La alegría de la conversión: fruto del Año Santo 2021-22
- Año Santo Compostelano, Año de gracia del Señor
- Nuestra memoria agradecida. A los cuarenta años del Discurso Europeísta de San Juan Pablo II
- Vivir el presente con entusiasmo misionero
3.1 Crisis económica y moral
3.2 Crisis de fe, desafío para la Iglesia
3.3 El Camino de Santiago, camino de fe
3.3.1. La condición itinerante del hombre
3.3.2. La vida cristiana, peregrinación al encuentro con Dios
3.3.3. Un camino que tiene meta: Santiago testigo del Señor
- Espíritu evangelizador y misionero del Año Santo Compostelano
- Abrazar el futuro con esperanza
4.1. Un Año Santo especial: memoria de las víctimas de la pandemia
4.2. Mirar con esperanza al futuro
Conclusión
Queridos diocesanos:
¡Damos gracias a Dios al clausurar este Año Santo Compostelano, que nos invita a mirar, por una parte, con gratitud el pasado, pero que nos abre con tanta esperanza al futuro! Júbilo y esperanza han marcado este Año Santo que se iniciaba el 31 de diciembre de 2020, pero cuya celebración fue prorrogada por el PapaFrancisco debido a la pandemia de la COVID-19 hasta diciembre del año 2022.
Este tiempo Jubilar ha estado marcado durante la primera parte por la incertidumbre de la pandemia y en la segunda por una multitud extraordinaria de peregrinos que han venido en peregrinación hasta la tumba del Apóstol. La Iglesia en Santiago agradece a todos, en esta hora tan especial, el mantener viva la tradición de peregrinar a Santiago y el querer compartir con nosotros la celebración de este Año Santo que está llegando a su fin.
“Sal de tu tierra. El Apóstol Santiago te espera”. Este fue el lema elegido para vivir con intensidad este tiempo de gracia y cumplir el objetivo de crecer juntos como Pueblo de Dios. El Apóstol Santiago nos ha esperado con su testimonio evangelizador y la entrega de su vida, bebiendo el cáliz del Señor.
Este acontecimiento jubilar ha sido un tiempo especial, que Dios nos ha concedido, para situar la trayectoria de nuestra existencia dentro de la Historia de la salvación; también para contemplar el tiempo como una oportunidad abierta a la misericordia de Dios y a su amor a la humanidad (cf. Tit. 3,4).
- Año Santo, año de gracia del Señor
“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha enviado
a proclamar el año de gracia del Señor.…
Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír” (Lc 4, 18-19,21)
El Año Santo Compostelano ha sido, ante todo, una experiencia de gracia del que esperamos para nuestra Iglesia diocesana, y para toda la Iglesia en Galicia, España y el mundo, frutos abundantes de renovación personal y comunitaria que nos ayude a ejercer la fraternidad, avivar la esperanza, trabajar por la justicia e impulsarnos a llevar a todos la alegría del Evangelio de Jesucristo.
Miles de peregrinos han llegado hasta la tumba del Apóstol Amigo del Señor, movidos por un deseo sincero de conversión, unos, para reencontrarse consigo mismos, otros, simplemente atraídos por los valores espirituales y culturales que representa el Camino de Santiago. Pero, en todo caso, con espíritu de búsqueda, y con el deseo de dejar atrás diversas y complejas situaciones.
Podemos estar seguros de que muchos peregrinos han atravesado los umbrales de la Puerta Santa y han vivido un encuentro gozoso con el Padre de la misericordia que renueva la vida cristiana y nos abre las puertas a un horizonte de plenitud en el amor. Recordamos con alegrías los Jubileos de las diferentes diócesis, parroquias, miembros de vida consagrada y movimientos apostólicos, así como también las peregrinaciones de profesionales de las más variadas características, desde los obreros hasta los políticos y gobernantes, desde los artesanos y deportistas hasta los científicos, periodistas y universitarios. Destacamos por su importancia para el presente y el futuro de la Iglesia la Peregrinación Europea Jóvenes que se desarrolló del 3 al 7 de agosto del presente año significando sin duda un hito excepcional en el Año Santo. Fueron días inolvidables por la honda alegría, a veces desbordante, por el clima sereno de oración compartida, de catequesis y celebraciones litúrgicas marcadas por el encuentro con el Señor.
Durante estos dos años jubilares también muchas personas han acudido como visitantes y han regresado como peregrinos al haber sentido que su corazón había sido tocado por Dios. Y es que la vida se transforma cuando dejamos que Dios entre en ella.
Quisiera invitarles a mirar lo que está sucediendo en nuestras vidas, en la vida de nuestra Iglesia, para reconocer las huellas del paso de Dios y juntos reemprender el camino, recordando lo que el Papa Francisco nos dicho en tantas ocasiones: Mirar el pasado con gratitud, vivir el presente con pasión y abrazar el futuro con esperanza para abrir nuestra mente y nuestro corazón a la acción del Espíritu Santo que nos impulsa a mirar el futuro en la providencia de Dios.
- Nuestra memoria agradecida
“Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré su fidelidad por todas las edades” (Sal. 88)
Es la hora de la acción de gracias. Somos invitados a contemplar nuestra historia con memoria creyente y agradecida. Nuestra mirada se dirige en primer lugar a Dios. Con profunda gratitud nos unimos al salmista para cantar “eternamente las misericordias del Señor” (Sal 88), porque “Dios ha estado grande con nosotros, y estamos alegres” (Sal 125). El Año Santo ha sido un Año de gracia de Dios a quien agradecemos todos los dones que hemos recibido a lo largo de estos dos años. La gracia que se nos ha dado es esperanza en medio de nuestras incertidumbres y es caridad como testimonio de nuestra vida cristiana que nos animan a vivir con espíritu de peregrinos en la vocación a la que hemos sido llamados y en las circunstancias de nuestra vida. Como el leproso samaritano regresamos a la fuente de nuestra salvación para dar gracias, actitud que nos lleva a reconocer lo que somos.
