Cantalamessa: «Hay un peligro mortal para la Iglesia, y es vivir como si Cristo no existiera»

La segunda predicación de Cuaresma del cardenal Raniero Cantalamessa a la Curia tuvo lugar en ausencia del Papa, quien a las 7.30 de la mañana partió en vuelo hacia Irak en su viaje apostólico de mayor riesgo físico, por la existencia en el país de un terrorismo islámico activo y agresivo.

Una Iglesia sin Cristo

El predicador de la Casa Pontificia habló de otro riesgo distinto:  “Hay un peligro mortal para la Iglesia y es el de vivir «etsi Christus non daretur», como si Cristo no existiera“, dijo al principio de su intervención. (Ver abajo el texto completo, en traducción de Pablo Cervera Barranco).

Hablar como si Cristo no existiera esa la forma en la que el mundo habla de la Iglesia, una forma en la que “la persona de Jesús a duras penas es nombrada una vez… Como si se pudiera hablar de la Iglesia prescindiendo de Cristo y de su Evangelio“.

Para devolver la centralidad a Jesucristo, Cantalamessa centró en Él su meditación “para que se convierta cada vez más verdaderamente en el Señor de nuestra vida” y nos cuestionemos precisamente qué papel real juega en ella.

Una deformación de la humanidad de Cristo

¿Y de qué Cristo vamos a hablar?, se preguntó. La respuesta está en la definición dogmática del Concilio de Calcedonia del año 451, que afirmó la perfecta humanidad de Cristo en su divinidad, dos naturalezas en una misma persona. De esa “perfecta humanidad” y de su “perfecta santidad” versaron las palabras del purpurado capuchino.

Todo el Nuevo Testamento converge a una idea: “Jesús no es tanto el hombre que se parece a todos los demás hombres, cuanto el hombre al que todos los demás hombres deben parecerse“.

Sin embargo, el mundo ha encontrado la forma de escapar a esa imitación de su perfecta humanidad atribuyéndole “no sólo el sufrimiento, la angustia, la tentación, sino también la duda e incluso la posibilidad de cometer errores. Así, el dogma de Jesús «hombre verdadero» se ha convertido o en una verdad que se da por descontado que no perturba y no preocupa a nadie; peor, una verdad peligrosa que sirve para legitimar, en lugar de desafiar, el pensamiento secular“.

Cristo, santo

Frente a esta idea deformadora, Cantalamessa recuerda la perfecta santidad de Cristo en cuanto hombre “una verdadera santidad, vivida momento a momento y en las situaciones más concretas de la vida“, de modo que las Bienaventuranzas constituyen su mejor “autorretrato… en cada acción, en cada palabra” con una “adhesión constante y absoluta a la voluntad del Padre” y con la ausencia absoluta de todo pecado.

En este último sentido, el predicador de la Casa Pontificia destaca que en Jesús jamás vemos “la más mínima admisión de culpa, o petición de disculpa y perdón, ni hacia Dios ni hacia los hombres… Siempre la tranquila certeza de estar en verdad y en lo correcto“, algo que humanamente parecería un pecado de orgullo si no fuese porque Él era Dios y su Resurrección fue “la prueba concreta de que era pura verdad”.

Cristo no se limita a transmitirnos esa santidad como modelo, sino transmitiéndonos su propio ser a través del bautismo: “No sólo nos transmite lo que tiene, sino también lo que es. Es santo y nos hace santos; es el Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios“. Por eso la santidad, “antes que un deber, es un don”, y nuestra principal respuesta debe ser la fe, una fe “que da el golpe de audacia y que realiza el impulso de nuestra vida cristiana”. 

Un consejo práctico

Por lo cual de la apropiación debemos pasar a la imitación, pero imitando lo fundamental, a saber: “La santidad de Jesús consistió en hacer siempre lo que al Padre le gustaba”. Por lo cual Cantalamessa concluye con un consejo práctico: “Tratemos de preguntarnos tan a menudo como podamos, frente a cada decisión que hay que tomar y de cada respuesta que hay que dar: «¿Qué es, en el presente caso, lo que Jesús quiere que haga?» y hacerlo sin demora”. 

