Cantalamessa instruyó a la Curia con el icono de Rublev y la vivencia de Dios de una niña de 4 años

El Papa Francisco
y miembros de la Curia vaticana asistieron este viernes a primera hora
de la mañana a la segunda meditación de Adviento del padre Raniero Cantalamessa,
predicador de la Casa Pontificia, que tuvo lugar en la Capilla Mater
Redemptoris del Palacio Apostólico bajo la consideración de que El Dios vivo es la Trinidad viviente, continuación de la que, la semana anterior, había discurrido sobre esa percepción de Dios en la experiencia personal de cada creyente. (Ver abajo el texto completo de la meditación, traducida por el sacerdote y teólogo Pablo Cervera Barranco.)


En sus palabras iniciales, el padre Cantalamessa relató a los presentes la historia que le remitió por carta una viuda fallecida hace unos años, a quien dirigía espiritualmente.
Una historia cuya autenticidad, señaló, viene marcada por el hecho de
que se la llevó “a la tumba”, sin relatarla nunca a nadie salvo en la
carta que le remitió.


La historia de una niña


Y que se resume así:


“No tenía aún cuatro años y me encontraba en el campo en casa de la
abuela. Una mañana, mientras esperaba en mi habitación a que vinieran a
vestirme, miraba un gran tilo que extendía las ramas delante de la
ventana… De golpe mi atención fue atraída por un resplandor extraño,
de un blanco extraordinario. Cada hoja, cada rama se puso a vibrar como
llamitas de mil velas… Y mi sorpresa aumentó cuando —no sé si con los
ojos del cuerpo o no—  en el centro de todo aquel brillo vi como una mirada y una sonrisa de una belleza y de una benevolencia indecibles.
Tenía el corazón que latía enloquecido; sentí que esa potencia de amor
me penetraba y tuve la sensación de ser amada hasta lo más íntimo de mi
ser. Duró un minuto, un minuto y medio, no lo sé, para mí era la
eternidad….


»No hablé a nadie de este hecho, pero poco tiempo después, escuché a
la cocinera y a otra mujer que hablaban de Dios entre ellas. Dio un
brinco y pregunté: «¿Dios? ¿Quién es?», intuyendo algo misterioso.
«¡Pobre pequeña —dijo la cocinera a la otra mujer—, la abuela es una
pagana y no le enseña estas cosas! Dios —dijo dirigida hacia mí— es
aquel que ha hecho el cielo y la tierra, los hombres y los animales. Es
omnipotente y habita en el cielo». Quedé en silencio, pero dije dentro
de mí: «¡Es a Él a quien he visto!»


»…Una mañana esperaba de nuevo a que vinieran a vestirme. Estaba
impaciente y deploraba el hecho de que mis vestidos de niña se
abotonaran por detrás. Echaba la culpa de todo a la «maldad de los
grandes en relación a los pequeños que están bajo su poder». Al final no
esperé más y dije: «Dios, si tú existes y eres verdaderamente
todopoderoso, abotóname el vestido sobre la espalda para que pueda bajar
al jardín». No había terminado de pronunciar estas palabras cuando mi vestido se encontró abotonado.
Me quedé con la boca abierta, aterrorizada por el efecto de mis
palabras. Las piernas me temblaban, me senté ante el espejo del armario
para constatar si era verdad y para retomar el aliento. No sabía aún qué
significaba la frase «tentar a Dios», pero entendía que habría sido
reducida a polvo si me hubiera opuesto a su voluntad.


»Estaba acostumbrada a vivir sola, pero ahora tenía a Dios que me miraba.
Sentía su mirada invisible posada sobre mí, con una ternura paterna
sobre la que me podía equivocar. Era un padre que podía todo, lo tenía
todo para mí y había creado todas las bellezas de la naturaleza que me
rodeaba. Mi corazón nadaba en la alegría”.


El amor “explica” la Trinidad


De esa experiencia palpable del amor de Dios, tal como lo relató su
dirigida, el padre Cantalamessa pasó a explicar que la Trinidad de Dios
se explica precisamente por el amor: “El único Dios, aquel que en la
Biblia dice: «¡Yo Soy!», es el Padre que engendra al Hijo y que, con él,
espira el Espíritu, comunicándoles toda su divinidad. Es el Dios
comunión de amor, en el que unidad trinidad proceden de la misma raíz y del mismo acto“.