Recordar con memoria agradecida el pasado reciente, ha de ser para cada uno de nosotros, la oportunidad de mirar hacia atrás para ver el paso de Dios en nuestra historia personal y reconocer que su amor no ha dejado de estar con nosotros, incluso en las dificultades de la vida personal y social. Más aún, se ha hecho más evidente y cercano en ellas.
A lo largo de todos estos siglos de historia que nos preceden, como una herencia privilegiada de fe, a pesar de las incertidumbres, las vicisitudes y las problemáticas históricas, hemos podido ver, experimentar y palpar en muchos casos, la misericordia infinita de Dios en muchas personas, peregrinos y visitantes, que han sentido su amor personal, su cercanía, consuelo, compasión, perdón y sanación. En la vida de tantos peregrinos y visitantes Dios ha derramado tanto amor que ha movido los corazones de los que aquí se acercaron. La peregrinación a Santiago de Compostela se ha distinguido, a lo largo de la historia, por muchas gracias espirituales y, en especial, por un crecimiento en la fe y en el compromiso cristiano de quienes vienen hasta este lugar. Por eso, miramos el pasado con gratitud porque al recorrer la propia historia descubrimos la acción de Dios en ella y no podemos más que alabarle y darle gracias por todos sus dones.
Manifestamos nuestra gratitud al Papa Francisco, por la prórroga de este Año Santo hasta el 31 de diciembre de 2022. Le agradecemos además que nos esté marcando este rumbo renovado en la Iglesia y en especial por esa mirada a los más frágiles, a los más pobres. Desde aquí le mostramos nuestra comunión afectuosa, que se hace oración por todas sus intenciones. Nuestro agradecimiento también para todos los que de un modo u otro han participado durante estos dos años en la organización del Año Jubilar Compostelano y en todas las celebraciones.
El Año Santo Compostelano nos actualiza una tarea histórica, enraizada en nuestra conciencia cristiana, la acogida del peregrino y de los que nos han visitado. Santiago de Compostela, toda Galicia a través de los diferentes caminos, se convierte en hogar y casa de peregrinos. En este contexto queremos manifestar nuestra gratitud a todas las instituciones civiles y de gobierno -Xunta de Galicia, Ayuntamiento de Santiago de Compostela, Administración central-, a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que han colaborado y facilitado un buen desarrollo del Año Santo.
A los 40 años del Discurso Europeísta de San Juan Pablo II
En este contexto, recordamos también con profunda gratitud el memorable discurso que con sentido profético pronunciaba san Juan Pablo II en la Catedral compostelana hizo cuarenta años, el día 9 de noviembre de 1982, con ocasión de su primer viaje apostólico a España, en el que habló de las raíces cristianas de Europa y de su necesaria renovación espiritual y humana. Llegó como maestro y como testigo, para confirmarnos en la fe y alentarnos en una nueva evangelización, tan necesaria entonces como lo es hoy para el mundo. Aquí, ante la tumba del Apóstol, hizo una solemne y estremecedora llamada a la reconstrucción de Europa: “Vuelve a encontrarte. Sé tú misma. Descubre tus orígenes. Aviva tus raíces. Revive aquellos valores auténticos que hicieron gloriosa tu historia y benéfica tu presencia en los demás continentes”[1]. San Juan Pablo II era consciente de que Santiago de Compostela, meta de uno de los Caminos de peregrinación más importantes de la cristiandad, conservaba la memoria de Europa y las raíces de su identidad.
Somos sabedores de la riqueza que el cristianismo ha aportado a la cultura europea y que puede sintetizarse en la afirmación de la dignidad trascendente de la persona humana, del valor de la razón, de la libertad, entendida como la capacidad de establecer vínculos y construir algo común. Pero, al mismo tiempo, no nos es ajeno el peligro de abandonar esas raíces cristianas que supondría prescindir de una inspiración y ayuda para uno de los mayores retos del presente: la unidad. Por esa razón, “el sepulcro del Apóstol se encuentra en un extremo del occidente europeo, no en su centro estratégico. Esto nos sensibiliza para lanzar una llamada desde la ciudad de Santiago para que Europa acoja, sin perder su identidad, a los que vienen de todos los extremos de la tierra. Esta es la experiencia de encuentro que hacen los peregrinos en nuestra Catedral. La diferencia, cuando es vivida desde el mismo Espíritu, nos constituye en un solo cuerpo”[2].
Hemos de recuperar con fidelidad creativa la herencia cristiana que ha tenido un influjo decisivo en el proceso de la configuración de Europa. Es necesario pues, recorrer de nuevo este Camino para encontrarse con el Señor, para vivenciar la Iglesia y la unidad apostólica de la Iglesia. Es lo que San Juan Pablo II llamaba las raíces de Europa, las raíces cristianas de Europa. Descubrir estas raíces es tarea nuestra, como un modo de renovar la Iglesia y hacer realidad una Europa que siga siendo un lugar de acogida y crecimiento no solo en relación con lo material, sino, sobre todo, en humanidad.