Segunda Predicación de Cuaresma 2021 (texto completo)

Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap

«¿Quién de vosotros puede convencerme de pecado?»

Jesucristo, «verdadero hombre»

El pensamiento moderno, ilustrado, nació en nombre de la máxima de vivir «etsi Deus non daretur», como si Dios no existiera. El pastor Dietrich Bonhoeffer retomó esta máxima, tratando de darle un contenido cristiano positivo. En sus intenciones, no era una concesión al ateísmo, sino un programa de vida espiritual: hacer el propio deber aunque Dios parezca ausente; en otras palabras, no hacer de él un Dios-tapagujeros, siempre dispuesto a intervenir donde el hombre ha fallado.

Incluso en esta versión, la máxima es discutible y con razón ha sido contestada. Pero estamos interesados en ella en este momento por una razón diferente. Hay un peligro mortal para la Iglesia y es el de vivir «etsi Christus non daretur», como si Cristo no existiera. Es el presupuesto con el que el mundo y sus medios de comunicación hablan todo el tiempo de la Iglesia. De ella interesan la historia (especialmente la negativa, no la de la santidad), la organización, el punto de vista sobre los problemas del momento, los hechos y los chismes internos. La persona de Jesús a duras penas es nombrada una vez. Hace unos años —y sigue viva en algún país— se propuso la idea de una posible alianza entre creyentes y no creyentes, basada en los valores civiles y éticos comunes, en las raíces cristianas de nuestra cultura, etc. Un entendimiento, en otras palabras, no basado en lo que sucedió en el mundo con la venida de Cristo, sino en lo que sucedió a continuación, después de él.

A ello se añade un hecho objetivo, que por desgracia es inevitable. Cristo no cuestiona en ninguno de los tres diálogos más animados que tienen lugar hoy entre la Iglesia y el mundo. No entra en el diálogo entre fe y filosofía, porque la filosofía se ocupa de conceptos metafísicos, no de realidades históricas como es la persona de Jesús de Nazaret; no entra en el diálogo con la ciencia, con la que sólo se puede discutir de la existencia o no de un Dios creador y de un proyecto inteligente debajo de la evolución; por último, no entra en el diálogo interreligioso, donde se trata de lo que las religiones pueden hacer juntas, en el nombre de Dios, por el bien de la humanidad.

En la preocupación —por otra parte muy justa— de responder a las exigencias y provocaciones de la historia y de la cultura, corremos el peligro mortal de comportarnos, incluso nosotros los creyentes, «etsi Christus non daretur». Como si se pudiera hablar de la Iglesia prescindiendo de Cristo y de su Evangelio.

Me impresionaron profundamente las palabras pronunciadas por el Santo Padre en la Audiencia General del 25 de noviembre pasado. Decía —y se entendió por el tono que la cosa le impactaba profundamente—: “Encontramos aquí cuatro características esenciales de la vida eclesial: la escucha de la enseñanza de los apóstoles, primero; segundo, la custodia de la comunión recíproca; tercero, la fracción del pan y, cuarto, la oración. Estas nos recuerdan que la existencia de la Iglesia tiene sentido si permanece firmemente unida a Cristo, es decir, en la comunidad, en su Palabra, en la Eucaristía y en la oración. Es el modo de unirnos, nosotros, a Cristo. La predicación y la catequesis testimonian las palabras y los gestos del Maestro; la búsqueda constante de la comunión fraterna preserva de egoísmos y particularismos; la fracción del pan realiza el sacramento de la presencia de Jesús en medio de nosotros: Él no estará nunca ausente, en la Eucaristía es Él. Él vive y camina con nosotros. Y finalmente la oración, que es el espacio del diálogo con el Padre, mediante Cristo, en el Espíritu Santo. Todo lo que en la Iglesia crece fuera de estas «coordenadas», no tiene fundamento”.