¿Por qué? Porque “la doctrina de la Trinidad está contenida, como en germen, en la revelación de Dios como amor. Decir: «Dios es amor» (1 Jn 4,8) es decir: Dios es Trinidad. Todo amor implica un amante, un amado y un amor que los une“.


Esto es, Padre, Hijo y Espíritu Santo, porque “Dios es amor desde siempre, ab aeterno, porque
antes de que existiera un objeto fuera de sí para ser amado, tenía en
sí mismo al Verbo, el Hijo que amaba con amor infinito, es decir, «en el
Espíritu Santo»
. Esto no explica «cómo» la unidad pueda ser
simultáneamente Trinidad; esto es un misterio incognoscible por nosotros
porque ocurre sólo en Dios. Sin embargo, nos ayuda a intuir «por qué»,
en Dios, la unidad debe ser también pluralidad: porque ¡«Dios es amor»!”


Una lectura del icono de Rublev


Cantalamessa afirmó que el icono de la Trinidad de Rublev,
reproducido en uno de los mosaicos de la capilla en la que se
encontraban, es muy apto para hacernos entrar en contacto con ella:
“Pintado en 1425 para la Iglesia de San Sergio, el icono fue declarado,
por el «concilio de los cien capítulos» de 1551, modelo de todas las
representaciones de la Trinidad”.

Icono de la Trinidad de Andrei Rublev (c. 1360-c. 1430).


“El dogma de la unidad y trinidad de Dios se expresa en el icono de Rublev por el hecho de que las figuras presentes son tres y muy separadas, pero muy semejantes entre sí“,
explicó Cantalamessa: “Están contenidas idealmente dentro de un círculo
que destaca su unidad, mientras que el diverso movimiento,
especialmente de la cabeza, proclama su distinción. Las tres visten, en
el original, una túnica de color azul, signo de la naturaleza divina que
tienen en común; pero encima, o debajo, de ella cada una tiene un color
que la distingue de la otra. El Padre (identificado en género con el
ángel de la izquierda hacia el cual las otras dos personas inclinan la
cabeza), tiene una túnica de colores indefinibles, hecha casi de pura
luz, signo de su invisibilidad e inaccesibilidad; el Hijo, en el centro,
viste una túnica oscura, signo de la humanidad con la que se ha
revestido; el Espíritu Santo, el ángel de la derecha, un manto verde,
signo de la vida, por ser él quien «da la vida». 


Cantalamessa resaltó “la paz profunda y la unidad que emana del conjunto“,
deseos ambos muy profundos en el corazón del hombre: “¿Por qué entonces
es tan difícil hacer unidad, si todos la deseamos tan ardientemente? Es
que nosotros queremos que se haga la unidad, pero… en torno a nuestro punto de vista”. Y los demás quieren lo mismo respecto al suyo.


La perijóresis y la E

ucaristía


¿Cómo vencer esa dialéctica que impide la unidad real? “La Trinidad
nos indica el verdadero camino hacia la unidad. Partiendo de
las personas divinas, en lugar del concepto de naturaleza, los
orientales han encontrado que tenían que asegurar de otro modo la unidad
divina. Lo han hecho elaborando la doctrina de la perijóresis. Aplicada a la Trinidad, perijóresis (literalmente, mutua compenetración) expresa la unión de las tres personas en la única esencia.
Gracias a ella las tres Personas están unidas, sin confundirse; cada
persona se «identifica» en la otra, se da a la otra y hace ser a la
otra”, explicó el predicador de la Casa Pontificia, deduciendo que “la
vía hacia la verdadera unidad está en imitar entre nosotros, en la
Iglesia, la perijóresis divina”.