- Vivir el presente con entusiasmo misionero
“Y esta es mi oración: que vuestro amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores. Así llegaréis al Día de Cristo limpios e irreprochables, cargados de frutos de justicia, por medio de Cristo Jesús, para gloria y alabanza de Dios (Flp 1, 9-11)
A la luz de las palabras del Apóstol san Pablo a los filipenses, quiero invitaros a que viváis el presente con pasión evangelizadora[3], respondiendo a la llamada de Dios y a los desafíos de la Nueva Evangelización. Las celebraciones de los Años Santos Compostelanos buscan favorecer la realización integral de la persona y son una llamada constante a la conversión que nos ayuda a renovarnos espiritualmente, recordando los contenidos de nuestra fe y acogiendo la salvación para ser evangelizadores en medio de la indiferencia religiosa, incertidumbre moral y pérdida del sentido transcendente[4].
3.1. Crisis económica y moral
Nuestra sociedad está pasando por una profunda crisis moral y económica, que afecta a casi todos los ámbitos de la vida: a la familia, a la educación, a la confianza en la clase política y a su servicio a nuestra sociedad, a la economía y al trabajo. Las causas son diversas. Pero esta crisis no es más que la punta del iceberg de una crisis mucho más profunda que atañe a las entrañas del funcionamiento de nuestra sociedad y que desde hace años atraviesa la humanidad. El fundamento de esta crisis es espiritual y moral[5]. Cuando eliminamos a Dios de la escena pública, desaparecen los referentes morales, languidece el absoluto, entra el relativismo, prima la codicia personal y el sistema económico se colapsa. La economía está en crisis porque el sistema de valores de nuestra sociedad está en crisis.
Así lo indica con acierto el papa Francisco cuando señala el grave peligro de caer en el relativismo, porque genera ausencia de misericordia: la persona que cae en el relativismo se hace dura de corazón. “Este relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si quienes no recibieron el anuncio no existieran”[6].
En el contexto del laicismo y relativismo, la tecnología y la electrónica, la movilidad y los viajes rápidos, la exploración del espacio y las superautopistas de la información, todo parece indicar que las personas buscan echar raíces en el suelo firme y estable de lo sagrado. Cuanto más rápidamente camina la humanidad, tanto mayor es la necesidad que siente de unos cimientos firmes. A la vista del mal y del sufrimiento de la violencia y de la guerra en el mundo, nos faltan palabras y nos encontramos con frecuencia en la noche oscura de la fe. No es un tiempo para estar distraídos, sino para despertar en nosotros la capacidad de ver lo esencial en medio de lo accidental[7].
Ahora bien, “una crisis, escribía Hannah Arendt, nos obliga a volver a plantearnos preguntas y nos exige nuevas o viejas respuestas, pero, en cualquier caso, juicios directos”[8]. ¿Qué nos enseña la situación en la que nos encontramos ahora? ¿Qué podemos aprender de la realidad? ¿Estamos tentados a darnos por vencidos? El Señor nos invita a superar el desconcierto para encontrar el camino que nos ayude a ir más allá de los esquemas mentales a los que estamos acostumbrados, superando nuestra tristeza espiritual. Estamos llamados a reinventarnos, a centrarnos en las cosas que realmente importan. Por utilizar una imagen de la literatura clásica, no debemos hacer como Ulises, es decir, taparnos los oídos para resistir a las sirenas, sino como Orfeo, que inventa un canto más hermoso para superar las dificultades[9]. En medio de la complejidad que nos toca vivir religiosa, social y cultural, es necesario más que nunca una palabra de aliento que proclame de nuevo que Dios nos sostiene para afrontar con confianza y responsabilidad esta situación que a todos nos afecta. Estamos inmersos en una sociedad necesitada de hombres y mujeres que sostengan la esperanza de muchas personas que miran el futuro con pesimismo y que, al mismo tiempo, les propongan la fe en Jesucristo como él único capaz de dar sentido a sus vidas.
Los peregrinos jacobeos han manifestado que es necesario preservar la expresión pública del hecho religioso y valorar la religión como una aportación positiva para la cohesión social en medio de una crisis, cuyas raíces son culturales y antropológicas, y que debe ser interpretada como los dolores de un parto, como una transición dolorosa llamada a alumbrar una nueva forma de convivencia que transforme radicalmente nuestro estilo de vida para una nueva civilización, la que tiene una referencia espiritual con sus principios morales y sociales, su cultura, su arte y su sensibilidad, siguiendo la tradición cristiana que la articuló profundamente en cada una de sus fibras[10].
Los cristianos debemos comprometernos con la renovación moral de nuestra sociedad, que nos impulsa a adoptar una forma de vida más austera y solidaria, y un mayor compromiso con los que más lo necesitan. “La espiritualidad cristiana propone un crecimiento con sobriedad y una capacidad de gozar con poco. Es un retorno a la sobriedad que nos permite detenernos a valorar lo pequeño, agradecer las posibilidades que ofrece la vida sin apegarnos a lo que tenemos ni entristecernos por lo que no poseemos. Esto supone evitar la dinámica del dominio y de la mera acumulación de placeres”[11].
3.2. Crisis de fe, desafío para la Iglesia
“Entonces Jesús les dijo a los Doce: “¿También vosotros queréis marcharos?” (Jn 6, 67). La pregunta de Jesús ¿también vosotros queréis marcharos? deja al descubierto el drama que se desarrolla entre el Maestro y sus discípulos. También es una pregunta adecuada para nosotros en el momento actual; para nuestras comunidades, para nuestra Iglesia diocesana. Estamos viviendo tiempos difíciles para la fe, tiempos de cambio; tal vez nos damos cuenta de lo nuevo que está surgiendo pero es difícil dejar aquello viejo a lo que estamos acostumbrados. Tenemos la tentación de mostrarnos indiferentes o de encerrarnos esperando a que la tormenta pase pronto. Vemos que existe una profunda crisis de fe que afecta a amplios grupos de personas; una apostasía silenciosa de muchos bautizados.