Las cuatro coordenadas de la Iglesia, como podemos ver, se reducen, en palabras del Papa, a una sola: permanecer anclada a Cristo. Todo esto hizo nacer en mí el deseo de dedicar estas meditaciones cuaresmales a la persona de Jesucristo. Tuve que superar, yo primero, una objeción. Una mirada al índice de los documentos del Vaticano II, a la voz «Jesucristo», o un rápido vistazo a través de los documentos pontificios de los últimos años nos dice de él infinitamente más de lo que podemos decir en estas breves meditaciones cuaresmales. Entonces, ¿cuál es la utilidad de elegir este tema? Es que aquí solo se hablará de él, como si solo existiera él y valiera la pena ocuparse solo de él (¡que es, en definitiva, la verdad!).

Podemos hacerlo porque no estamos obligados, como lo está el Magisterio, a ocuparnos también de otras cosas: problemas pastorales, problemas éticos, sociales y medioambientales, en este momento los problemas creados por la pandemia. ¡Ay, por supuesto, de hacer solo lo que hacemos aquí!, pero ¡ay si no lo hacemos nunca! De mi experiencia con la televisión, aprendí una cosa. Hay varias maneras de enmarcar un objeto. Existe el «plano total», en el que se encuadra al que habla con todo lo que le rodea; luego está el «primer plano» en el que solo se encuadra a la persona que habla, y finalmente está el llamado «primerísimo plano» en el que sólo se encuadra la cara o incluso solo los ojos de quien habla. Aquí, en estas meditaciones, nuestro objetivo es hacer, con la ayuda de Dios, primerísimos planos sobre la persona de Jesucristo.

Nuestro intento no es apologético, sino espiritual. En otras palabras, no hablamos para convencer a los demás, a los no creyentes, de que Jesucristo es el Señor, sino para que se convierta cada vez más verdaderamente en el Señor de nuestra vida, nuestro todo, hasta el punto de sentirnos también, como el Apóstol, «conquistado por Cristo» (Flp 3,12) y poder decir con él —al menos como deseo—, «para mí vivir es Cristo» (Flp 1,21). Por lo tanto, la pregunta que nos acompañará no será: «¿Qué lugar ocupa Jesús hoy en el mundo o en la Iglesia», sino: «¿Qué lugar ocupa Jesús en mi vida?». Además, esta será la mejor manera de incitar a los demás a interesarse por Cristo, es decir, el modo más eficaz de evangelizar.

Pero antes que nada una aclaración. ¿De qué Cristo vamos a hablar? De hecho, hay varios «Cristos»: está el Cristo de los historiadores, de los teólogos, de los poetas, incluso está el Cristo de los ateos[1]. Hablamos del Cristo de los Evangelios y de la Iglesia.

Más en concreto, del Cristo del dogma católico que el Concilio de Calcedonia de 451 definió en términos que, por una vez, es bueno volver a escuchar, al menos en parte, en el texto original: “Siguiendo a los santos Padres, enseñamos unánimemente a confesar uno y el mismo Hijo: el Señor nuestro Jesucristo, perfecto en su divinidad y perfecto en su humanidad, verdadero Dios y verdadero hombre, [compuesto] de alma racional y de cuerpo, consustancial al Padre en la divinidad y consustancial a nosotros en la humanidad, semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado […], uno y el mismo Cristo Señor Unigénito; que hay que reconocer en dos naturalezas […], sin haber menguado […] la propiedad de cada naturaleza, y habiendo contribuido a formar una sola persona e hipóstasis”.

Podemos hablar de un triángulo dogmático sobre Cristo: los dos lados son la humanidad y la divinidad de Cristo y el vértice la unidad de su persona.