“Hay un solo «lugar» en el mundo donde la regla «ama a tu prójimo como a ti mismo» es puesta en práctica, en sentido absoluto, ¡y es en la Trinidad!
Cada persona divina ama a la otra exactamente como a sí misma. ¡Qué
distinta es la atmósfera que se respira cuando y en un cuerpo social nos
esforzamos por vivir con estos ideales sublimes ante los ojos!”,
exclamó Cantalamessa.


Sus últimas palabras estuvieron dedicadas a la Eucaristía, porque
“no podemos abrazar el misterio de la Trinidad con nuestra mente, pero
¡podemos entrar en él! Cristo nos ha dejado un medio concreto para
hacerlo, la Eucaristía. En el icono de Rublev, los tres ángeles están
dispuestos en círculo en torno a una mesa; sobre esa mesa hay una copa y
dentro de la copa, se vislumbra un cordero. No se podía decir de forma
más sencilla y eficaz que la Trinidad nos da cita cada día en la Eucaristía“.


ADVIENTO 2018


Segunda predicación del padre Raniero Cantalamessa, 14 de diciembre de 2018


Traducción: Pablo Cervera Barranco. 


El Dios vivo es la Trinidad viviente


Una experiencia del Dios vivo


Cuando se trata del Dios vivo, una experiencia vale más que muchos
razonamientos y yo quisiera empezar esta segunda meditación precisamente
con una experiencia. Hace tiempo recibí la carta de una persona a la
que seguía espiritualmente, una mujer casada y viuda, fallecida hace
algunos años. La autenticidad de sus experiencias está confirmada por el
hecho de que se las ha llevado consigo a la tumba, sin hablar nunca a
nadie, excepto a su padre espiritual. Pero todas las gracias pertenecen a
la Iglesia y quiero, por eso, compartirla con vosotros, ahora que ella
está junto a Dios. Ella me ha hecho recordar la experiencia de Moisés
ante la zarza ardiente. Decía:


“Querido padre, quiero compartir con usted un recuerdo de mi infancia
que no he dicho nunca a nadie. No tenía aún cuatro años y me encontraba
en el campo en casa de la abuela. Una mañana, mientras esperaba en mi
habitación a que vinieran a vestirme, miraba un gran tilo que extendía
las ramas delante de la ventana. El sol naciente le embestía por
delante. Estaba encantada de su belleza, cuando de golpe mi atención fue
atraída por un resplandor extraño, de un blanco extraordinario. Cada
hoja, cada rama se puso a vibrar como llamitas de mil velas. Estuve más
maravillada que cuando vi caer la primera nieve de mi vida. Y mi
sorpresa aumentó cuando —no sé si con los ojos del cuerpo o no—  en el
centro de todo aquel brillo vi como una mirada y una sonrisa de una
belleza y de una benevolencia indecibles. Tenía el corazón que latía
enloquecido; sentí que esa potencia de amor me penetraba y tuve la
sensación de ser amada hasta lo más íntimo de mi ser. Duró un minuto, un
minuto y medio, no lo sé, para mí era la eternidad. Fui llevada de
nuevo a la realidad por un escalofrío helado que me pasó por el cuerpo y
con gran tristeza me di cuenta que la mirada y sonrisa se había
desvanecido y que poco a poco el esplendor del árbol se apagaba. Las
hojas retomaron su aspecto ordinario y el tilo, aunque investido por la
luz radiante de un sol de verano, en comparación con su esplendor
anterior, con mi gran decepción me apareció oscuro como bajo un cielo
lluvioso.


»No hablé a nadie de este hecho, pero poco tiempo después, escuché a
la cocinera y a otra mujer que hablaban de Dios entre ellas. Dio un
brinco y pregunté: «¿Dios? ¿Quién es?», intuyendo algo misterioso.
«¡Pobre pequeña —dijo la cocinera a la otra mujer—, la abuela es una
pagana y no le enseña estas cosas! Dios  dijo dirigida hacia mí – es
aquel que ha hecho el cielo y la tierra, los hombres y los animales. Es
omnipotente y habita en el cielo». Quedé en silencio, pero dije dentro
de mí: «¡Es a él a quien he visto!»


»Y, sin embargo, estaba muy confusa. A mis ojos, la abuela era muy
superior a estas mujeres de servicio, y con todo, la cocinera había
dicho que era una pagana porque no conocía a Dios y yo había entendido
que era un término despreciativo. ¿Quién tenía razón?


