Cantalamessa invita a sacar del olvido todo un clásico espiritual: «Imitación de Cristo», el Kempis

El capuchino Raniero Canalamessa, predicador de la Casa Pontificia, anima a rescatar del olvido todo un clásico: la Imitación de Cristo, del fray Tomás de Kempis (1380-1471), un canónigo agustino alemán que consagró con esa obra la llamada devotio moderna [devoción
moderna], que reposa fundamentalmente en la interioridad por contraste
con formas anteriores más vinculadas a la liturgia y la oración
colectiva.


El padre Cantalamessa habló al respecto durante la predicación
cuaresmal a la Curia Romana este viernes en la Capilla Redemptoris Mater
del Palacio Apostólico, donde señaló la necesidad de intensificar la vida interior en unas palabras que llevaban por título una expresión de San Agustín: In te ipsum redi! [¡Entra en ti mismo!].


El “lugar” en que cada uno de nosotros entra en contacto con el Dios
vivo es la Iglesia “en sentido universal y sacramental”, pero “en
sentido personal y existencial es nuestro corazón”, afirmó. Aunque no
todos podemos retirarnos al desierto para encontrar al Padre, como hizo
Jesucristo, “todos podemos refugiarnos en el desierto interior que es nuestro corazón“.
Como Zaqueo -comparó-, “buscamos a Jesús y lo buscamos fuera, por las
calles, entre la multitud. Y es el mismo Jesús quien nos invita a entrar
en nuestra casa en nuestro propio corazón, donde él desea encontrarse
con nosotros”.


Hoy se ha perdido el aprecio a esta interioridad, lamentó: “Un
síntoma revelador de este descenso del gusto y estima de la interioridad
es la suerte que ha tocado a la Imitación de Cristo, que es una especie de manual de introducción a la vida interior. De libro más amado entre los cristianos, después de la Biblia, ha pasado, en pocas décadas, a ser un libro olvidado”.



Durante los siglos XIX y XX se popularizaron cientos de ediciones
del Kempis (Imitación de Cristo), muchas de ellas en formatos muy
pequeños para poder llevarlo siempre encima y servir de meditación en el
templo o en cualquier lugar.


Señaló causas culturales generales, como “la emergencia de lo
«social», que es ciertamente un valor positivo de nuestros tiempos, pero
que, si no se reequilibra, puede acentuar la proyección hacia lo
exterior y la despersonalización del hombre”. Pero también causas
específicas de la Iglesia, como el hecho de que el “ideal antiguo de la fuga del mundo se haya sustituido a veces el ideal de la fuga hacia el mundo.
El abandono de la interioridad y la proyección hacia lo externo es un
aspecto -y entre los más peligrosos- del fenómeno del secularismo”.


El padre Cantalamessa explicó que la búsqueda del encuentro con Dios
en el interior de cada uno está muy presente tanto en el Antiguo como en
el Nuevo Testamento. Por un lado, “ya los profetas de Israel
lucharon para trasladar el interés del pueblo desde las prácticas
exteriores de culto y del ritualismo, a la interioridad de la relación
con Dios
“. Por otro, “es el tipo de reforma religiosa que Jesús
retomó y llevó a cabo… Quiso renovar la religiosidad judía, terminada
a menudo en lo seco del ritualismo y del legalismo, poniendo en el
centro de ella una relación con Dios intima y vivida”.


“¿Por qué es urgente volver a hablar de interioridad y redescubrir el
gusto sobre ella?”, se interrogó. Porque “vivimos en una civilización
toda proyectada hacia lo exterior”. Y porque “evadirse, es decir, salir
fuera, es una especie de palabra de orden… La evasión está, por así
decirlo, institucionalizada. El silencio da miedo. No se logra vivir, trabajar, estudiar sin alguna voz o música alrededor. Hay una especie de horror vacui, de miedo del vacío, que impulsa a aturdirse“.


Sin embargo, “la interioridad es la vía para una vida auténtica”,
porque “para el cristiano la autenticidad verdadera no se alcanza más
que viviendo «coram Deo», en la presencia de Dios… Disipación es el nombre de la enfermedad mortal que nos acecha a todos“.


