Cantalamessa dice que toda la Iglesia debería predicar la justificación gratuita por la fe en Cristo

Tras las cuatro primeras meditaciones de Cuaresma a la Curia romana,
en las que glosó cómo el Espíritu Santo nos introduce en el misterio
del señorío, la divinidad, la muerte y la resurrección de Cristo, el
padre Raniero Cantalamessa, OFM predicó este viernes la quinta y última, en presencia del Papa Francisco.
El sacerdote capuchino, predicador de la Casa Pontificia, presentó la
doctrina de la justificación por la fe en la perspectiva del quinto
centenario de la Reforma luterana y de un mayor entendimiento teológico entre católicos y protestantes.

Según Cantalamessa, “la tesis de la justificación por la fe y no por las obras no fue el resultado de la polémica con la Iglesia del tiempo, sino su causa“.
Por tanto, procede averiguar: “¿Cómo se explica el terremoto suscitado
por la toma de posición de Lutero? ¿Qué había en ella de tan
revolucionario?”.

El padre Cantalamessa recuerda que “el magisterio de la Iglesia nunca
había anulado las decisiones tomadas en los concilios anteriores (sobre
todo contra los pelagianos); nunca había desmentido lo que habían escrito Agustín, Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino”.

Por supuesto, también “el Concilio de Trento, convocado como respuesta a la Reforma”, que “no tiene dificultades en reafirmar esta convicción del primado de la fe y de la gracia, aunque manteniendo (como, por lo demás, hará toda la rama de la reforma encabezada por Calvino) las obras y la observancia de la ley
necesarias en el contexto de todo el proceso de la salvación, según la
fórmula paulina de la «fe que obra a través de la caridad»”.

Sin embargo, en su opinión “la situación de la Iglesia, desde hacía
tiempo, no reflejaba realmente las convicciones. La vida, la catequesis,
la piedad cristiana, la dirección espiritual, por no hablar de la
predicación popular: todo parecía afirmar lo contrario, es decir que lo que cuenta son las obras,
el esfuerzo humano. Además, por «buenas obras» no se entendían en
general las enumeradas por Jesús en Mateo 25, sin las cuales él mismo
dice que no se entra en el reino de los cielos; se entendían más bien
peregrinaciones, cirios votivos, novenas, ofrendas a la Iglesia y, como compensación a estas cosas, las indulgencias“.

Algo que se explicaría por la preeminencia social de la fe: “Después de que el cristianismo se convirtió en religión de estado, la fe era algo que se absorbía espontáneamente a través de la familia, la escuela, la sociedad.
No era tan importante insistir sobre el momento en que se llega a la fe
y sobre la decisión personal con la que se llega a ser creyente, cuanto
insistir en las exigencias prácticas de la fe, en otras palabras, sobre
la moral, sobre las costumbres”.

Buscando una convergencia hoy entre católicos y protestantes,
Cantalamessa señala que “entre los excesos que resultan de la secular
concentración sobre el problema de la justificación del impío, uno me
parece que ha hecho del cristianismo occidental un anuncio sombrío,
concentrado totalmente en el pecado, que la cultura secular ha acabado
por combatir y rechazar. Lo más importante no es lo que Jesús, con su muerte, ha quitado del hombre —el pecado—, sino lo que ha donado, es decir, el Espíritu Santo“.

Por tanto, “la justificación gratuita mediante la fe en Cristo debería ser predicada hoy por toda la Iglesia
y con más vigor que nunca. Sin embargo, no en oposición a las «obras»
de que habla el Nuevo Testamento, sino en contraste con la pretensión del hombre postmoderno de salvarse por sí solo
con su ciencia y tecnología o con espiritualidades improvisadas y
tranquilizadoras. Estas son las «obras» en las que confía el hombre
moderno. Estoy convencido de que si Lutero volviera a la vida, este
sería el modo en que también él predicaría hoy la justificación por la
fe”.