»Una mañana esperaba de nuevo a que vinieran a vestirme. Estaba
impaciente y deploraba el hecho de que mis vestidos de niña se
abotonaran por detrás. Echaba la culpa de todo a la «maldad de los
grandes en relación a los pequeños que están bajo su poder». Al final no
esperé más y dije: «Dios, si tú existes y eres verdaderamente
todopoderoso, abotóname el vestido sobre la espalda para que pueda bajar
al jardín». No había terminado de pronunciar estas palabras cuando mi
vestido se encontró abotonado. Me quedé con la boca abierta,
aterrorizada por el efecto de mis palabras. Las piernas me temblaban, me
senté ante el espejo del armario para constatar si era verdad y para
retomar el aliento. No sabía aún qué significaba la frase «tentar a
Dios» , pero entendía que habría sido reducida a polvo si me hubiera
opuesto a su voluntad.


»Estaba acostumbrada a vivir sola, pero ahora tenía a Dios que me
miraba. Sentía su mirada invisible posada sobre mí, con una ternura
paterna sobre la que me podía equivocar. Era un padre que podía todo, lo
tenía todo para mí y había creado todas las bellezas de la naturaleza
que me rodeaba. Mi corazón nadaba en la alegría”


Dios es amor y por eso es Trinidad


Ahora proseguimos nuestra reflexión sobre el Dios Viviente. A quién
nos dirigimos, nosotros cristianos, cuando pronunciamos la palabra
«Dios», sin otra especificación? ¿A quién se refiere ese «tú», cuando,
con las palabras del salmo, decimos: «Oh Dios, tú eres mi Dios» (Sal
63,2)? ¿Quién responde a ello, por así decirlo, al otro lado del cable?
Ese «tú» no es simplemente Dios Padre, la primera persona divina, como
si hubiera existido o fuera pensable, un solo instante, sin las otras
dos. Tampoco es la esencia divina indeterminada, como si existiera una
esencia divina que sólo en un segundo momento se especifica en Dios
Padre, Hijo y Espíritu Santo. 


El único Dios, aquel que en la Biblia dice: «¡Yo Soy!», es el Padre
que engendra al Hijo y que, con él, espira el Espíritu, comunicándoles
toda su divinidad. Es el Dios comunión de amor, en el que
unidad y trinidad proceden de la misma raíz y del mismo acto y forman
una Triunità, en la que ninguna de las dos cosas —unidad y
pluralidad— precede a la otra, o existe sin la otra, ninguno de los dos
niveles es superior al otro o más «profundo» que el otro. 


Ese «tú» al que nos dirigimos en oración, según los casos y la gracia
de cada uno, puede ser una de las tres divinas personas en particular:
el Padre, el Hijo Jesucristo, o el Espíritu Santo, sin que se pierda el
todo. Por la comunión trinitaria, en efecto, en cada persona divina
están presentes las otras dos. La Trinidad es como uno de esos
triángulos musicales que por cualquier lado que se toque vibra todo y da
el mismo sonido. 


El Dios vivo de los cristianos no es otra cosa, en conclusión, que la
Trinidad viviente. La doctrina de la Trinidad está contenida, como en
germen, en la revelación de Dios como amor. Decir: «Dios es amor» (1 Jn
4,8) es decir: Dios es Trinidad. Todo amor implica un amante, un amado y
un amor que los une. Todo amor es amor de alguien o de algo; no se da
un amor «vacío», sin objeto. Ahora bien, ¿quién ama a Dios, para ser
definido amor? ¿El hombre? Pero entonces es amor solo desde hace algún
centenar de millones de años. ¿Ama el universo? Pero entonces es amor
solo desde hace algunas decenas de millones de años. Y antes, ¿a quién
amaba Dios para ser el amor? 