Cantalamessa exhortó en particular a los consagrados a buscar la
soledad y el silencio de forma efectiva: “Hay algunos que sueñan con la
soledad, pero la sueñan solamente. La aman, siempre que se mantenga en
el sueño y no se traduzca nunca en la realidad. En realidad, rehúyen de
ella, tienen miedo de ella. La desaparición del silencio es un síntoma grave.
Han sido eliminados casi en todas partes esos carteles típicos que en
cada pasillo de las casas religiosas reclamaban en latín: Silentium! Yo creo que en muchos ambientes religiosos es necesario el dilema: ¡O silencio o muerte! O se reencuentra un clima y tiempos de silencio y de interioridad o es el vaciamiento espiritual progresivo y total”.


TEXTO ÍNTEGRO DE LA PREDICACIÓN


«¡Entra en ti mismo!»


P. Raniero Cantalamessa, OFM Cap.


Segunda predicación, Cuaresma 2019


© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco.


San Agustín lanzó un llamamiento que a distancia de tantos siglos conserva intacta su actualidad: «In te ipsum redi. In interiore homine habitat veritas»:
«Entra en ti mismo. En el hombre interior habita la verdad»[1] . En un
discurso al pueblo, con insistencia aún mayor, exhorta: «¡Entrad de
nuevo en vuestro corazón! ¿Dónde queréis ir lejos de vosotros? Yendo
lejos os perderéis. ¿Por qué os encamináis por carreteras desiertas?
Entrad de nuevo desde vuestro vagabundeo que os ha sacado del camino;
volved al Señor. Él está listo. Primero entra en tu corazón, tú que te
has hecho extraño a ti mismo, a fuerza de vagabundear fuera: no te
conoces a ti mismo, y ¡busca a aquel que te ha creado! Vuelve, vuelve al
corazón, sepárate del cuerpo… Entra de nuevo en el corazón: examina
allí lo que quizá percibiste de Dios, porque allí se encuentra la imagen
de Dios; en la interioridad del hombre habita Cristo, en tu
interioridad eres renovado según la imagen de Dios»[2].


Continuando el comentario iniciado en Adviento sobre el versículo del
Salmo «Mi alma tiene sed del Dios vivo», reflexionemos sobre el «lugar»
en que cada uno de nosotros entra en contacto con el Dios vivo. En
sentido universal y sacramental este «lugar» es la Iglesia, pero en
sentido personal y existencial es nuestro corazón, lo que la Escritura
llama «el hombre interior», «el hombre escondido en el corazón»[3]. A
esta elección nos impulsa también el tiempo litúrgico en que nos
encontramos. Jesús en estos cuarenta días está en el desierto, y es allí
donde lo debemos alcanzar. No todos pueden ir a un desierto
exterior; pero todos podemos refugiarnos en el desierto interior que es
nuestro corazón. «En la interioridad del hombre habita Cristo», nos ha
dicho Agustín.


Si queremos una imagen plástica, o un símbolo que nos ayude a aplicar
esta conversión hacia el interior, nos la ofrece el Evangelio con el
episodio de Zaqueo. Zaqueo es el hombre que quiere conocer a Jesús y,
para hacerlo, sale de casa, va entre la multitud, sube a un árbol… Lo
busca fuera. Pero hete aquí que Jesús al pasar lo ve y le dice: «Zaqueo,
baja enseguida porque hoy tengo que quedarme a tu casa» (Lc 19,5).
Jesús lleva a Zaqueo a su casa y allí, en secreto, sin testigos, ocurre
el milagro: conoce verdaderamente quién es Jesús y encuentra la
salvación. 


Nos parecemos a menudo a Zaqueo. Buscamos a Jesús y lo buscamos
fuera, por las calles, entre la multitud. Y es el mismo Jesús quien nos
invita a entrar en nuestra casa en nuestro propio corazón, donde él
desea encontrarse con nosotros.


Interioridad, un valor en crisis


La interioridad es un valor en crisis. La «vida interior» que en un
tiempo era casi sinónimo de vida espiritual, ahora, en cambio, tiende a
ser mirada con sospecha. Hay diccionarios de espiritualidad que omiten
totalmente las voces «interioridad» y «recogimiento» y otros que las
llevan, pero no sin expresar algunas reservas. Por ejemplo, se destaca
que, después de todo, no hay ningún término bíblico que corresponda
exactamente a estas palabras; que podría haber habido, en este punto, un
influjo determinante de la filosofía platónica; que podría favorecer el
subjetivismo y así sucesivamente. 


Un síntoma revelador de este descenso del gusto y estima de la interioridad es la suerte que ha tocado a la Imitación de Cristo que
es una especie de manual de introducción a la vida interior. De libro
más amado entre los cristianos, después de la Biblia, ha pasado, en
pocas décadas, a ser un libro olvidado.