TEXTO ÍNTEGRO DE LA PREDICACIÓN DEL PADRE RANIERO CANTALAMESSA

«Se ha manifestado la justicia de Dios»

El V centenario de la Reforma protestante, una ocasión de gracia y de reconciliación para toda la Iglesia

1. Los orígenes de la Reforma protestante

El Espíritu Santo que —hemos visto en las meditaciones
anteriores—nos conduce a la verdad plena sobre la persona de Cristo y
sobre su misterio pascual, nos ilumina también sobre un aspecto crucial
de nuestra fe en Cristo, es decir, sobre el modo en que la salvación
realizada por él nos alcanza hoy en la Iglesia. En otras palabras, sobre
el gran problema de la justificación del hombre pecador mediante la
fe. Creo que tratar de arrojar luz sobre la historia y sobre el estado
actual de este debate es la forma más útil para hacer del aniversario
del V centenario de la Reforma protestante una ocasión de gracia y de
reconciliación para toda la Iglesia.

No podemos prescindir de releer por completo el pasaje de la Carta a los Romanos en el que está centrado dicho debate. Dice:

21Pero ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha
manifestado, atestiguada por la ley y los profetas, 22justicia de Dios
por la fe en Jesucristo, para todos los que creen —pues no hay
diferencia alguna; 23todos pecaron y están privados de la gloria de Dios
24y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención
realizada en Cristo Jesús, 25a quien exhibió Dios como instrumento de
propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su
justicia, habiendo pasado por alto los pecados cometidos anteriormente,
26en el tiempo de la paciencia de Dios; en orden a mostrar su justicia
en el tiempo presente, para ser él justo y justificador del que cree en
Jesús. 27¿Dónde está, entonces, el derecho a gloriarse? ¡Queda
eliminado! ¿Por qué ley? ¿Por la de las obras? No. Por la ley de la fe.
28Porque pensamos que el hombre es justificado por la fe, sin las obras
de la ley.

¿Cómo ha podido suceder que este mensaje tan consolador y
luminoso se haya convertido en la manzana de la discordia en el seno de
la cristiandad occidental, dividiendo la Iglesia y Europa en dos
continentes religiosos diferentes? También hoy, para el creyente medio,
en algunos países del norte de Europa, dicha doctrina constituye la
divergencia entre catolicismo y protestantismo. Yo mismo he escuchado
que fieles laicos luteranos me dirigían la pregunta: «¿Cree usted en la
justificación por la fe?», como la condición para poder escuchar lo que
yo decía. Esta doctrina es definida por los iniciadores mismos de la
Reforma con «el artículo con el que la Iglesia está en pie o cae»
(articulus stantis et cadentis Ecclesiae).

Debemos remontarnos a la famosa «experiencia de la torre» de Martín
Lutero ocurrida en los años 1511 o 1512. (Se llama así porque se piensa
que ocurrió en una celda del convento agustino de Wittenberg llamada «la
Torre»). Lutero estaba angustiado, hasta casi la desesperación y el
resentimiento hacia Dios, por el hecho de que con todas sus observancias
religiosas y penitencias no lograra sentirse acogido y en paz con Dios.
Fue aquí donde de repente se le encendió en la mente la palabra de
Pablo en Romanos 1,17: «El justo vive por la fe». Fue una
liberación. Contando él mismo esta experiencia cerca de la muerte,
escribió: «Cuando descubrí esto me sentí renacer y me parecía que se
abrían de par en par para mí las puertas del paraíso»1.

Con razón, algunos historiadores luteranos remontan a este momento, es
decir, a algunos años antes del 1517, el verdadero comienzo de la
Reforma. La ocasión que transformó esta experiencia interior en una
verdadera avalancha religiosa fue el incidente de las indulgencias que
hizo que Lutero decidiera colocar las famosas 95 tesis, en la iglesia
del castillo de Wittenberg, el 31 de octubre del 1517. Es importante
señalar esta sucesión histórica de los hechos. Ella nos dice que la
tesis de la justificación por fe y no por las obras, no fue el resultado
de la polémica con la Iglesia del tiempo, sino su causa. Fue una
verdadera iluminación desde lo alto, una «experiencia» (Erlebnis), como
es definida por él mismo.

Surge una pregunta espontánea: ¿cómo se explica el terremoto suscitado
por la toma de posición de Lutero? ¿Qué había en ella de tan
revolucionario? San Agustín había dado muchos siglos antes, sobre la
expresión «justicia de Dios», la misma explicación. «La justicia de Dios
(justitia Dei) —escribió— es aquella gracias a la cual, por su gracia,
llegamos a ser justos, exactamente como la salvación de Dios (salus Dei)
(Sal 3,9) es aquella por la cual Dios nos salva nosotros»2.