Los pensadores griegos y, en general, las filosofías religiosas de
todos los tiempos, al concebir a Dios, sobre todo como «pensamiento»,
podían responder: Dios se pensaba a sí mismo; era «puro pensamiento»,
«pensamiento de pensamiento». Pero esto no es posible, desde el momento
en que se dice que Dios es ante todo amor, porque el «puro amor de sí
mismo» sería puro egoísmo, que no es la exaltación máxima del amor, sino
su total negación. Y he aquí la respuesta de la revelación, expuesta
por la Iglesia. Dios es amor desde siempre, ab aeterno, porque
antes de que existiera un objeto fuera de sí para ser amado, tenía en sí
mismo al Verbo, el Hijo que amaba con amor infinito, es decir, «en el
Espíritu Santo». 


Esto no explica «cómo» la unidad pueda ser simultáneamente Trinidad;
esto es un misterio incognoscible por nosotros porque ocurre sólo en
Dios. Sin embargo, nos ayuda a intuir «por qué», en Dios, la unidad debe
ser también pluralidad: porque ¡«Dios es amor»! Un Dios que fuera puro
conocimiento o pura ley, o puro poder, ciertamente no tendría ninguna
necesidad de ser trino. Más aún, este hecho complicaría las cosas y de
hecho ¡ningún «triunvirato» ha durado largamente en la historia! No así
con un Dios que es ante todo amor, porque «no puede haber amor entre
menos de dos». «Es necesario —escribió Henri de Lubac— que el mundo lo
sepa: la revelación de Dios como amor desconcierta todo lo que él había
concebido anteriormente sobre la divinidad»[1]. Los cristianos creemos
«en un solo Dios», ¡no en un Dios solitario!


Contemplar la Trinidad para vencer la odiosa división del mundo[2]


Ningún tratado sobre la Trinidad es capaz de hacernos entrar en
contacto vivo con ella como la contemplación del icono de la Trinidad de
Rublev, del que vemos una reproducción en el mosaico que tenemos ante
nosotros, en la cima de la pared de enfrente. Pintado en 1425 para la
Iglesia de San Sergio, el icono fue declarado, por el «concilio de los
cien capítulos» de 1551, modelo de todas las representaciones de la
Trinidad.


Una cosa se debe notar inmediatamente sobre esta imagen. No quiere
representar directamente la Trinidad, que, por definición, es invisible e
inefable. Esto habría sido contrario a todos los cánones de la
iconografía bizantina. Directamente, representa la escena de los tres
ángeles aparecidos a Abraham en el encinar de Mambré (Gén 18,1-15); lo
demuestra claramente el hecho de que en otras pinturas del mismo tema,
antes y después de Rublev, en el icono aparecen también Abraham, Sara,
el becerro y, en el trasfondo, la encina. Sin embargo, esta escena, a la
luz de la tradición patrística, se lee como una prefiguración de la
Trinidad. El icono es una de las formas que asume la lectura espiritual
de la Biblia, es decir, la interpretación de un hecho del Antiguo
Testamento a la luz del Nuevo.


El dogma de la unidad y trinidad de Dios se expresa en el icono de
Rublev por el hecho de que las figuras presentes son tres y muy
separadas, pero muy semejantes entre sí. Están contenidas idealmente
dentro de un círculo que destaca su unidad, mientras que el diverso
movimiento, especialmente de la cabeza, proclama su distinción. Las tres
visten, en el original, una túnica de color azul, signo de la
naturaleza divina que tienen en común; pero encima, o debajo, de ella
cada una tiene un color que la distingue de la otra. El Padre
(identificado en género con el ángel de la izquierda hacia el cual las
otras dos personas inclinan la cabeza), tiene una túnica de colores
indefinibles, hecha casi de pura luz, signo de su invisibilidad e
inaccesibilidad; el Hijo, en el centro, viste una túnica oscura, signo
de la humanidad con la que se ha revestido; el Espíritu Santo, el ángel
de la derecha, un manto verde, signo de la vida, por ser él quien «da la
vida». 