Algunas causas de esta crisis son antiguas e inherentes a nuestra
propia naturaleza. Nuestra «composición», es decir, el estar
constituidos de carne y espíritu, hace que seamos como un plano
inclinado; inclinado, sin embargo, hacia lo exterior, lo visible y lo
múltiple. Como el universo, tras la explosión inicial (el famoso Big
Bang), también nosotros estamos en fase de expansión y de alejamiento
del centro. «No se sacia el ojo de mirar, ni el oído se sacia nunca de
oír», dice la Escritura (Qo 1,8). Estamos perennemente en «salida», a
través de esas cinco puertas o ventanas que son nuestros sentidos. 


Otras causas son, en cambio, más específicas y actuales. Una es la
emergencia de lo «social» que es ciertamente un valor positivo de
nuestros tiempos, pero que, si no se reequilibra, puede acentuar la
proyección hacia lo exterior y la despersonalización del hombre. En la
cultura secularizada y laica de nuestros tiempos el papel que
desempeñaba la interioridad cristiana fue asumido por la psicología y el
psicoanálisis, las cuales se detienen, sin embargo, en el inconsciente
del hombre y en su subjetividad, prescindiendo de su íntimo vínculo con
Dios. 


En el campo eclesial, la afirmación, con el Concilio, de la idea de
una «Iglesia para el mundo» ha hecho que al ideal antiguo de la
fuga del mundo, se haya sustituido a veces el ideal de la fuga hacia el
mundo. El abandono de la interioridad y la proyección hacia lo externo
es un aspecto —y entre los más peligrosos— del fenómeno del secularismo.
Hubo incluso un intento de justificar teológicamente esta nueva
orientación que ha tomado el nombre de teología de la muerte de Dios, o
de la ciudad secular. Dios —se dice— nos ha dado él mismo el ejemplo. Al
encarnarse, él se ha vaciado, ha salido de sí mismo, de la interioridad
trinitaria, se ha «mundanizado», es decir, dispersado en lo profano. Se
ha convertido en un Dios «fuera de sí».


La interioridad en la Biblia


Como siempre, a la crisis de un valor tradicional, se debe responder
en el cristianismo haciendo una recapitulación, es decir, retomando las
cosas en su principio para llevarlas a un nuevo cumplimiento. En otras
palabras, se trata de partir de nuevo desde la palabra de Dios y, a su
luz, encontrar, en la misma Tradición, el elemento vital y perenne,
liberándolo de los elementos caducos de los que se ha revestido a lo
largo de los siglos. Es lo que el Concilio Vaticano II siguió como
método en todos sus trabajos. Igual que en la naturaleza, en primavera,
se poda el árbol de las ramas de la temporada anterior para hacer
posible que el tronco florezca de nuevo, así hay que hacer también en la
vida de la Iglesia.


Ya los profetas de Israel lucharon para trasladar el interés del
pueblo desde las prácticas exteriores de culto y del ritualismo, a la
interioridad de la relación con Dios. «Este pueblo —leemos en Isaías— se
acerca a mí solo con palabras y me honra con los labios, mientras que
su corazón está lejos de mí y el culto que me rinde es un aprendizaje de
costumbres humanas» (Is 29,13). El motivo es que «el hombre mira las
apariencias, pero Dios escudriña el corazón» (1 Sam 16,7). «Rasgaos el
corazón, no las vestiduras, —se lee en otro profeta» (Jl 2,13).


Es el tipo de reforma religiosa que Jesús retomó y llevó a cabo. Uno
que analice la actuación de Jesús y sus palabras, fuera de
preocupaciones dogmáticas, desde un punto de vista de la historia de las
religiones, nota sobre todo una cosa: que él quiso renovar la
religiosidad judía, terminada a menudo en lo seco del ritualismo y del
legalismo, poniendo en el centro de ella una relación con Dios intima y
vivida. Él no se cansa de apelar a ese ámbito «secreto», el «corazón»,
donde se opera el verdadero contacto con Dios y con su voluntad viva y
del que depende el valor de toda acción (cf. Mt 15,10ss). El llamamiento
a la interioridad encuentra su motivación bíblica más profunda y
objetiva en la doctrina de la inhabitación de Dios, Padre, Hijo y
Espíritu Santo, en el alma del bautizado[4].


