Cómo dar y no quedarte tú sin nada: El vaso, el canal y la fuente

¿Has querido saciar la sed de amor de todo el mundo y te has quedado sin agua en el intento?

El
agua sacia la sed, hace crecer la vida, despierta la esperanza. El agua
que se recibe, el agua que se da, el agua que se retiene.


Dice san Alberto Magno que existen tres géneros de plenitudes: “La plenitud del vaso, que retiene y no da; la del canal, que da y no retiene, y la de la fuente, que crea, retiene y da”. La fuente, el canal, el simple vaso.


Comenta José Luis Martín Descalzo: ¡Qué difícil
encontrar hombres-fuente, personas que dan de lo que han hecho
sustancia de su alma, que reparten como las llamas, encendiend
o
la del vecino sin disminuir la propia, porque recrean todo lo que viven
y reparten todo cuanto han recreado! Dan sin vaciarse, riegan sin
decrecer, ofrecen su agua sin quedarse secos. Cristo -pienso- debió ser
así. Él era la fuente que brota inextinguible, el agua que calma la sed
para la vida eterna. Nosotros – ¡ah! – tal vez ya haríamos bastante con
ser uno de esos hilillos que bajan chorreando desde lo alto de la gran
montaña de la vida”
.


Pienso que muchas veces pasa por mi alma el agua del Espíritu. Pienso en el vaso, en la fuente, en el canal, también en el pozo.


El agua me viene de dentro. Surge de un lugar escondido dentro de mí. Un lugar oculto en mi alma que se abre a lo eterno. Como una rotura que me comunica con Dios casi sin darme cuenta.


Pienso que tengo un agua que no es mía. Que no me pertenece. Brota de una fuente escondida.


A veces me veo simplemente como un vaso vacío, veo mis límites. Retengo para mí porque tengo ansias, una sed inmensa.


Tengo ganas de más agua. Me siento roto. Como si mi agua se escapara
por rendijas inesperadas. Quiero recibir más. Nunca es bastante.


Busco formación. Quiero aprender y saber. Ser más sabio y culto. Por
eso retengo todo. Como un vaso. Me lleno hasta el borde. Estoy
satisfecho conmigo mismo, con mi vida, con mi saber.


No sé por qué guardo toda el agua sólo para mí en un afán egoísta por
conservarlo todo. Mi egoísmo se hace fuerte. Sé mucho de muchas cosas.
He leído todos los libros posibles. Lo tengo todo bien archivado dentro
del alma. Por si me hace falta.


No lo comparto con nadie. No me rompo por amor. No me abro.
Me da miedo dar en exceso y luego no tener para mí. Conservo en mi
interior todo lo recibido. Sí. Soy un vaso que no se rompe, que no se
da.


Quizás por eso me gusta más la imagen del canal. En ese momento no
retengo para mí. No me guardo todo. Dejo que el agua pase dentro de mí
para que llegue a otros.


El agua al pasar deja algo de humedad en las paredes. Siento que hago
algo útil por los demás. Llevo el agua a tanta gente que no tiene y
necesita.


Todas mis acciones tienen un único objetivo: dar de beber. Porque he visto la sed que tiene el hombre. Y me he conmovido. Quiero que el agua que recibo llegue a muchos corazones.


Pero a veces experimento tanto dolor cuando me quedo vacío. He corrido con ansia queriendo llegar a todos. Contentar a todos. Queriendo responder a todos sus deseos.


He querido saciar la sed de amor de todo el mundo. Y me he quedado seco en el intento.


Mi canal seco sin agua. No tengo nada para retener el agua. Estoy
solo. Tengo miedo. Tengo sed. El canal tiene una misión. Pero es duro
ser canal. Temo convertirme en hacedor de obras. Pero sin fondo. Sin reposo en el alma.


Pienso entonces en la imagen de la fuente. Un surtidor de agua que no se agota. Brota de mi interior. Llega al cielo. 


Me gusta más ser fuente. Dar y guardar. Entregar y conservar. Salir y
entrar. Correr y quedarme quieto. Lanzar el agua a lo alto y
conservarla en mi interior.


Muchas veces necesito hacer y ser. Casi al mismo tiempo.
Actuar y simplemente estar. Hablar y callar. Hacer y escuchar. Moverme y
aguardar. Gritar y guardar silencio
.


Quiero ser surtidor y contener el agua. Los dos extremos contenidos en el fondo de mi alma. Yo saliendo de mí y quedándome dentro.


Creo que tengo algo de pozo como parte de mi camino.
Contengo tanta agua dentro de mí que puede llegar a muchos. La conservo
para poder darla. La guardo y dejo que salga.


Me doy y me retengo. Me voy y vuelvo. Vivo la tensión que existe entre ser activo y contemplativo. Entre hacer y orar. Entre dar la vida y acoger la vida.


Pienso en todo lo que puedo hacer con el agua que recibo. Puedo cambiar mi entorno, a las personas que están cerca.


Es normal que cuando alguien me grita yo grito. Cuando alguien me
trata de forma injusta yo me altero. Cuando alguien intenta obligarme a
hacer algo que no quiero hacer, me rebelo.


Es muy común que pierda la paciencia con el que me hace daño o me
presiona. Lo habitual es que no guarde silencio cuando me increpan. Lo
tengo claro, no tengo esa paz interior que tanto deseo.


Tal vez mi pozo no está tan lleno de agua y no tengo tanto que
ofrecer. Me gustaría no perder nunca mi misión. Aquel que me habla es
sagrado.


Me decía una persona: “Trátale amablemente porque no sabes las luchas que está viviendo”.
Es verdad. Normalmente no sé lo que vive aquel que me grita. No sé lo
que pasa en su alma. Desconozco los motivos de su guerra. Simplemente
recibo la piedra, el grito, la furia. Desconozco su origen.


Pero sé que la causa es sagrada. El alma del otro es sagrada. Quiero tratarla con respeto infinito. Arrodillarme delante de la puerta cerrada.


Callar cuando oigo gritos. No hacer nada cuando quieren que estalle. El agua de mi pozo me calma. Mi alma llena de la presencia de Dios. 


Quisiera estar siempre calmado y no lo consigo. Quisiera reposar en el corazón de Dios. Sé que tengo el alma herida. Y tal vez por eso respondo con violencia. Estoy seco.


Por las grietas de mis heridas se me escapa el agua. Por eso no
tolero nada cuando siento que es una agresión a mi vida. Estallo. Grito.
Pierdo la paz.


Me gustaría ser capaz de crear atmósferas de cielo aquí en la tierra. Así es como crece el reino de Jesús en el corazón del hombre.


Desde dentro, desde lo oculto, crece en signos de esperanza. Y logra
que me calme cuando enfrente hay violencia. Y logra que me calle cuando
sólo oigo gritos. Y entonces pacifico al violento y calmo al que está en guerra.

Carlos Padilla

Aleteia