La pregunta de Jesús es dura, pero muestra que no tiene miedo de permanecer solo y no busca fáciles consensos: ¿También vosotros queréis marcharos? Jesús está seguro de la fidelidad de Dios Padre y sabe que no está solo, pero quiere que sus discípulos elijan y decidan. El Evangelio dice que algunos, escandalizados por las palabras del Maestro, se fueron. ¿Por qué? ¿Quizás por miedo? ¿Superficialidad? ¿Apego a las tradiciones? ¿Demasiado esfuerzo para seguir ahora a este exigente Maestro? Al final, lo que falta es la fe. Me pregunto si la provocación del Señor no se puede aplicar a nuestro hoy. Hemos pasado de una vocación cristiana que se acogía con entusiasmo, pero que luego tal vez se quedó en una adhesión exterior que no sabía integrar las dificultades de creer y perseverar, a un cristianismo más social, de tradición, que nos parece importante, pero que no tiene empuje, al que le falta entusiasmo y amor. Nos cansamos. Al igual que los discípulos, sufrimos la tentación de mirar hacia atrás y alejarnos del Señor.
Como afirmó el papa Francisco: “Todo esto tiene una particular importancia en nuestro tiempo, porque no estamos viviendo simplemente una época de cambios, sino un cambio de época”[12]. Ya no estamos en lo que el Papa Francisco llama el régimen de cristiandad. La sociedad es pluralista, a menudo no creyente; se siente atraída por otros valores; es víctima de las economías de mercado y de un individualismo exasperado que lleva a relativizarlo todo, orientado hacia un vago deseo de felicidad. En este contexto sociocultural, la fe no puede seguir considerándose como un presupuesto obvio de la vida cotidiana; es, por lo tanto, necesario proponerla desde otras claves y con pasión renovada.
Como Iglesia nos preguntamos y le preguntamos al Señor: ¿Qué debemos hacer, a dónde debemos ir? La tentación es detenerse al borde del camino, sin esperanza, con pesimismo. Soñamos con tiempos pasados y a veces intentamos, de manera anacrónica, aferrarnos al pasado, tal vez perpetuando los caminos y formas que han nutrido a la comunidad cristiana, ya que estaban enraizados en un contexto cultural y relacional bien definido, pero que hoy no son significativos, no transmiten la alegría de pertenecer a Cristo. Insistimos en utilizar métodos y visiones pastorales que exigen no poco esfuerzo pero que luego dan escasos e inadecuados frutos. Sentimos como sacerdotes, religiosos y fieles laicos que nuestro estilo pastoral ya no es efectivo en el contexto actual, e incluso nuestro anuncio del Evangelio corre el riesgo de ser transmitido sin entusiasmo. Como los discípulos que le preguntaron a Jesús: Señor, ¿a quién iremos? (Jn 6, 68), debemos entender que la crisis del momento presente no es un incordio pasajero que hay que soportar, sino que es una oportunidad para reorientar el rumbo de nuestro peregrinar.
El Año Santo Compostelano ha sido una ocasión providencial para tomar conciencia del momento presente y escuchar de nuevo a Cristo que nos dice: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca” (Jn. 15,16); y, en consecuencia, sentirnos llamados a superar la pasividad e involucrarnos con mayor ardor en la tarea de la evangelización.
Somos invitados a anunciar el Evangelio en su verdad, sin edulcorarlo, sino dejándonos alcanzar de nuevo por Cristo según San Pablo. Como Iglesia, como comunidad de bautizados, debemos afrontar con valentía este momento no fácil. Cuando le decimos: Señor, ¿a quién iremos? hacemos nuestra profesión de fe y le decimos que hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios… El Señor nos invita a confiar en él. Debemos pasar de una pastoral en la que la principal preocupación es hacer programas y utilizar las estructuras, a una pastoral que debe poner a las personas en el centro de su reflejo y acción. Es un buen momento para mirar el presente de nuestra Iglesia y hacernos aquella pregunta de San Pablo VI en Evangelii Nuntiandi: “La Iglesia ¿es más o menos apta para anunciar el Evangelio y para inserirlo en el corazón del hombre con convicción, libertad de espíritu y eficacia?”[13]. Como pastores y como cristianos debemos preguntarnos si nuestro testimonio cristiano y nuestra misión evangelizadora responden de verdad a nuestra condición de discípulos misioneros de Cristo.
3.3. El Camino de Santiago, camino de fe
3.3.1. La condición itinerante del ser humano
La peregrinación o camino es una de las expresiones antropológicas con mayor alcance más allá de la confesionalidad religiosa y puede ser calificada como una “parábola o alegoría” de la existencia del hombre. La condición del ser humano como homo viator es el presupuesto antropológico y teológico sobre el que se asienta la peregrinación a Santiago de Compostela y constituye una imagen precisa de la naturaleza y de la existencia del hombre que justa y cabalmente se han definido como peregrinas.
El descubrimiento para muchos peregrinos de la naturaleza es uno de los mayores recuerdos que evocan cuando hablan de sus experiencias. De igual forma, la vivencia del encuentro con la diversidad humana. El camino se transforma así en el descubrimiento de los otros, en una aventura humana, en una empresa de amor al prójimo y valoración de la alteridad como forma de vida. Alteridad que llama a la trascendencia anhelada y, muchas veces, encontrada. Pues las circunstancias que rodean la peregrinación contribuyen a redescubrir el sentido de la vida que Dios nos ofrece como don y como tarea, don que hemos de agradecer cada día, y tarea a realizar en nuestra existencia cotidiana. Por ello la peregrinación a Santiago le ofrece a la persona la posibilidad de llevar hasta el final esta búsqueda, porque en ella el camino es inseparable de la meta.