El dogma cristológico no quiere ser una síntesis de todos los datos bíblicos, una especie de destilado que encierra en sí toda la inmensa riqueza de las afirmaciones referidas a Cristo que se leen en el Nuevo Testamento, reduciendo todo a la fórmula descarnada y árida: «dos naturalezas, una persona». Si ese fuera el caso, el dogma sería tremendamente reductivo y también peligroso. Pero no es así. La Iglesia cree y predica de Cristo todo lo que el Nuevo Testamento afirma de él, sin excluir nada. A través del dogma, sólo ha tratado de trazar un marco de referencia, de establecer una especie de «ley fundamental» que toda afirmación sobre Cristo debe respetar. Todo lo que se dice de Cristo debe respetar ahora ese dato cierto e incontrovertible: es decir, que él es Dios y hombre al mismo tiempo; mejor, en la misma persona.

Los dogmas son «estructuras abiertas» (Bernhard Lonergan), dispuestas a acoger todo lo que de nuevo y genuino descubre cada época en la palabra de Dios, en torno a esas verdades que pretendían definir, pero no cerrar. Están abiertos a evolucionar desde dentro, con tal de que siempre sea «en la misma dirección y en la misma línea». Es decir, sin que esa interpretación dada en una época contradiga la de la época precedente. Por lo tanto, acercarnos a Cristo por el camino del dogma no significa resignarnos a repetir siempre cansinamente las mismas cosas sobre él, tal vez cambiando sólo las palabras. Significa leer la Escritura en la tradición, con los ojos de la Iglesia, es decir, leerla de una manera siempre antigua y siempre nueva.

Cristo, el hombre perfecto

Veamos lo que significa todo esto, aplicado al dogma de la perfecta humanidad de Cristo, que es el «primerísimo plano» que queremos hacer sobre Jesús en esta meditación.

Durante la vida terrenal de Jesús nadie pensó nunca en cuestionar la realidad de la humanidad de Cristo, es decir, el hecho de que fuera verdaderamente un hombre como los demás. Cuando habla de la humanidad de Jesús, el Nuevo Testamento se muestra más interesado en la santidad de la misma que en la verdad o la realidad de ella, es decir, más en su perfección moral que en su integridad ontológica.

En la época del Concilio de Calcedonia esta idea de la humanidad de Cristo no ha cambiado, pero la atención ya no se centra sobre ella. Contra la herejía doceta, la Iglesia tuvo que afirmar que Cristo había tenido una verdadera carne humana; contra la herejía apolinarista, que también había tenido un alma humana y contra la herejía monoteleta, tendrá que luchar más tarde, en el siglo VII, para hacer que se reconozca también en Cristo la existencia de una voluntad, y por lo tanto de una libertad verdaderamente humana. Debido a las herejías mencionadas, todo el interés por el Cristo «hombre» se traslada del problema de la novedad, o santidad, de esa humanidad, al de su verdad o integridad ontológica.

El Nuevo Testamento —decía yo —no está interesado tanto en afirmar que Jesús es un hombre «verdadero», cuanto que es el hombre «nuevo». Es definido por san Pablo como «el último Adán» (eschatos), es decir, «el hombre definitivo» (cf. 1 Cor 15,45ss.; Rom 5,14). Cristo reveló al hombre nuevo, el «creado según Dios en la justicia y santidad verdadera» (Ef 4,24; cf. Col 3,10). Jesucristo es «el santo de Dios»: así es proclamado solemnemente en dos momentos de su vida terrenal. Jesús no es tanto el hombre que se parece a todos los demás hombres, cuanto el hombre al que todos los demás hombres deben parecerse. Solo de él se debe decir lo que los filósofos griegos decían sobre el hombre en general, es decir, ¡que él es «la medida de todas las cosas»!

Una vez que hemos asegurado el dato dogmático y ontológico de la perfecta humanidad de Cristo, hoy podemos volver a valorar este dato bíblico primario. Debemos hacerlo por otro motivo. Nadie niega hoy que Jesús haya sido un hombre, como lo hicieron los docetas y otros negadores de la humanidad plena de Cristo. Por el contrario, asistimos a un fenómeno extraño e inquietante: la «verdadera» humanidad de Cristo se afirma en alternativa tácita a su divinidad, como una especie de contrapeso.