Una cosa impacta sobre todo al contemplar el icono de Rublev: la paz
profunda y la unidad que emana del conjunto. Del icono se desprende un
silencioso grito: «Sed una sola cosa, como nosotros somos una sola
cosa». San Sergio de Radoneż, para cuyo monasterio fue pintado el icono,
se había distinguido en la historia rusa por haber traído la unidad
entre los jefes en discordia mutua y haber hecho así posible la
liberación de Rusia de los tártaros. Su lema era: «Contemplando la
Santísima Trinidad, vencer la odiosa discordia de este mundo». Rublev
quiso recoger la herencia espiritual del gran santo que había hecho de
la Trinidad la fuente inspiradora de su vida y de su labor.


De esta visión de la Trinidad recogemos, pues, sobre todo el llamamiento a la unidad.


Todos queremos la unidad. Después de la palabra felicidad, no hay
ninguna otra que responda a una necesidad tan apremiante del corazón
humano como la palabra unidad. Nosotros somos «seres finitos, capaces de
infinito» y esto quiere decir que somos criaturas limitadas que
aspiramos a superar nuestro límite, para ser «todo de alguna
manera», quodammodo omnia, como se dice en filosofía. No nos resignamos a
ser sólo lo que somos. ¿Quién no recuerda, en los años juveniles, algún
momento de ansiosa necesidad de unidad, cuando hubiera querido que todo
el universo fuera encerrado en un punto y él ser, con todos los demás,
en ese único punto, mientras el sentido de separación y de soledad en el
mundo se hacía sentir con sufrimiento? Santo Tomás de Aquino explica
todo esto diciendo: «Ya que la unidad (unum) es un principio del ser como la bondad (bonum),
resulta de ello que cada uno desea naturalmente la unidad, como desea
el bien. Por ello, como el amor o el deseo del bien causa sufrimiento,
así actúa también el amor o el deseo de unidad»[3] .


Todos, pues, queremos la unidad, todos la deseamos desde lo profundo del corazón.


¿Por qué entonces es tan difícil hacer unidad, si todos la deseamos
tan ardientemente? Es que nosotros queremos que se haga la unidad,
pero… en torno a nuestro punto de vista. Nos parece tan obvio, tan
razonable, que nos sorprendemos cómo los demás no se den cuenta e
insistan en cambio en su punto de vista. Trazamos incluso delicadamente a
los demás el camino para llegar donde estamos nosotros y alcanzarnos en
nuestro centro. El inconveniente es que el otro que va delante de mí
está haciendo exactamente lo mismo conmigo. Por esta vía no se alcanzará
nunca ninguna unidad. Se hace el camino inverso. 


La Trinidad nos indica el verdadero camino hacia la unidad. Partiendo
de las personas divinas, en lugar del concepto de naturaleza, los
orientales han encontrado que tenían que asegurar de otro modo la unidad
divina. Lo han hecho elaborando la doctrina de la perijóresis. Aplicada
a la Trinidad, perijóresis (literalmente, mutua
compenetración) expresa la unión de las tres personas en la única
esencia[4]. Gracias a ella las tres Personas están unidas, sin
confundirse; cada persona se «identifica» en la otra, se da a la otra y
hace ser a la otra. El concepto se basa en las palabras de Cristo: «Yo
estoy en el Padre y el Padre está en mí». 


Jesús amplió este principio a la relación que existe entre él y
nosotros: «Yo estoy en el Padre y vosotros en mí y yo en vosotros» (Jn
14,20); «Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en la unidad»
(Jn 17,23). La vía hacia la verdadera unidad está en imitar entre
nosotros, en la Iglesia, la perijóresis divina. San Pablo indica su
fundamento cuando dice que «somos miembros los unos de los otros» (Rom
12,5). En Dios la perijóresis se basa en la unidad de la naturaleza, en
nosotros sobre el hecho de que somos «un solo cuerpo y un solo
Espíritu». 


El Apóstol nos ayuda a comprender qué significa, en la práctica,
vivir entre nosotros la perijóresis o mutua compenetración: «Si un
miembro sufre, todos los miembros sufren juntos; y si un miembro es
honrado, todos los miembros se alegran con él» (1 Cor 12,26); «Llevad el
peso los unos de los otros, así cumpliréis la ley de Cristo» (Gál 6,2).
Los «pesos» de los demás son las enfermedades, los límites, los
disgustos, y también los defectos y los pecados. Vivir la perijóresis
significa «identificarse» con el otro, ponerse, como suele decirse, en
su pellejo, intentar comprender, antes que juzgar. 