La visión cristiana del mundo, introducida por Agustín de Hipona y profundizada por un buen número de filósofos cristianos ha dado lugar a que “la peregrinación en sus diferentes formas sea el símbolo más adecuado para entender la vida del hombre, que se percibe fundamentalmente como camino hacia la eternidad, la verdad y la plenitud”[14]. Por lo que al recorrer el Camino de Santiago se despierta en la conciencia del peregrino la vida como una marcha hacia una meta. Esta meta es el sepulcro del Apóstol, es Dios, es la vida eterna.
3.3.2. La vida cristiana es una peregrinación al encuentro con Dios
La tradición cristiana, atenta a la riqueza bíblica y espiritual de los siglos pasados, no reduce la peregrinación a la vivencia de un momento que se consume en la excepcionalidad del acontecimiento vivido, sino que pide entrar en el espíritu itinerante y aceptar la imprevisibilidad y el desafío del camino. En este sentido, “hacerse peregrino” implica una actitud de confianza, una respuesta de fe y apertura en la esperanza.
El camino es una experiencia espiritual que abre a lo nuevo, a lo desconocido. Es un desinstalarse de la existencia habitual dejando atrás el hombre viejo de la antigua condición humana para poder encontrar al que valoro más que todo lo dejado, al hombre nuevo: Cristo. La partida implica un desprendimiento de las propias certezas humanas y de la propia tierra. Dejar una parte de la propia historia para encomendársela a Aquel que nos llamó, es condición ineludible del peregrino. En este sentido, ponerse en marcha significa “hacerse pobres”, hacerse disponible a la escucha, al deseo de comunión, de conocimiento de los demás y de nuevas realidades. La salida constituye la primera gran respuesta a la llamada de Dios e implica abandonar las propias comodidades y la esperanza de poder superar las pruebas para conquistar la meta. Por eso solo quien tiene clara la meta acertará al escoger el camino.
La peregrinación cristiana se caracteriza por una expectativa que nace de una nostalgia de infinito, de trascendencia, que tarde o temprano -consciente o inconscientemente- emergerá. Pues la razón más profunda de la peregrinación es la conversión al Dios vivo a través del encuentro consigo mismo. La vida es el encuentro de dos caminos que se buscan para encontrarse. De este modo, el hombre es camino hacia Dios, pero Dios es camino hacia el hombre[15]. Se evidencia cómo en el mismo ser del hombre esta ínsita su relación con Dios[16], su destino a una meta trascendente, a la esperanza que va más allá de la muerte. En el fondo, la peregrinación cristiana simboliza nuestra existencia terrenal. Nos recuerda que estamos hechos para el Cielo y que nuestro camino en esta tierra no es más que una peregrinación hacia la meta definitiva, que es también nuestra morada definitiva, la “Jerusalén celestial”.
3.3.3. Un camino que tiene meta: Santiago testigo del Señor
El Camino nace por y para una meta, nace por la llamada que significa la tumba del Apóstol Santiago, amigo del Señor. No podemos interpretar el camino, desde el punto de vista de su autorreferencialidad, como si la meta fuese el camino en sí mismo. El fin y la meta no es el propio camino.
La razón de ser de la peregrinación culmina con la llegada al destino. Las expectativas de la salida se logran tras el cansancio del largo camino y la paciencia del tiempo invertido. El momento del encuentro con Dios produce alegría, acción de gracias, alabanza. Tres son los motivos que marcan este momento de gracia: la oración, la intercesión y la contemplación, a través de las cuales el peregrino entrega su vida al Señor y sus afectos más profundos; la memoria del pasado y de la realidad que ha dejado a sus espaldas; el compromiso de conversión y renovación de la propia vida.
El Camino de Santiago es un recorrido de fe, penitencia y de oración a la tumba del apóstol Santiago, a las raíces apostólicas de nuestra fe. Es revivir la tradición recibida a través de los apóstoles. Así, “acudir a la tumba de Santiago es recordar el destino universal del Evangelio. Por esto, Santiago nos proyecta fuera de nuestras fronteras hacia la misión; nos adentra en los caminos de la paz, nos lanza al futuro, nos impulsa a la solidaridad con todos los mundos”[17].
Hacer el Camino, aunque sea sirviéndose de los transportes modernos, es solo un medio. Lo importante es llegar a la meta, y cómo se llega a la meta. Porque el Camino de Santiago tiene meta, y esta meta es siempre Jesucristo. Él mismo es “Camino, Verdad y Vida”, el único que puede abrirnos el acceso al Padre para que nos encontremos con Él (cf. Jn 14, 4-6). Jesucristo ha querido hacerse, Él también, peregrino, como en la ruta de Emaús.
3.3.4. Espíritu evangelizador y misionero del Año Santo Compostelano
El peregrino, al retornar a su vida diaria, está llamado a comunicar su experiencia religiosa y espiritual. El peregrino que traspasa el umbral de la Puerta Santa luego habrá de retornar al otro camino, al de la vida de todos los días, al surco del trabajo y de la familia, al debate y al compromiso de la vida social y del mundo llevando en su corazón un empeño más decidido en dar a conocer a Jesucristo, para construir la Iglesia en la comunión y en la misión. Una Iglesia en construcción presente en la sociedad como levadura que hace fermentar a toda la masa (cf. Mt. 13, 33), como servidora y buen samaritano de nuestro pueblo en las horas del temor ante el futuro y de la falta de esperanza (cf. Lc. 10, 33ss), como amiga respetuosa que ofrece lo que tiene: su fe en Cristo, su esperanza en el Reino de Dios, su amor hacia los pobres, los enfermos, los migrantes, los desfavorecidos. Una Iglesia en salida, empeñada en la evangelización y la formación de los laicos, atenta a la pastoral familiar y a la promoción de la vida humana, a una mayor presencia en todos los ámbitos de la vida social, el trabajo, la educación, los medios de comunicación y la cultura.
