIRCH, Enchiridion Fontium Historiae Ecclesiasticae Antiquae
(Herder, Barcelona 1965) 23.

6.SAN ATANASIO, De decretis Nicenae synodi, 31.

7.SAN GREGORIO NACIANCENO, Carta a Cledonio: PG 37,181.

8.SAN ATANASIO, Contra Arianos, II, 69 y I, 70.

9.I. KANT, Crítica de la razón práctica, cap. III, VI

10.SAN ATANASIO, Contra Arianos I, 17-18: PG 26, 48.

11.SAN AGUSTÍN, Comentario a los Salmos, 120, 6: CCL 40, 1791.

12.SAN AGUSTÍN, Comentario al evangelio de Juan, 26,2: PL 35,1607.

13.MASTERBEE, Mendigo de luz. Del Tíbet al Ganges y además (San Pablo, Cinisello B. 2006) 223ss.

14.PAUL CLAUDEL, Le père humilié, acto I, esc. 3 (Paul Claudel, Les théatre, Gallimard, París 1956) 506.

Raniero Cantalamessa