Con el paso del tiempo, en la visión bíblica de la interioridad
cristiana algo se había ofuscado, contribuyendo a la crisis de la que he
hablado anteriormente. En ciertas corrientes espirituales, como en
algunos de los místicos renanos, se había ofuscado el carácter objetivo
de esta interioridad. Insisten en volver al «fondo del alma» mediante lo
que ellos llaman «introversión». Pero no siempre resulta claro si
este «fondo del alma» pertenece a la realidad de Dios o a la del yo, o,
peor aún, si es ambas cosas juntas, fusionadas de manera panteísta. 


En los últimos siglos el aspecto del método había acabado por
prevalecer sobre el contenido de la interioridad cristiana, reduciéndola
a veces a una especie de técnica de concentración y de meditación, más
que en el encuentro con Cristo vivo en el corazón, aunque no han faltado
en ninguna época espléndidas realizaciones de la interioridad
cristiana. La beata Isabel de la Trinidad está en la línea de la más
pura interioridad objetiva, cuando escribe: «Yo he encontrado el paraíso
en la tierra, porque el paraíso es Dios y Dios está en mi corazón».


Regreso a la interioridad


Pero volvamos al presente. ¿Por qué es urgente volver a hablar de
interioridad y redescubrir el gusto sobre ella? Vivimos en una
civilización toda proyectada hacia lo exterior. Ocurre en el ámbito
espiritual lo que se observa en el ámbito físico. El hombre envía sus
sondas hasta la periferia del sistema solar, fotografía lo que hay en
planetas lejanos; ignora, en cambio, lo que se agita a pocos miles de
metros bajo la corteza terrestre y no consigue, por eso, prever
terremotos y erupciones volcánicas. También nosotros sabemos, ahora en
tiempo real, lo que sucede en el otro extremo del mundo, pero ignoramos
lo que se agita en el fondo de nuestro corazón. Vivimos como en una
centrifugadora en acción a toda velocidad.


Evadirse, es decir, salir fuera, es una especie de palabra de orden.
Incluso hay una literatura de evasión, espectáculos de evasión. La
evasión está, por así decirlo, institucionalizada. El silencio da miedo.
No se logra vivir, trabajar, estudiar sin alguna voz o música
alrededor. Hay una especie de horror vacui, de miedo del vacío, que impulsa a aturdirse. 


Tuve ocasión de entrar una vez en una discoteca, invitado a hablar a
los jóvenes allí reunidos. Me bastó para hacerme una idea de lo que
reina allí: la orgía del barullo, el ruido ensordecedor como droga. Se
han hecho investigaciones entre los jóvenes a la salida de la discoteca y
a la pregunta: «¿Por qué os reunís en este lugar?»; algunos han
respondido: «¡Para no pensar!». Pero es fácil imaginar a qué
manipulaciones se exponen los jóvenes que han renunciado ya a pensar. 


«Imponedles un trabajo pesado y que lo cumplan; y no hagáis caso de
palabras engañosas», fue la orden del faraón de Egipto (cf. Éx 5,9). La
orden tácita, pero no menos perentoria, de los faraones modernos es:
«¡Imponed el ruido sobre estos jóvenes, que se aturdan con él, de modo
que no piensen, no hagan elecciones libres, sino que sigan la moda que
nos conviene, compren lo que decimos nosotros, piensen como nosotros
queremos!» Para un sector muy influyente de nuestra sociedad, el del
espectáculo y la publicidad, los individuos cuentan solo en cuanto que
son «espectadores», números que hacen subir las «audiencias» de los
programas.


Hay que oponerse con un rotundo «¡no!» a este vaciamiento. Los
jóvenes son también los más generosos y dispuestos a rebelarse contra
las esclavitudes y, de hecho, hay multitud de jóvenes que reaccionan a
este asalto y, en lugar de huir, buscan lugares y tiempos de silencio y
contemplación para reencontrarse de vez en cuando consigo mismos y, en
sí mismos, a Dios. Son muchos, aunque nadie habla de ello. Algunos han
fundado casas de oración y adoración eucarística perpetua y a través de
la Red dan la posibilidad a muchos para que se unan a ellos.


La interioridad es la vía para una vida auténtica. Se habla mucho hoy
de autenticidad y se hace de ello el criterio de éxito o fracaso de la
vida. El filósofo quizá más conocido del siglo pasado, Martin Heidegger,
puso este concepto en el centro de su sistema. Para el cristiano la
autenticidad verdadera no se alcanza más que viviendo «coram Deo», en la presencia de Dios. 