El papa Francisco exhorta a la Iglesia a estar en salida. ¿Qué significa esto? “Sal de tu tierra”, esto es, de la burbuja que nos aísla del resto del mundo y nos vuelve autorreferenciales; de la zona de confort de la comodidad, el egoísmo y las inercias; de las falsas seguridades que nos proporciona nuestro pequeño mundo, donde no hay espacio para más voces que la nuestra y donde se conjura el riesgo de cualquier cambio con el pretexto de preservar la verdad. Ciertamente, salir sin más del área de nuestras certezas puede exponernos al vaivén de las opiniones cambiantes y de las modas efímeras.
Todo Jubileo encierra una llamada “a salir a la misión”, a ir a las periferias para que a través del testimonio de vida de los cristianos el Evangelio llegue a todos porque a todos está destinada la Buena Noticia del Amor de Dios. Concluido este Año Santo Compostelano hemos de seguir en nuestra misión de conocer, anunciar y proponer la buena noticia del Evangelio a niños, adolescentes, jóvenes, novios, esposos y familias. Esto es tanto más urgente ante el contexto social, cultural, mediático y legislativo tan poco favorable a una visión trascendente del hombre y de la sociedad.
- Abrazar el futuro con esperanza cristiana
“Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza” 1Pe. 3, 15
4.1. Un Año Santo especial: memoria de las víctimas de la pandemia
Después de este período jubilar, se abre ante nosotros un horizonte para crecer en santidad y comunión como Iglesia peregrina al servicio de la misión. Jesús nos dice a todos: “Id y haced discípulos de todos los pueblos, bautizándolos en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado” (Mt. 28,19-20).
Al sufrimiento de las numerosas víctimas de la pandemia se sumó un sentimiento generalizado de miedo y desconfianza. Todo ello ha puesto a prueba la fortaleza psicológica y relacional de las personas y ha generado condiciones de precariedad y situaciones de reclusión y aislamiento. Ciertamente no será fácil borrar de nuestra mente y de nuestro corazón la dura experiencia vivida durante tantos días de encierro y aislamiento forzoso. La pandemia, que ha incidido en la vida de todos nosotros, nos ha ayudado a tomar conciencia dolorosa de lo frágil que es la vida humana y de que no podemos confiar exclusivamente en nuestras propias fuerzas, pues no somos dioses ni dueños de nuestro propio destino.
Muchas personas han experimentado la pérdida de familiares y amigos por causa del virus y han traído su memoria ante el Apóstol Santiago. A pesar de todo, también ha sido un año en el que han experimentado la ternura de Dios de una manera especial. Es cierto también que como nunca antes hemos percibido que pertenecemos a una gran familia espiritual, la Iglesia, donde hemos sentido la cercanía y la solidaridad a través de la oración y la ayuda mutua. Juntos nos hemos dado cuenta de la maravillosa realidad teológica de la comunión santos. Esa experiencia de fraternidad, vivida tendría que empujarnos a superar cualquier rastro de individualismo egoísta y acrecentar nuestra caridad y actitud de servicio a los demás, especialmente a los más pobres y vulnerables. A pesar de todos los sufrimientos y dificultades vividas, una vez más se ha puesto de manifiesto que, incluso en tiempos de oscuridad, Dios siempre nos da la fortaleza de su gracia y sale a nuestro encuentro con su amor providente.
4.2. Mirar con esperanza el futuro
La celebración del Año Santo Compostelano se ha convertido en una luz providencial para muchas personas que han peregrinado a la Tumba del apóstol Santiago buscando un verdadero aliento del Señor para su vida y su fe cristianas. Al recorrer la propia historia reciente descubrimos que, a pesar de la propia fragilidad y debilidad, nuestra fe se ha dirigido a Dios, fuente de la vida y origen de todo bien. Y “si el afligido invoca al Señor, Él lo escucha” (Sal 33).
Hoy sabemos que son muchos los desafíos y las dificultades que tenemos los cristianos para anunciar el Evangelio y vivir nuestro compromiso cristiano, por lo que corremos el peligro de caer en el desánimo y la frustración. El envejecimiento no se produce en la vida cristiana por el paso de los años sino por la tentación del pesimismo y por el debilitamiento de la esperanza. La incertidumbre y el miedo ante el futuro que nos espera, tienen que ser superados por la esperanza cristiana que se apoya en la certeza de que Dios es fiel y cumple sus promesas. “¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!” (Is. 49,15).
De ahí que “la esperanza cristiana nada tiene que ver con un efímero sentimiento optimista; mucho menos con la confianza de que las cosas, por sí mismas, acabarán yendo a mejor. Tampoco es simplemente esa espera paciente mientras pasa la tormenta. Esta disposición puede ser útil en alguna ocasión, pero la esperanza cristiana no es eso. Nace de la fe que hemos recibido, y, al igual que ella, se apoya en Jesús. La esperanza cristiana es esperanza en él. Si hemos puesto nuestra fe en él, descubriremos que lo que hasta ahora imaginábamos como un futuro utópico, es realidad en él, en el ahora de Dios”[18].