San Gregorio Magno había dicho: «No se llega desde las virtudes a la fe,
sino desde la fe a las virtudes». Y san Bernardo: «Yo, lo que no puedo
obtener por mí mismo, me lo apropio3(usurpo!) con confianza del costado
traspasado del Señor, porque está lleno de misericordia. […] ¿Y que es
de mi justicia? Oh Señor, recordaré sólo tu justicia. En efecto, ella es
también la mía, porque tú eres para mí la justicia de parte de Dios
(cf. 1 Cor 1,30)»4. Santo Tomás de Aquino había ido incluso más allá.
Comentando el dicho paulino «la letra mata, mientras que el Espíritu da
la vida» (2 Cor 3,6), escribe que por letra se entienden también los
preceptos morales del Evangelio, por lo cual «también la letra del
Evangelio mataría, si no se añadiera, dentro, la gracia de la fe que
sana»5.

El concilio de Trento, convocado como respuesta a la Reforma, no tiene
dificultades en reafirmar esta convicción del primado de la fe y de la
gracia, aunque manteniendo (como, por lo demás, hará toda la rama de la
reforma encabezada por Calvino) las obras y la observancia de la ley
necesarias en el contexto de todo el proceso de la salvación, según la
fórmula paulina de la «fe que obra a través de la caridad» («fides quae
per caritatem operatur») (Gál 5,6)6. Así se explica cómo, en el contexto
del nuevo clima de diálogo ecuménico, haya sido posible llegar a la
Declaración conjunta de la Iglesia Católica y de la Federación Mundial
de las Iglesias Luteranas, sobre la justificación por gracia mediante la
fe, firmada el 31 de octubre de 1999, en la que se toma nota de un
acuerdo fundamental, aunque todavía no total, sobre esta doctrina.

Entonces, ¿fue la Reforma protestante un caso de «mucho ruido para
nada»? ¿Fruto de un equívoco? Debemos responder con firmeza: ¡no! Es
cierto que el magisterio de la Iglesia nunca había anulado las
decisiones tomadas en los concilios anteriores (sobre todo contra los
pelagianos); nunca había desmentido lo que habían escrito Agustín,
Gregorio, Bernardo, Tomás de Aquino. Sin embargo, las revoluciones no
estallan por ideas o teorías abstractas, sino por situaciones históricas
concretas, y la situación de la Iglesia, desde hacía tiempo, no
reflejaba realmente las convicciones. La vida, la catequesis, la piedad
cristiana, la dirección espiritual, por no hablar de la predicación
popular: todo parecía afirmar lo contrario, es decir que lo que cuenta
son las obras, el esfuerzo humano. Además, por «buenas obras» no se
entendían en general las enumeradas por Jesús en Mateo 25, sin las
cuales él mismo dice que no se entra en el reino de los cielos; se
entendían más bien peregrinaciones, cirios votivos, novenas, ofrendas a
la Iglesia y, como compensación a estas cosas, las indulgencias.

El fenómeno tenía raíces lejanas comunes a toda la cristiandad y no sólo
a la latina. Después de que el cristianismo se convirtió en religión de
estado, la fe era algo que se absorbía espontáneamente a través de la
familia, la escuela, la sociedad. No era tan importante insistir sobre
el momento en que se llega a la fe y sobre la decisión personal con la
que se llega a ser creyente, cuanto insistir en las exigencias prácticas
de la fe, en otras palabras, sobre la moral, sobre las costumbres.

Un signo revelador de este desplazamiento de interés lo indica Henri de
Lubac en su Historia de la exégesis medieval. En la fase más antigua, el
orden de los cuatro sentidos de la Escritura era: sentido histórico
literal, sentido cristológico o de fe, sentido moral y sentido
escatológico7. Cada vez más a menudo, este orden se sustituye por uno
diferente en el que el sentido moral viene antes del cristológico o de
fe. Antes del «qué creer», se plantea el «qué hacer». El deber viene
antes del don. En la vida espiritual, se pensaba, primero está la vía de
la purificación y luego la de la iluminación y la de la unión8. Sin
darse cuenta, se venía a decir exactamente lo contrario de lo que había
escrito san Gregorio Magno, es decir, que «no se llega desde las
virtudes a la fe, sino desde la fe a las virtudes».