Las tres personas divinas están siempre comprometidas en glorificarse
mutuamente. El Padre glorifica al Hijo; el Hijo glorifica al Padre (Jn
17,4); el Paráclito glorificará al Hijo (Jn 16,14). Cada persona se da a
conocer haciendo conocer a la otra. El Hijo enseña a clamar ¡Abba!; el
Espíritu Santo enseña a gritar: «¡Jesús es el Señor!» y «Ven,
Señor» Maranatha. No enseñan a pronunciar el nombre propio, sino el de
las otras personas. Hay un solo «lugar» en el mundo donde la regla «ama a
tu prójimo como a ti mismo» es puesta en práctica, en sentido absoluto,
¡y es en la Trinidad! Cada persona divina ama a la otra exactamente
como a sí misma.


¡Qué distinta es la atmósfera que se respira cuando y en un cuerpo
social nos esforzamos por vivir con estos ideales sublimes ante los
ojos! Pensemos en una familia en la que el marido defiende y exalta a la
propia esposa ante los hijos y ante los extraños, y lo mismo hace la
mujer respecto al marido; pensamos en una comunidad en que uno se
esfuerza por poner en práctica la recomendación de Santiago: «No
murmuréis los unos de los otros, hermanos» (Sant 4,11), o la de san
Pablo: «Amaos cordialmente con amor fraterno» (Rom 12,10). De este paso,
uno podría incluso llegar a alegrarse del nombramiento de otra persona
que se estima en un determinado puesto de honor (por ejemplo al
cardenalato), como si hubiera sido nombrado él mismo. 


Pero dejemos decir estas cosas a los santos, los únicos que tienen el
derecho de hacerlo, porque las ponen en práctica. En una de sus
advertencias san Francisco de Asís dice: «Bienaventurado aquel siervo
que no se enorgullece por el bien que el Señor dice y obra por medio de
él, más que por el bien que dice y obra por medio de otro»[5]. San
Agustín decía al pueblo: «Si amas la unidad, todo lo que de ella es
poseído por alguien, ¡lo posees tú también! Destierra la envidia y será
tuyo lo que es mío, y si yo destierro la envidia, es mío lo que tú
posees. La envidia separa, la caridad une… Solo la mano actúa en el
cuerpo; pero ésta no actúa solo para sí, actúa también para el ojo. Si
está a punto de recibir un golpe que no está dirigido a la mano, sino al
rostro, ¿dice quizás la mano: “No me muevo, porque el golpe no está
dirigido a mí”?» [6].


Quería decir: si tú te esfuerzas por poner el bien de la comunidad
por encima de tu afirmación personal, todo carisma y todo honor presente
en ella será tuyo, igual que en una familia unida el éxito de un
miembro hace felices a todos los demás. Por eso, la caridad es «la mejor
vía de todas» (1 Cor 12, 31): ella multiplica los carismas, hace del
carisma de uno el carisma de todos. Son cosas, me doy cuenta, fáciles de
decir, pero difíciles de poner en práctica; en cambio, es bonito saber
que, con la gracia de Dios, son posibles y algunas almas, las han
realizado y las realizan también para nosotros en la Iglesia.


Contemplar la Trinidad ayuda realmente a vencer «la odiosa discordia
del mundo». El primer milagro que el Espíritu obró en Pentecostés fue
hacer a los discípulos «concordes» (Hch 1,14), «un solo corazón y una
sola alma» (Hch 4,32). Él está siempre dispuesto a repetir este milagro,
a transformar cada vez la dis-cordia en con-cordia. Se puede estar
divididos en la mente, en lo que cada uno piensa acerca de cuestiones
doctrinales o pastorales incluso legítimamente debatidas en la Iglesia,
pero nunca divididos en el corazón: In dubiis libertas, in omnibus vero caritas. Esto significa, propiamente, imitar la unidad de la Trinidad; ella es, en efecto, «unidad en la diversidad». 