«Un vaquero —escribe Kierkegaard— el cual, si esto fuera posible, es
un yo delante de sus vacas, es un yo muy inferior; un soberano que fuese
un yo frente a sus esclavos, lo mismo. En el fondo ninguno de los dos
es un yo, en ambos casos falta la medida… Pero, ¡qué acento infinito
adquiere el yo cuando adquiere conciencia de existir ante Dios,
convirtiéndose en un yo humano cuya medida es Dios! […] Se habla muchos
de vidas desperdiciadas. Pero desperdiciada es sólo la vida de aquel
hombre que nunca se dio cuenta, porque no tuvo nunca, en el sentido más
profundo, la impresión de que existe un Dios y que él, precisamente él,
su yo, está ante este Dios»[5].


El Evangelio nos narra la historia de uno de estos «vaqueros». Había
huido de la casa paterna y había gastado sus bienes y su juventud,
viviendo disolutamente. Pero un día «entró en sí mismo». Pasó revista a
su vida, preparó las palabras que tenía que decir y se puso en camino
hacia la casa paterna (cf. Lc 15,17). Su conversión se realizó en este
momento, antes de moverse, mientras estaba solo en medio de una piara de
puercos. Se realizó en el momento en que «entró dentro de sí». A
continuación no hizo más que ejecutar lo que había deliberado. La
conversión externa fue precedida por la interior y recibió de esta su
valor. ¡Cuánta fecundidad en aquel «entrar en sí mismo!». 


No son solo los jóvenes los que son arrollados por la oleada de
exterioridad. También lo son las personas más comprometidas y activas en
la Iglesia. ¡También los religiosos! Disipación es el nombre de la
enfermedad mortal que nos acecha a todos. Se termina por ser como un
vestido del revés, con el alma expuesta a los cuatro vientos. En un
discurso dirigido a los superiores de una orden religiosa contemplativa,
San Pablo VI dijo: «Hoy estamos en un mundo que parece enfrascado en
una fiebre que se infiltra incluso en el santuario y la soledad. Ruido y
estruendo han invadido casi todo. Las personas no logran ya recogerse.
Víctimas de mil distracciones, disipan habitualmente sus energías detrás
de las diversas formas de la cultura moderna. Periódicos, revistas,
libros invaden la intimidad de nuestras casas y de nuestros corazones.
Es más difícil que antes encontrar la oportunidad para ese recogimiento
en el cual el alma logra estar plenamente ocupada en Dios».


Santa Teresa de Jesús escribió una obra titulada El castillo interior que
es ciertamente uno de los frutos más maduros de la doctrina cristiana
de la interioridad. Pero existe, por desgracia, también un «castillo
exterior» y hoy constatamos que es posible estar encerrados también en
este castillo. Encerrados fuera de casa, incapaces de entrar de nuevo en
ella. ¡Presos de la exterioridad! San Agustín describe así su vida
antes de la conversión: «Tú estabas dentro de mí y yo estaba fuera y te
buscaba aquí abajo, lanzándome deforme, sobre estas formas de belleza
que son tus criaturas. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me
retenían lejos de ti esas criaturas que no existirían tampoco si no
fuera por ti que las haces existir»[6].


¡Cuántos de nosotros deberían repetir esta amarga confesión: «Tú
estabas dentro de mí, pero yo estaba fuera!» Hay algunos que sueñan con
la soledad, pero la sueñan solamente. La aman, siempre que se mantenga
en el sueño y no se traduzca nunca en la realidad. En realidad, rehúyen
de ella, tienen miedo de ella. La desaparición del silencio es un
síntoma grave. Han sido eliminados casi en todas partes esos carteles
típicos que en cada pasillo de las casas religiosas reclamaban en
latín: Silentium! Yo creo que en muchos ambientes religiosos es
necesario el dilema: ¡O silencio o muerte! O se reencuentra un clima y
tiempos de silencio y de interioridad o es el vaciamiento espiritual
progresivo y total. Jesús llama infierno a «las tinieblas exteriores»
(cf. Mt 8,12) y esta designación es altamente significativa.


No hay que dejarse engañar por la objeción habitual: pero a Dios se
le encuentra fuera, en los hermanos, en los pobres, en la lucha por la
justicia; se le encuentra en la Eucaristía que está fuera de nosotros,
en la Palabra de Dios… Todo cierto. Pero, ¿dónde «encuentras»
realmente al hermano y al pobre, sino en tu corazón? Si los encuentras
sólo fuera, no es un yo, una persona a la que encuentras, sino una cosa;
te chocas más que encontrarlo. ¿Dónde encuentras al Jesús de la
Eucaristía si no en la fe, es decir, dentro de ti? Un verdadero
encuentro entre personas no puede tener lugar más que entre dos
conciencias, dos libertades, es decir, entre dos interioridades. 