2. La doctrina de la justificación por fe, después de Lutero

A continuación de Lutero y mucho antes que los otros grandes dos
reformistas, Calvino y Zwiglio, la doctrina de la justificación gratuita
por la fe, en aquellos que hicieron de ello una razón de vida, tuvo por
efecto una indudable mejora de la calidad de vida cristiana, gracias a
la circulación de la palabra de Dios en lengua vulgar, a los numerosos
himnos y cantos inspirados, a los subsidios escritos, hechos accesibles
al pueblo por la reciente invención y difusión de la imprenta.

En el frente exterior, la tesis de la justificación por la sola fe se
convirtió en la línea divisoria entre el catolicismo y el
protestantismo. Muy pronto (en parte, con Lutero mismo), esta
contraposición se extendió y se convirtió también en contraposición
entre cristianismo y judaísmo, con los católicos que representaban,
según algunos, la continuación del legalismo y ritualismo judío, y el
protestantismo que representaba la novedad cristiana.

La polémica anticatólica se casa con la polémica antijiudía que, por
otras razones, no estaba menos presente en el mundo católico. El
cristianismo se habría formado por oposición, no por derivación, del
judaísmo. A partir de Ferdinand Christian Baur (1792-1860), se va
afianzando la tesis de las dos almas del cristianismo: la petrina del
llamado «protocatolicismo» (Frühkatholizismus) y la paulina que
encuentra su expresión más acabada en el protestantismo.

Esta convicción lleva a distancias lo más posible la religión cristiana
respecto del judaísmo. Se intentarán explicar las doctrinas y los
misterios cristianos (incluido el título de Kyrios, Señor, y el culto
divino dado a Jesús), como fruto del contacto con el helenismo. El
criterio utilizado para juzgar la autenticidad o no de un dicho y de un
hecho del Evangelio es su alteridad respecto a lo que es atestiguado en
el medio ambiente hebreo del tiempo. Si no fue esta la razón principal
de desenlace trágico del antisemitismo, es cierto que, unida a la
acusación de deicidio, lo favoreció, dándole una tácita cobertura
religiosa.

A partir de los años ’70 del siglo pasado, hubo un vuelco radical en
este ámbito de los estudios bíblicos. Y es necesario decir algo sobre
ello para clarificar cuál es el estado actual de la doctrina paulina y
luterana de la justificación gratuita por la fe en Cristo. La
naturaleza y el objetivo de este discurso mío me dispensan de citar los
nombres de los autores modernos comprometidos en este debate. Quién está
versado en la materia no tendrá dificultad en dar nombre a los autores
de las tesis aquí aludidas; a los demás, pienso que no les interesan los
nombres sino las ideas.

Se trata de la llamada «nueva perspectiva sobre Jesús de Nazaret»,
también conocida como «tercera vía de investigación sobre el Jesús
histórico» (tercera después de la liberal del siglo XIX y la de Bultmann
y seguidores del siglo XX). Esta nueva perspectiva consiste en
reconocer en el judaísmo la verdadera matriz dentro de la cual se ha
formado el cristianismo, destruyendo el mito de la irreductible
alteridad del cristianismo con respecto al judaísmo. El criterio con el
que se juzga la mayor o menor probabilidad de que un dicho y un hecho de
la vida de Jesús sea auténtico es su compatibilidad con el judaísmo de
su tiempo, no su incompatibilidad como se pensaba en un tiempo.

Algunas ventajas de este nuevo enfoque son evidentes. Se reencuentra la
continuidad de la revelación. Jesús se sitúa dentro del mundo judío, en
la línea de los profetas bíblicos. Se hace también más justicia al
judaísmo del tiempo de Jesús, mostrando su riqueza y variedad. El
inconveniente es que se ha ido tan lejos en esta conquista que se la ha
transformado en una pérdida. En muchos representantes de esta tercera
investigación, Jesús termina por disolverse completamente en el mundo
judío, sin distinguirse más que por alguna interpretación particular de
la Torah. Se le reduce a uno de los profetas judíos, un «carismático
itinerante», «un campesino judío del Mediterráneo», como alguien ha
escrito. Recuperada la continuidad, se ha perdido la novedad. La nueva
perspectiva ha producido estudios de muy diverso nivel (por ejemplo, los
de James D. G. Dunn, mi autor preferido); pero he aludido a la versión
que ha circulado más ampliamente a nivel divulgativo e influido en la
opinión pública.

