Cauchy, el matemático que arriesgó la celebridad y el sueldo por los jesuitas y por su rey católico

Augustin-Louis Cauchy
ha sido uno de los grandes matemáticos de la Historia, cuyas
aportaciones más sencillas se estudian en la enseñanza secundaria porque
son la base del cálculo diferencial e integral. No solamente fue
un católico convencido, devoto y activo, sino que estuvo dispuesto al
exilio por su amor a la monarquía francesa odiada precisamente por su fe
en tiempos revolucionarios.



Augustin-Louis Cauchy, insigne matemático y católico militante.


Anthony Esolen, escritor y profesor de Humanidades, traductor al inglés de Dante, Lucrecio y Torcuato Tasso, ha consagrado a Cauchy un artículo en el portal del Catholic Education Research Center:


Medida, peso y número 


Cuando le digo a la gente que mi primer amor no fue la poesía sino
las matemáticas, suelen fruncir el ceño y preguntarse qué dio lugar a
ese salto sobre el abismo.


No fue un salto. La poesía es un mundo de significado reproducido en orden musical, y las matemáticas
es un mundo de números y formas, de impulso y dirección, de unidad y
diferencia y relación; también tiene sus arroyos y árboles y ramas y
hojas, sus planetas se deslizan a lo largo de reinos del espacio
curvados como un tobogán de agua y sus singularidades están en el centro
de un embudo sin fondo, como sus sorpresas y sus vistas infinitas. Así,
Dios a menudo es representado como un geómetra que mide el mundo con un
compás y le dice a las aguas: “Hasta aquí llegarán tus orgullosas
olas”.


Platón, ese filósofo con alma de místico, tenía una
inscripción grabada en la entrada de su Academia: “No entre nadie que no
conozca la geometría”. Su significado era que meditar sobre los objetos
matemáticos era un paso adelante hacia la contemplación de Dios. Y esto
es porque los objetos matemáticos no cambian ni se deterioran, y lo que sabemos sobre ellos, lo sabemos con certeza.
La existencia real de un único objeto matemático, ya sea un número, una
curva, una serie infinita, es un puñal en el corazón del materialismo.
Su conocimiento real es un puñal en el corazón del sofisma y del
escepticismo.


Por consiguiente, no debería sorprendernos saber que, entre los más
grandes matemáticos, hay muchos que son profundamente creyentes. Blaise Pascal, inventor de la teoría de la probabilidad, es uno de los teólogos más perspicaces que haya existido nunca. Leonhard Euler era el Johann Sebastian Bach
de las matemáticas alemanas en el siglo XVIII: un luterano devoto,
felizmente casado, con muchos hijos y una inmensa creatividad e
intuición. En principio, Bernhard Riemann fue a la universidad para ser pastor. La lápida de su tumba cita a San Pablo: “Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien”.


Georg Cantor, el titán de la teoría de conjuntos y descubridor
de los números transfinitos, creía que su trabajo sobre la naturaleza
del infinito demostraba la necesaria existencia de Dios. Kurt Gödel,
inspirado por el trabajo de Cantor, le dio a su trascendental Teorema
de la Incompletitud un giro para desarrollar a partir de él una revisión
del argumento ontológico de San Anselmo. A Albert Einstein una vez le preguntaron por qué quería trabajar en Princeton: “Así puedo comer con Kurt Gödel,” respondió.



Hay otro hombre que está entre los tres o cuatro más grandes, cuyas
huellas se pueden encontrar en todos los campos de la matemática: el
devoto católico Augustin-Louis Cauchy (1789-1857).


Genio infantil


Augustin-Louis tuvo ventajas que los jóvenes de hoy en día no tienen. Nunca estuvo sometido al cloroformo institucional:
no fue al colegio durante sus primeros años ya que su padre, un hombre
con conocimientos enciclopédicos, se ocupó de su educación. Más tarde, a
instancias del matemático y astrónomo, mayor que él, Joseph-Louis Lagrange
(1736-1813), fue a la École Centrale du Panthéon para estudiar, no
matemáticas, sino lenguas clásicas. A los 16 años empezó sus estudios
matemáticos en serio en la École Polytechnique. Su pasaporte de entrada
fue su capacidad, no su edad.


Su trabajo era tan brillante que Napoleón, que por entonces
había accedido al poder, derrocando al régimen revolucionario, algo que
la conservadora familia Cauchy vio con buenos ojos, señaló al joven para
que fuera uno de sus ingenieros jefes en Cherburgo. Napoleón quería
realizar un proyecto anhelado desde hacía tiempo por los franceses:
dragar y cercar el puerto de Cherburgo, construyendo rompeolas,
muelles y colinas fortificadas para convertir a Cherburgo en un puerto
útil y en un reducto militar inexpugnable. El proyecto se llevó a cabo
en varias etapas. Hasta época reciente, Cherburgo presumía de ser el puerto artificial más grande del mundo.
Cauchy tenía 19 años cuando empezó. ¿Qué hacen nuestros inteligentes
hijos a esta edad ahora, si sus cerebros no están aturdidos por las
drogas y sus almas por el vicio?



Napoleón y María Luisa asisten a una parada naval en Cherburgo en 1811. Cuadro de Louis-Philippe Crépin.