Es una especie de carrera general a quien se impulsa más allá al afirmar la humanidad «plena» de Jesús de Nazaret, hasta atribuirle no sólo el sufrimiento, la angustia, la tentación, sino también la duda e incluso la posibilidad de cometer errores. Así, el dogma de Jesús «hombre verdadero» se ha convertido o en una verdad que se da por descontado que no perturba y no preocupa a nadie; peor, una verdad peligrosa que sirve para legitimar, en lugar de desafiar, el pensamiento secular. Afirmar la humanidad plena de Cristo es hoy como tirar abajo una puerta abierta.

La santidad de Cristo

Dediquemos, pues, el resto del tiempo del que disponemos a contemplar (es la palabra correcta) la santidad de Cristo, a dejarnos deslumbrar, antes de sacar cualquier consecuencia operativa. Este es el «primerísimo plano» sobre Jesús que queremos hacer en esta meditación: dejarnos fascinar por la belleza infinita de Cristo, el «más bello de los hijos de los hombres».

La observación de los evangelios nos muestra que la santidad de Jesús no es sólo un principio abstracto, o una deducción metafísica, sino que es una verdadera santidad, vivida momento a momento y en las situaciones más concretas de la vida. Las Bienaventuranzas, por poner un ejemplo, no son sólo un hermoso programa de vida que Jesús traza para los demás; es su propia vida y su experiencia que él revela a los discípulos, llamándolos a entrar en su propia esfera de santidad. Las Bienaventuranzas son el autorretrato de Jesús.

Enseña lo que hace; por eso, puede decir: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29). Dice que se perdone a los enemigos, pero llega a perdonar, él mismo, a los que lo están crucificando, con las palabras: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). No es, por lo demás, este o ese episodio el que se presta a ilustrar la santidad de Jesús, sino cada acción, cada palabra que sale de su boca.

Junto a este elemento positivo que consiste en la adhesión constante y absoluta a la voluntad del Padre, la santidad de Cristo también presenta un elemento negativo que es la carencia absoluta de todo pecado. «¿Quién de vosotros puede convencerme de pecado?», dice Jesús a sus adversarios (Jn 8,46). En este punto tenemos un coro unánime de testimonios apostólicos: «No conoció pecado» (2 Cor 5,21); «no cometió pecado y no se encontró engaño en su boca» (1 P 2,22); «fue probado en todo como nosotros, excluyendo el pecado» (Heb 4,15); «tal era el sumo sacerdote que necesitábamos: santo, inocente, intachable, separado de los pecadores» (Heb 7,26). Juan, en la primera carta, no se cansa de proclamar: «Es puro…; en él no hay pecado…; es justo» (1 Jn 3,3-7).

La conciencia de Jesús es un cristal transparente. Nunca la más mínima admisión de culpa, o petición de disculpa y perdón, ni hacia Dios ni hacia los hombres. Siempre la tranquila certeza de estar en verdad y en lo correcto, de haber actuado bien; que es muy distinto de la presunción humana de justicia. Ningún otro personaje de la historia se atrevió a decir lo mismo de sí mismo.

Tal ausencia de culpa —¡y admisión de culpa!— no está vinculada a este o aquel pasaje o dicho del Evangelio, de cuya historicidad se pueda dudar, sino que rezuma en todo el Evangelio. Es un estilo de vida que se refleja en todo. Puedes rebuscar en los pliegues más ocultos de los evangelios y el resultado es siempre el mismo. No basta para explicar todo esto con la idea de una humanidad excepcionalmente santa y ejemplar. Eso sería más bien desmentido por aquello. Tal seguridad, tal exclusión del pecado, como la que se nota en Jesús, indicaría una humanidad excepcional, pero excepcional en el orgullo, no en la santidad. Tal conciencia es, en sí misma, o el pecado más grande jamás cometido, mayor que el de Lucifer, o, en cambio, la pura verdad. La resurrección de Cristo es la prueba concreta de que era pura verdad.