Se sigue reprochando a las generaciones de estudiosos del pasado que se
haya construido cada vez una imagen de Jesús según la moda o los gustos
del momento y no nos damos cuenta de que continuamos en la misma línea.
Esta insistencia en el Jesús judío entre judíos depende, de hecho, al
menos en parte, del sentimiento de culpa (¡más que justificado!)
respecto del pueblo judío y de la nueva actitud respecto de ellos,
inaugurada en la Iglesia católica por el decreto «Nostra Aetate» del
Vaticano II. Un fin excelente, pero perseguido con un medio inadecuado
(al menos para el modo en que se utiliza).

Quién ha puesto en evidencia lo iluso de este enfoque a efectos de un
diálogo serio entre judaísmo y cristianismo fue precisamente un judío,
el rabino estadounidense Jacob Neusner9 . Quien ha leído el libro de
Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret, ya sabe mucho sobre el pensamiento
de este rabino con el cual dialoga en uno de los capítulos más
apasionantes de su libro. Jesús no puede ser considerado un judío como
otro cualquiera, explica Neusner, visto que se pone a sí mismo por
encima de Moisés y se proclama «Señor del sábado».

Pero, sobre todo respecto de san Pablo, la «nueva perspectiva» muestra
toda su insuficiencia. Según uno de sus más conocidos representantes, la
religión de las obras, contra la que el Apóstol se lanza con tanta
vehemencia en sus cartas, no existe en la realidad. El judaísmo, incluso
en el tiempo de Jesús, es un «nomismo de la alianza» (Covenantal
Nomism), es decir, una religión basada en la iniciativa gratuita de Dios
y en su amor; la observancia de la ley es consecuencia de ello, no la
causa; sirve para permanecer en la alianza, no para entrar en ella. La
religión judía sigue siendo la de los patriarcas y los profetas, en cuyo
centro está la hesed, la gracia y la benevolencia divina.

Se buscan entonces los posibles blancos distintos a la polémica de
Pablo: no «los judíos», sino los «judeo-cristianos», o ese tipo de
judaísmo «celoso» que se siente amenazado por el mundo pagano
circundante y reacciona a la manera de los Macabeos. En definitiva, lo
que había sido su judaísmo, antes de la conversión, y que le había
llevado a perseguir a los creyentes helenistas como Esteban.

Pero estas explicaciones parecen insostenibles y terminan por hacer
incomprensible y contradictorio el pensamiento del Apóstol. En los
capítulos precedentes el Apóstol ha formulado una acusación tan
universal como la humanidad misma: «No hay diferencia alguna; todos
pecaron y están privados de la gloria de Dios»; por tres veces se lee la
expresión «judíos y griegos», es decir judíos y gentiles, del mismo
modo. ¿Cómo se puede pensar que a una acusación tan universal
corresponda una aplicación limitada a un reducido grupo de creyentes?

3. La justificación por fe: ¿doctrina de Pablo o de Jesús?

La dificultad nace, en mi opinión, del hecho de que la exégesis de Pablo
se comporta, a veces, como si el problema comenzara con él y como si
Jesús no hubiera dicho nada al respecto. La doctrina de la justificación
gratuita por la fe no es un invento de Pablo, sino el mensaje central
del Evangelio de Cristo, en cualquier modo en que haya sido conocido por
el Apóstol: ya sea por revelación directa del Resucitado, o por la
«tradición» que dice haber recibido y que no estaba limitada ciertamente
a las pocas palabras del kerigma (cf. 1 Cor 15,3). Si no fuera así,
tendrían razón aquellos que dicen que Pablo, no Jesús, es el verdadero
fundador del cristianismo.

El núcleo de la doctrina está contenido ya en la palabra «Evangelio»,
alegre noticia, que Pablo ciertamente no ha inventado de la nada. Al
comienzo de su ministerio, Jesús proclamaba: «El tiempo se ha cumplido y
el reino de Dios está cerca; convertíos y creed en el Evangelio» (Mc
1,15). ¿Cómo podría, esto que proclama, llamarse «buena noticia» si sólo
fuera un amenazador llamamiento a cambiar de vida? Lo que Cristo
encierra en la expresión «reino de Dios» —es decir, la iniciativa
salvífica de Dios, su ofrecimiento de salvación a la humanidad—, san
Pablo lo llama «justicia de Dios», pero se trata de la misma realidad
fundamental. «Reino de Dios» y «justicia de Dios» los ha acercado Jesús
mismo entre sí cuando dice: «Buscad primeramente el reino de Dios y su
justicia» (Mt 6,33).