En su tiempo libre, Cauchy escribía ensayos sobre geometría sólida,
cálculo y ondas de sonido. Quiero puntualizar que un “ensayo”
demostrando una sutil conjetura de largo alcance de Fermat,
equivaldría, no en páginas, pero sí en trabajo y genio auténticos, a
escribir un libro de tamaño considerable sobre humanidades. Pero Cauchy
era un hombre incansable, que tenía en su haber más de 700 ensayos
semejantes cuando murió. En cualquier caso, el esfuerzo que llevó a cabo
en Cherburgo, junto al aire enrarecido que se respiraba en el lugar,
afectaron a su salud, por lo que dejó las obras de ingeniería para
convertirse, con 22 años, en profesor de la École Polytechnique.


Políticamente incorrecto


A lo largo de su carrera profesional, Augustin-Louis Cauchy estuvo dispuesto a pagar por su convicciones. Su abierto catolicismo irritaba
a sus colegas laicos. Cuando la dinastía borbónica fue derrotada en la
revolución de 1830, Cauchy no esperó a que sus colegas actuaran, sino
que se exilió junto al rey.


Durante los diez años siguientes estuvo en Turín, Praga y de nuevo en París. Los italianos crearon una cátedra
en física matemática sólo para él; los liberales franceses no fueron
tan generosos. Cuando Cauchy presentó su solicitud para un puesto en la
Agencia de Longitudes, su candidatura fue desestimada porque no renunció a la legitimidad de los reyes borbónicos. También fue rechazado para un puesto ordinario: 42 académicos votaron en contra y tres a favor. Imagínese a Einstein
presentando su candidatura para un trabajo como profesor asistente en
Princeton -o Rutgers- y consiguiendo sólo tres votos a favor de un total
de 45. Durante varios años, Cauchy, casado y con dos hijas que mantener, no consiguió ganar nada de dinero.


Cuando la revolución de 1848 hizo acceder al trono a Napoleón III,
el nuevo rey eximió a Cauchy del juramento de fidelidad, por lo que el
gran matemático pudo vivir el resto de sus días en Francia. Pero esto no
significó que se mantuviera en silencio sobre las cuestiones
relevantes. Los laicos franceses querían eliminar a la Iglesia de la
vida pública, limitándola a los muros del hogar o de la parroquia.
Llamémoslo “libertad de culto”, versión del siglo XIX, con grandes
limitaciones para el libre ejercicio de la fe. Cauchy no lo aceptó en absoluto.


Apoyó a los jesuitas cuando estos fueron atacados. Apoyó la
independencia de sus escuelas. Apoyó que se mantuviera el Día del Señor
como un día no laboral. Escribió al Papa en nombre de los irlandeses
durante la gran hambruna. Participó activamente en obras de caridad como
miembro de la Sociedad de San Vicente de Paúl.


Cauchy fue también un gran amigo del predicador jesuita más famoso de Francia, Gustave Xavier de Ravignan.
Me hubiera gustado ser testigo de sus conversaciones: el matemático y
el jesuita, conocido por su vida ascética, su cuidado de las almas y su
lógica concreta en defensa de la fe.



Sobre el padre De Ravignan se dice que a sus escritos les faltaba
vuelos de la imaginación, pero tenía una presencia poderosa y magnética.
Miles de hombres acudían a sus retiros. Creo que hay un cierto
tipo de hombre, puro, exacto, incansablemente lógico, al que no le
atraen los arranques emocionales, sino la luz resplandeciente de la
razón, desde las premisas a las conclusiones. Cauchy era uno de estos y,
está claro, había muchos otros.


¡Qué fundamentos tan firmes!


Augustin-Louis Cauchy, el mejor matemático de Francia, era un católico ferviente. ¿Qué influencia tuvo su fe en su trabajo matemático? Acabaré este artículo con algo que los matemáticos tal vez apreciarán: una conjetura.



Cauchy escribió en la introducción a su obra más importante, Cours d’analyse de l’École royale polytechnique (1821), que los matemáticos que le habían precedido habían cometido “pecados” y que él iba a corregirlos.
Un escritor sugiere que este lenguaje sobre pecado y confesión parece
sacado del Concilio de Trento. Pero no necesitamos invocar a Trento, y
hay un modo mejor de comprender lo que Cauchy deseaba.


Lo que Cauchy tenía en mente era dos tendencias entre sus
predecesores. Una era confiar en demostraciones que se quedaban cortas
respecto a las pruebas irrefutables. La otra era considerar el álgebra
como un sistema de abstracciones que trata con otras abstracciones, un
lenguaje autoinclusivo que, en última instancia, hace referencia sólo a
sí mismo. El primer “pecado” era como un intento fracasado de demostrar la existencia de Dios; una mente como la de Santo Tomás de Aquino -o Cauchy-, no estaría satisfecha hasta que la prueba fuera rectificada.


El segundo “pecado” tiene implicaciones más hondas. Cauchy siempre insistió en que las matemáticas hacen referencia, de hecho, sólo a cosas que realmente existen,
incluso si estas cosas son sólo figuras geométricas, como un triángulo o
un poliedro. Él quería dar una base firme a los descubrimientos
realizados por sus predecesores, puliendo las pruebas y devolviéndolas,
una y otra vez, a las realidades, aunque sean realidades que sólo la
mente puede percibir.


Porque Dios creó el mundo -no un juego abstracto, sino el mundo- en medida, peso y número. Augustin-Louis Cauchy lo vio y creyó.


Traducido por Elena Faccia Serrano.

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