«Santificados en Cristo Jesús»

Ahora pasamos a ver lo que la santidad de Cristo significa para nosotros. Y aquí nos encontramos inmediatamente con una buena noticia. De hecho, hay una buena noticia, un feliz anuncio, incluso a propósito de la santidad de Cristo. No es tanto que Jesús sea el Santo de Dios, o el hecho de que nosotros también debemos ser santos e inmaculados. No, la sorpresa feliz es que Jesús comunica, da, nos regala su santidad. Que su santidad es también nuestra. Es más, que él mismo es nuestra santidad.

Todo progenitor humano puede transmitir a sus hijos lo que tienen, pero no lo que es. Si es un artista, un científico, o incluso un santo, no hay que dar por descontado que los niños también nazcan artistas, científicos o santos. A lo sumo puede enseñarles, darles un ejemplo, pero no transmitirles casi como una herencia. Jesús, en cambio, en el bautismo, no sólo nos transmite lo que tiene, sino también lo que es. Es santo y nos hace santos; es el Hijo de Dios y nos hace hijos de Dios.

El Vaticano II también lo reafirma: «Los seguidores de Cristo, llamados por Dios, no por sus obras, sino por su plan y gracia, justificados en Jesús nuestro Señor, en el bautismo de la fe fueron verdaderamente hechos hijos de Dios y partícipes de la naturaleza divina, y por lo tanto verdaderamente santos» (Lumen Gentium 40). La santidad cristiana, antes que un deber, es un don.

¿Qué se puede hacer para acoger este don y hacer que sea, por así decirlo, una experiencia vivida y no sólo creída? La primera y fundamental respuesta es la fe. No una fe cualquiera, sino la fe por la cual nos apropiamos de lo que Cristo ha adquirido para nosotros. La fe que da el golpe de audacia y que realiza el impulso de nuestra vida cristiana. Pablo escribió: «Cristo Jesús… para nosotros se ha convertido en sabiduría por obra de Dios, justicia, santificación y redención, porque, como está escrito, quien se engría, que se engría en el Señor» (1 Cor 1,30-31). Lo que Cristo se ha convertido «para nosotros» —justicia, santidad y redención— nos pertenece; ¡es más nuestro que si lo hubiéramos hecho nosotros! «Como ya no nos pertenecemos a nosotros mismos, sino a Cristo que nos compró a un caro precio, se sigue —escribe el gran maestro bizantino Cabasilas— que lo que es de Cristo nos pertenece, es más nuestro que lo que viene de nosotros»[2].

No me canso de repetir, a este respecto, lo que escribió san Bernardo: “Yo, en verdad, tomo con confianza para mí [en el original, ¡surpo!] lo que me falta de las entrañas del Señor, porque desbordan misericordia. […] Mi mérito, por lo tanto, es la misericordia del Señor. Ciertamente no estaré exento de mérito mientras el Señor no carezca de misericordia. Si las misericordias del Señor son muchas, yo también soy muy grande respecto a los méritos. […] ¿Acaso cantaré mi justicia también? «Señor, sólo recordaré tu justicia» (cf. Sal 71,16). De hecho, también es mía; porque te has hecho por mí justicia que viene de Dios (cf. 1 Cor 1,30)[3].

No debemos resignarnos a morir antes de haber hecho, o renovado, esta especie de «golpe de Estado» que nos sugirió san Bernardo. ¡Este santo descaro! San Pablo exhorta a menudo a los cristianos a «despojarse del hombre viejo» y a «revestirse de Cristo»[4]. La imagen de despojarse y revestirse no indica una operación meramente ascética, consistente en abandonar ciertos «hábitos» y sustituirlos por otros, es decir, en abandonar los vicios y adquirir las virtudes. Es, ante todo, una operación que debe hacerse mediante la fe. En un momento de oración, en este tiempo de Cuaresma, uno se pone delante del Crucifijo y, con un acto de fe, le entrega todos sus pecados, su miseria pasada y presente, como quien se despoja y arroja al fuego sus trapos sucios; luego se reviste con la justicia que Cristo ha adquirido para él. Dice, como el publicano en el templo: «¡Oh Dios, ten piedad de mí pecador!», y vuelve también a casa «justificado» (cf. Lc 18,13-14).