Cuando Jesús decía: «Convertíos y creed en el Evangelio», enseñaba ya,
por tanto, la justificación mediante la fe. Antes de él, convertirse
significaba siempre «volver atrás», como indica el mismo término
hebreo shub; significaba volver a la alianza violada, mediante una
renovada observancia de la ley. Convertirse, en consecuencia, tiene un
significado principalmente ascético, moral y penitencial y se realiza
cambiando la conducta de vida. La conversión es vista como condición
para la salvación; el sentido es: convertíos y seréis salvados;
convertíos y la salvación vendrá a vosotros. Este es el sentido de
convertirse hasta Juan Bautista incluido.

En boca de Jesús, este significado moral pasa a segundo plano (al menos
al comienzo de su predicación), respecto a un significado nuevo, hasta
ahora desconocido. Convertirse ya no significa volver atrás, a la
Antigua Alianza y a la observancia de la ley; significa hacer un salto
hacia adelante, entrar en la Nueva Alianza, captar este reino que ha
aparecido, entrar en él. Y entrar en él mediante la fe. «Convertíos y
creed» no significa dos cosas distintas y sucesivas, sino la misma
acción: convertíos, es decir, creed; convertíos creyendo! Convertirse no
significa tanto «arrepentirse», cuanto «ser consciente», es decir darse
cuenta de la novedad, pensar de modo nuevo. El humanista Lorenzo Valla
(1405-1457), en sus Adnotationes in Novum Testamentum, ya había puesto
de relieve este sentido nuevo de la palabra metanoia en el uso de Jesús.

Innumerables datos evangélicos, y la mayoría de ellos seguramente se
remontan a Jesús, confirman esta interpretación. Uno es la insistencia
con la que Jesús afirma la necesidad de hacerse como un niño para entrar
en el reino de los cielos. La característica del niño es que no tiene
nada que dar, sólo puede recibir; no pide una cosa a los padres porque
se la ha ganado, sino sólo porque sabe que es amado. Acepta la
gratuidad.

Tampoco la polémica paulina contra la pretensión de salvarse por sus
obras nace con él. Hay que negar una infinidad de hechos para excluir
del Evangelio todas las referencias polémicas a un cierto
número de «escribas, fariseos y doctores de la ley». No se pueden dejar
de reconocer en la parábola del fariseo y del publicano en el templo los
dos tipos de religiosidad contrapuestos a continuación por san Pablo:
la de quien confía en sus prestaciones religiosas y la de quien se
confía a la misericordia de Dios y vuelve a casa «justificado» (Lc
18,14).

No se trata de una tentación presente solo en una religión, sino en toda
religión, incluido por supuesto el cristianismo. (¡Los evangelistas no
recogieron las parábolas de Jesús para criticar a los fariseos, sino
para amonestar a los cristianos!). Si Pablo toma de mira el judaísmo es
porque ese es el contexto religioso en el que viven él y sus
interlocutores, pero se trata de una categoría religiosa más que étnica.
Judíos, en el contexto, son aquellos que, a diferencia de los paganos,
están en posesión de una revelación, conocen la voluntad de Dios
y, fortalecidos por este hecho, se sienten al seguro por parte de Dios y
juzgan al resto de la humanidad. Ya en el siglo III, Orígenes decía que
ahora, los que son tomados de mira por las palabras del Apóstol,
son «los jefes de las iglesias: obispos, presbíteros y diáconos», es
decir, los guías, los maestros del pueblo10.

La dificultad de conciliar la imagen que Pablo nos da de la religión
hebrea con lo que conocemos de ella por otras fuentes deriva de un error
fundamental de método. Jesús y Pablo tienen que ver con la vida
vivida, con el corazón; los estudiosos, en cambio, con los libros y los
testimonios escritos. Las declaraciones orales o escritas dicen
exactamente lo que las personas saben que deben ser o que querrían ser,
no necesariamente lo que son. No sorprende encontrar en las Escrituras y
en las fuentes rabínicas del tiempo afirmaciones conmovedoras y
sinceras sobre la gracia, la misericordia, la iniciativa preveniente de
Dios; pero una cosa es lo que dice la Escritura o lo que enseñan los
maestros, y otra lo que los hombres tienen en el corazón y gobierna sus
acciones.