Es erróneo, por lo demás, pensar que la insistencia en la
interioridad pueda perjudicar al compromiso activo por el reino y la
justicia; pensar, en otras palabras, que afirmar la primacía de la
intención pueda perjudicar a la acción. La interioridad no se opone a la
acción, sino a un cierto modo de realizar la acción. Lejos de disminuir
la importancia del actuar para Dios, la interioridad la fundamenta y la
preserva.


El eremita y su eremitorio


Si queremos imitar lo que Dios ha hecho al encarnarse, imitémosle
verdaderamente hasta el fondo. Es cierto que él se vació, salió de sí
mismo, de la interioridad trinitaria, para venir al mundo. Sin embargo,
sabemos cómo ha sucedido esto: «Lo que era permaneció, lo que no era lo
asumió», dice un antiguo aforismo a propósito de la Encarnación. Sin
abandonar el seno del Padre, el Verbo vino en medio de nosotros. También
nosotros vamos hacia el mundo, pero sin salir nunca del todo de
nosotros mismos. «El hombre interior —dice la Imitación de Cristo— se
recoge espontáneamente porque no se dispersa nunca del todo en las cosas
exteriores. A él no le perjudica la actividad exterior y las
ocupaciones a su tiempo necesarias, pero sabe adaptarse a las
circunstancias»[7].


Pero tratemos de ver también cómo hacerlo, concretamente, para
recuperar y conservar la costumbre de la interioridad. Moisés era un
hombre muy activo. Pero se lee que se hizo construir una tienda portátil
y en cada etapa del éxodo fijaba la tienda fuera del campamento y
regularmente entraba en ella para consultar al Señor. Allí, el Señor
hablaba con Moisés «cara a cara, como habla un hombre con otro» (Éx
33,11).


Esto no siempre se puede hacer. No siempre se puede uno retirar a una
capilla o a un lugar solitario para recuperar el contacto con Dios. San
Francisco de Asís sugiere otra astucia más al alcance de la mano. Al
enviar a sus frailes por las calles del mundo, decía: Nosotros tenemos
siempre un eremitorio con nosotros dondequiera que vayamos y cada vez
que lo queramos podemos, como eremitas, entrar en esta ermita. «Hermano
cuerpo es la ermita y el alma el eremita que habita dentro de él para
orar a Dios y meditar»[8]. Es la misma recomendación que santa Catalina
de Siena expresaba con la imagen de la «celda interior», que cada uno
lleva consigo y a la que siempre es posible retirarse con el
pensamiento, para reanudar un contacto vivo con la Verdad que habita en
nosotros.


Hemos escuchado al inicio el apremiante llamamiento de San Agustín a
reentrar en el corazón; terminamos escuchando otro llamamiento
igualmente apremiante en la misma dirección, lo que San Anselmo de Aosta
dirige al lector al comienzo de su Proslogion: «¡Venga, pues,
desgracia humana, huye un momento de tus ocupaciones, apártate por un
instante de tus tumultuosos pensamientos! Deshazte de las preocupaciones
que te agobian y pospón tus laboriosos quehaceres. Entrégate un poco a
Dios y descansa un instante en Él. ¡«Entra en el aposento» de tu
espíritu, ahuyenta todo excepto a Dios y lo que te ayude a hallarle y,
«una vez cerrada la puerta», búscale! ¡Ahora di «corazón mío», di todo
entero ahora a Dios: «Busco tu rostro, Señor; tu rostro es lo que
busco»! (Sal 27,8)». 


Con estos deseos y propósitos iniciamos nuestra jornada de trabajo al servicio de la Iglesia.


© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco.
[1] S. Agustín, De vera rel. 39, 72: PL 34,154.
[2] S. Agustín, In Ioh. Ev., 18, 10: CCL 36, 186.
[3] Cf. Rom 7,22; 2 Cor 4,16; 1 Pe 3,4.
[4] Cf. Jn 14,17.23; Rom 5,5; Gál 4,6.
[5] S. Kierkagaard, La malattia mortale, II, en Opere [Ed. C. Fabro] (Florencia 1972) 662-663 [trad. esp. Enfermedad mortal (Alba Libros, Madrid 2005)].
[6] S. Agustín, Confesiones, X, 27.
[7] Imitación de Cristo, II, 1.
[8] Leyenda Perugina, 80: Fuentes Franciscanas, n. 1636.

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