Entrar en la Trinidad


Hay algo todavía más dichoso que podemos hacer respecto a la Trinidad
que contemplarla e imitarla y es ¡entrar en ella! Nosotros no podemos
abrazar el océano, pero podemos entrar en él; no podemos abrazar el
misterio de la Trinidad con nuestra mente, pero ¡podemos entrar en él!
Cristo nos ha dejado un medio concreto para hacerlo, la Eucaristía. En
el icono de Rublev, los tres ángeles están dispuestos en círculo en
torno a una mesa; sobre esa mesa hay una copa y dentro de la copa, se
vislumbra un cordero. No se podía decir de forma más sencilla y eficaz
que la Trinidad nos da cita cada día en la Eucaristía. El banquete de
Abraham en el encinar de Mambré es figura de este banquete. La visita de
los tres a Abraham se renueva para nosotros cada vez que nos acercamos a
la Comunión. 


También aquí, es decir, a propósito de la Eucaristía, es iluminadora
la doctrina de la perijóresis trinitaria. Ella nos dice que donde hay
una persona de la Trinidad, allí están también las otras dos,
inseparablemente unidas. En el momento de la Comunión se realiza en
sentido estricto la palabra de Cristo: «Yo en ellos y tú en mí». «Quien
me ve a mí, ve al Padre», quien me recibe a mí recibe al Padre. No
llegaremos nunca a valorar plenamente la gracia que se nos ofrece.
¡Comensales de la Trinidad! 


San Cirilo de Alejandría formuló con el habitual rigor teológico,
esta verdad que une indisolublemente Trinidad y Eucaristía. Dice: «Somos
consumados en la unidad con Dios Padre por medio de Cristo. Recibiendo,
en efecto, en nosotros corporal y espiritualmente, lo que el Hijo es
por naturaleza, nos hacemos partícipes y consortes de toda la naturaleza
suprema»[7].


La misma persona de la que he referido el testimonio al principio, me
confió, en otra ocasión, una experiencia suya de la Trinidad. Me
permito compartirla también esta porque también ella, como todas las
gracias, pertenecen a la Iglesia. Decía: «La otra noche, el Espíritu me
introdujo en el misterio del amor trinitario. El intercambio extasiante
de dar y recibir se obró también a través de mí: de Cristo, a quien yo
estaba unida, hacia el Padre y del Padre hacia el Hijo. Pero, ¿cómo
expresar la inefable? No veía nada, pero era mucho más que ver, y mis
palabras son impotentes para traducir este intercambio en el júbilo, que
se respondía, se lanzaba, recibía y daba. Y de ese intercambio fluía
una vida intensa de Uno a Otro, como una leche tibia que fluye desde el
seno de la madre a la boca del niño agarrado a este bienestar. Y era yo
aquel niño, era toda la creación que participa en la vida, en el reino,
en la gloria, habiendo sido regenerada por Cristo. ¡Oh, Trinidad santa y
viviente! Quedé como fuera de mí, durante dos o tres días, y todavía
hoy esta experiencia permanece fuertemente grabada en mí».


La Trinidad no es sólo un misterio y un artículo de nuestra fe, es
una realidad viva y palpitante. Como decía al principio, el Dios vivo de
la Biblia al que estamos buscando no es otro que la Trinidad viviente.
Que el Espíritu nos introduzca también a nosotros en ella y nos haga
gustar su dulce compañía.


© Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco


[1] H. de Lubac, Histoire et Esprit (Aubier, París 1950) cap.5.
[2] Reproduzco aquí en parte lo que escribí en mi libro Contemplando la Trinità (Àncora, Milán 2002) 7ss [trad. esp. Contemplando la Trinidad (Monte Carmelo, Burgos 62012)].
[3] Santo Tomás, Suma Teológica, I-IIae , q.26, a.3.
[4] Cf. Ps. Cirilo de Alejandría, De Trinitate, 23; PG 77 1164B; San Juan Damasceno, De fide orthodoxa, 3,7.
[5] San Francisco, Amonestación XVII: FF 166.
[6] San Agustín, Tratados sobre Juan, 32,8.
[7] San Cirilo de Alejandría, Comentario a Juan, XI, 12: PG 74, 564. 

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