Algunos Padres de la Iglesia han encerrado en una imagen este grandioso secreto de la vida cristiana. Imagina, dicen, que ha tenido lugar una pelea épica en el estadio. Un hombre valiente se enfrentó al cruel tirano que mantenía esclava a la ciudad y, con inmenso esfuerzo y sufrimiento, la venció. Tú estabas en las gradas, no peleaste, no luchaste ni sufriste lesiones. Pero si admiras al valiente, te regocijas con él por su victoria, si le tejes coronas, si provocas y agitas para él la asamblea, si te inclinas alegremente ante el triunfador, le besas la cabeza y le estrecha la mano derecha; en resumen, si tanto alucinas por él, que consideras tuya su victoria, te digo que sin duda tendrás parte en el premio del vencedor.

Pero hay más: supón que el vencedor no necesita para sí mismo el premio que ha conquistado, pero desea, más que cualquier otra cosa, ver a su partidario honrado y considerar como premio de su lucha la coronación de su amigo, en cuyo caso ¿no conseguirá acaso ese hombre la corona, incluso si no ha luchado ni sufrido lesiones? ¡Claro que la obtendrá! Así, dicen estos Padres, sucede entre Cristo y nosotros. Él es el valiente que en la cruz venció al gran tirano del mundo y nos ha devuelto la vida[5]. Se nos exige que no seamos «espectadores» distraídos de tanto dolor y te tanto amor.

San Juan Crisóstomo escribe: “Nuestras espadas no están ensangrentadas, no hemos estado a cielo abierto, no hemos sufrido heridas, ni siquiera hemos visto la batalla, y aquí tenemos la victoria. La lucha fue suya, nuestra la corona. Y como nosotros también hemos vencido, imitamos lo que hacen los soldados en estos casos: con voces de alegría exaltamos la victoria, entonamos himnos de alabanza al Señor” [6].

Por supuesto, no todo termina aquí. De la apropiación tenemos que pasar a la imitación. El texto del Concilio recordado sobre la santidad como don continúa diciendo: «Por lo tanto, con la ayuda de Dios, deben mantener y perfeccionar con su vida la santidad que han recibido. El Apóstol les exhorta a que vivan “como conviene a los santos” (Ef 5,3), se revistan “como conviene a los elegidos de Dios, santos y predilectos, de sentimientos de misericordia, de bondad, de humildad, de dulzura y de paciencia” (Col 3,12) y que den los frutos del Espíritu para su santificación (cf. Gál 5,22; Rom 6,22)». 

Pero tenemos muchas otras oportunidades para hablar y escuchar sobre el deber de imitar a Cristo y cultivar las virtudes, que, por una vez, es bueno detenerse aquí. También porque si no damos ese primer salto en la fe que nos abre a la gracia de Dios, nunca llegaremos muy lejos en la imitación. «No venimos de las virtudes a la fe —decía Gregorio Magno—, sino de la fe a las virtudes»[7].

Si realmente no queremos dejarnos sin al menos un pequeño propósito práctico, aquí hay uno que puede ayudarnos. La santidad de Jesús consistió en hacer siempre lo que al Padre le gustaba. «Siempre hago —decía— las cosas que le agradan» (Jn 8,29). Tratemos de preguntarnos tan a menudo como podamos, frente a cada decisión que hay que tomar y de cada respuesta que hay que dar: «¿Qué es, en el presente caso, lo que Jesús quiere que haga?» y hacerlo sin demora. Saber cuál es la voluntad de Jesús es más fácil que saber en abstracto cuál es «la voluntad de Dios» (aunque las dos cosas realmente coinciden). Para conocer la voluntad de Jesús, todo lo que tenemos que hacer es recordar lo que dice en el Evangelio. El Espíritu Santo está allí, listo para recordárnoslo. 

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