Jesucristo resucitado difunde la victoria de su amor transformando el corazón y la conciencia de todo hombre que cree en Él. La conversión tiene lugar en el secreto del corazón donde sólo ve el Padre y donde sólo llega Jesús con su Espíritu, sin otros testigos. Sin embargo, cuando el corazón cambia, la persona entera se renueva. Es la experiencia del camino de Emaús, donde Jesús abre a la esperanza a los dos discípulos que caminaban desalentados (cf. Lc. 24, 13ss). La conversación con el caminante misterioso, poco a poco, enardece el corazón; y al sentarse juntos a la mesa y en el momento de partir el pan se les abrieron los ojos y lo reconocieron[19]. Igual que en el caso de los dos discípulos de Emaús, la esperanza de Jesús se enciende en nosotros y esa luz resplandece en toda nuestra persona.
La antigua Carta a Diogneto describe cómo veía la gente a los cristianos. Después del bautismo, aparentemente eran ciudadanos como ellos, en el vestido, en las casas, en las relaciones. Sin embargo, los paganos percibían en ellos una transformación completa que infundía una serenidad y una esperanza extraordinarias incluso cuando eran perseguidos injustamente. Los cristianos siempre han sido hombres de esperanza. Su fuerte y profunda serenidad atraía a los no creyentes hacia la Iglesia que es y debe ser casa de la esperanza. Una esperanza viva es lo que nos pone en movimiento, lo que hace posible el progreso y el avance en la vida del hombre. Todos los nuevos impulsos de la sociedad y de la propia Iglesia, todos los empeños, los sacrificios, en definitiva, las opciones que vamos tomando en la vida están motivados por la esperanza en alcanzar una meta. Toda persona necesita una esperanza que le ayude a afrontar el presente. “No nos dejemos robar la esperanza”[20]. Gracias a ella, igual que los peregrinos que llegan a la tumba del Apóstol, continuamos y reemprendemos nuestro camino con la seguridad de que nuestros esfuerzos no son vanos, pues, nos conduce el Espíritu del Señor Resucitado que obra cosas grandes con nosotros en la Iglesia y en la sociedad. La mirada de fe y de esperanza hacia el futuro despierta siempre ilusión y voluntad de servicio.
Por lo tanto, a pesar del cansancio y del desaliento, el Señor nos envía de nuevo. Como los Apóstoles, después de Pentecostés, comenzaron a anunciar con valentía la Buena Nueva, también vosotros, después de este Año Santo, renovad vuestra esperanza en aquel que hace nuevas todas las cosas. Cada uno haciendo uso de los dones recibidos, poniéndolos al servicio de los demás, contribuirá a la edificación de toda la comunidad humana y cristiana, teniendo especial cuidado de los hermanos más pequeños y frágiles, de los más pobres y desfavorecidos.
Recordemos que el objetivo de este Año Santo Compostelano expresado en la carta pastoral de convocatoria fue Sal de tu tierra. El Apóstol Santiago te espera. “Poneos en camino” nos dice el Señor en el Evangelio (Lc. 10, 3). Como nos recuerda el papa Francisco, la misión pide evangelizadores que se abren sin temor a la acción del Espíritu Santo para anunciar la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios[21]. Para ello, nuestra mirada deberá fijarse en Jesucristo, que es el mismo, ayer, hoy y siempre.
El Año Jubilar haya propiciado la conversión pastoral y misionera tan necesaria y urgente en nuestra Iglesia, en sus miembros y comunidades, como nos pide insistentemente el Papa Francisco[22]. Al finalizar este Año Santo Compostelano os invito a redescubrir con alegría nuestro ser miembros de la Iglesia. Necesitamos crecer en comunión y a caminar juntos favoreciendo la corresponsabilidad de todos en la vida y misión de la Iglesia.
La peregrinación es un viaje que se realiza movidos por la fe y la esperanza, y en el que no sólo es importante el destino al que se llega, sino la experiencia de peregrinar en sí misma, que no hacemos solos, sino con los otros, compañeros de ruta, peregrinos como nosotros. Los esfuerzos y sacrificios de la peregrinación, las relaciones fraternas entre los peregrinos y quienes los acogen, provocan la lectura de un significado que enmudece la cultura pragmática y la realidad de lo inmediato en la que vivimos[23]. En ese viaje aprendemos a “caminar juntos”. Esta experiencia exige dejar de lado las actitudes individualistas y abrirnos al conocimiento de los que caminan conmigo. Y al mismo tiempo compartir y valorar la riqueza que los compañeros de camino me aportan.
Precisamente ser Iglesia es caminar juntos. El papa Francisco nos ha invitado a reflexionar sobre la manera en que la Iglesia está caminando unida, o no, y cómo mejorar la participación de todos los creyentes para responder a la vocación y la misión de cada cristiano de llevar el Evangelio al mundo de hoy. Para ello, ha propuesto un camino sinodal con el objetivo de invitar a todos los bautizados a implicarse con conciencia y responsabilidad en la escucha del Señor para identificar cómo, dónde y de qué manera se puede anunciar, testimoniar, vivir el Evangelio en esta etapa de la historia.
No podemos caminar juntos si no arde en nosotros el fuego del Espíritu que el Señor entregó a su Iglesia en Pentecostés para iluminarla y sostenerla y, con la riqueza de sus dones, empujarla continuamente a salir con imaginación y valentía a anunciar a todos el Evangelio y llevar a todos al encuentro decisivo con el Señor. Su misión será tanto más fecunda cuanto más esté animada por el fuego del Espíritu.
Tampoco podemos vivir un verdadero camino sinodal si no percibimos la presencia del Señor que nos acompaña, si no escuchamos su palabra alentadora, si no lo reconocemos en la participación eucarística de partir el pan el domingo, si no sentimos la responsabilidad de ir juntos a compartir con todos nuestro encuentro con el Resucitado. Nuestro camino será sinodal si se realiza con la implicación real de todos y cada uno, sin la ambición de reconocimientos individuales, sino desde la experiencia de la fe vivida y compartida en la sociedad y en la Iglesia.
También será imprescindible que nos pongamos en actitud de escucha. Una Iglesia en movimiento debe ser una Iglesia que escucha sobre todo al Señor, su Palabra, haciéndola cada vez más decisiva en la vida. Un camino sinodal es verdadero si la Iglesia escucha a todos sus hermanos y hermanas, cercanos y lejanos, con la conciencia de que en su experiencia de vida el Espíritu siembra luz para todos.
Pongamos nuestras vidas bajo la protección de la Virgen María, Madre de la Iglesia y aprendamos de ella que “se puso en camino” (Lc. 1,39), el arte de ir hacia los demás llevando los dones que hemos recibido del Espíritu Santo. En María, la Madre de Jesús, descubrimos todo lo que se refiere a Jesucristo y, en consecuencia, a nuestra salvación y a la Iglesia. Ella es la Virgen hecha Iglesia, expresión simbólica de la vida y misión de la Iglesia que escucha la Palabra y la encarna para transmitirla en el hoy de nuestra historia. Como María hemos de ser la Iglesia que escucha, pero que también encarna la Palabra para proclamar la salvación. Ella alentará nuestros esfuerzos por difundir a nuestro alrededor la alegre noticia del Evangelio de Jesucristo.
Conclusión
Al llegar al final de esta Carta, quiero expresar mi deseo más profundo de que este Año Santo Compostelano que hemos celebrado, revitalice nuestra fe a todos los que formamos esta iglesia particular de Santiago de Compostela, y a todos los peregrinos que han participado en él. Que Santiago, el amigo del Señor, y Santa María, la Virgen Peregrina, intercedan por todos nosotros para que los frutos de esta celebración jubilar nos ayuden a fortalecer nuestra vida cristiana y seamos una Iglesia que brilla por su amor al Señor, la fuerza de la caridad y el celo apostólico por llevar a todos la alegría del evangelio.
Os bendice con afecto en la solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María 2022.
+ Julián Barrio Barrio
Arzobispo de Santiago de Compostela
[1] Juan Pablo II, Discurso en la catedral de Santiago de Compostela, 9 de noviembre de 1982. (Mensaje de Juan Pablo II a España, Madrid, BAC, 1982, págs. 259-260)
[2] J. Barrio Barrio, Sal de tu tierra. El apóstol Santiago te espera. Carta pastoral en el Año Santo 2021, Santiago de Compostela, 2019, nº 108.
[3] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 78.
[4] Cf. J. Barrio Barrio, Perspectivas ante el Año Santo de 2021. Peregrinos en la fe, por el camino de la esperanza y arraigados en el amor, (Discurso en la inauguración del Congreso de Acogida en los Caminos de Santiago, 8 de noviembre de 2018).
[5] Benedicto XVI, Discurso en el aeropuerto de Santiago de Cuba, 26.03.2012.
[6] Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 80.
[7] Cf. J. Barrio Barrio, El Año Santo Compostelano y los retos antropológicos actuales, Conferencia pronunciada en el Club Faro de Vigo, el 30 de Noviembre de 2020.
[8] H. Arendt, Entre el pasado y el futuro, Barcelona 1996, p. 186.
[9] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Christus vivit, 223.
[10] Cf. J. Barrio Barrio, o.c., 30 de Noviembre de 2020.
[11] Francisco, Carta encíclica Laudato Si´, 222.
[12] Francisco, Discurso del Santo Padre Francisco a la Curia Romana con motivo de las felicitaciones navideñas, Sábado, 21 de diciembre de 2019.
[13] Pablo VI, Exhortación Apostólica Evangelii Nuntiandi, 4.
[14] J. Barrio Barrio, Peregrinar en espíritu y en verdad. Escritos jacobeos, Santiago, 2004, 146.
[15] J. Barrio Barrio, Peregrinos por gracia. Carta Pastoral del Arzobispo de Santiago de Compostela en el Año Santo Compostelano 2004, Arzobispado de Santiago de Compostela, 2004, nº 10.
[16] Id., Peregrinar en espíritu y en verdad. Carta Pastoral del Arzobispo de Santiago en el Año Jubilar Compostelano 1999, nº 4-5.
[17] J. Barrio Barrio, Peregrinos de la fe y testigos de Cristo resucitado. Carta Pastoral del Arzobispo de Santiago de Compostela en el Año Santo Compostelano 2010, Arzobispado de Santiago de Compostela, 2010, nº 15.
[18] J. Barrio Barrio, Sal de tu tierra. El Apóstol Santiago te espera. Carta Pastoral en el Año Santo 2021, Santiago de Compostela, 2019, nº 92.
[19] Id., Peregrinos por gracia. Carta Pastoral del Arzobispo de Santiago de Compostela en el Año Santo Compostelano 2004, Arzobispado de Santiago de Compostela, 2004, nº 55.
[20] Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 92.
[21] Cf. Francisco, Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium, 259.
[22] Cf. Ibid., 25.
[23] Cf. J. Barrio Barrio, Sal de tu tierra. El Apóstol Santiago te espera. Carta Pastoral en el Año Santo 2021, Santiago de Compostela, 2019, nº 66.