Lo que sucedió en el momento de la Reforma protestante ayuda a
comprender la situación en el tiempo de Jesús y de Pablo. Si uno mira la
doctrina enseñada en las escuelas de teología del tiempo, las
definiciones antiguas nunca impugnadas, a los escritos de Agustín
tenidos en gran honor, o incluso sólo la Imitación de Cristo, lectura
diaria de las almas piadosas, encontrará allí una magnífica doctrina de
la gracia y no entenderá contra quién la pagaba Lutero; pero si uno mira
la vida cristiana del tiempo, el resultado, como hemos visto, es muy
diferente.

4. Cómo predicar hoy la justificación por fe

¿Qué concluir de esta mirada a vista de pájaro a los cinco siglos
transcurridos desde el comienzo de la Reforma protestante? Es vital, en
efecto, que el centenario de la Reforma no se desaproveche,
permaneciendo prisioneros del pasado, intentando establecer errores y
razones, quizá en un tono más pacífico que en el pasado. Debemos, más
bien, dar un salto adelante, como cuando un río llega a una esclusa y
reanuda su curso a un nivel más alto.

La situación ha cambiado desde entonces. Las cuestiones que provocaron
la separación entre la Iglesia de Roma y la Reforma fueron sobre todo
las indulgencias y el modo en que tiene lugar la justificación del
impío. Pero, ¿podemos decir que estos son los problemas con los cuales
se mantiene en pie o cae la fe del hombre de hoy? En una ocasión
recuerdo que el cardenal Kasper hizo esta observación: para Lutero el
problema existencial número uno era cómo superar el sentimiento de culpa
y obtener un Dios benevolente; hoy el problema, si acaso, es el
contrario: cómo devolver al hombre el verdadero sentido del pecado que
ha perdido del todo.

Esto no significa ignorar el enriquecimiento realizado por la Reforma o
desear volver atrás, al tiempo anterior. Más bien, significa permitir a
toda la cristiandad que se beneficie de sus muchas e importantes
conquistas, una vez liberadas de ciertas distorsiones y excesos debidos
al clima acalorado del momento y a la necesidad de enderezar abusos
crasos.

Entre los excesos que resultan de la secular concentración sobre el
problema de la justificación del impío, uno me parece que ha hecho del
cristianismo occidental un anuncio sombrío, concentrado totalmente en el
pecado, que la cultura secular ha acabado por combatir y rechazar. Lo
más importante no es lo que Jesús, con su muerte, ha quitado del hombre
—el pecado—, sino lo que ha donado, es decir, el Espíritu Santo. Muchos
exegetas consideran hoy el capítulo tercero de la carta a los Romanos
sobre la justificación por la fe, como inseparable del capítulo octavo
sobre el don del Espíritu y un todo uno con él.

La justificación gratuita mediante la fe en Cristo debería ser
predicada hoy por toda la Iglesia y con más vigor que nunca. Sin
embargo, no en oposición a las «obras» de que habla el Nuevo Testamento,
sino en contraste con la pretensión del hombre postmoderno de salvarse
por sí solo con su ciencia y tecnología o con espiritualidades
improvisadas y tranquilizadoras. Estas son las «obras» en las que confía
el hombre moderno. Estoy convencido de que si Lutero volviera a la
vida, este sería el modo en que también él predicaría hoy la
justificación por la fe.

Otra cosa importante deberíamos recoger todos, luteranos y católicos,
del iniciador de la Reforma. Para él —hemos visto—, la justificación
gratuita por la fe fue ante todo una experiencia vivida y sólo
posteriormente teorizada. Lamentablemente, después de él, se convirtió
cada vez más en una tesis teológica a defender o a combatir, y cada vez
menos en una experiencia personal y liberatoria, a vivir en la propia
relación intima con Dios. La declaración conjunta de 1999 recuerda muy
oportunamente que el consenso alcanzado por los católicos y luteranos
sobre verdades fundamentales de la doctrina de la justificación deberá
tener efectos y encontrar una respuesta, no sólo en la enseñanza de las
Iglesias, sino también en la vida de las personas (n. 43).

Nunca debemos perder de vista el punto principal del mensaje paulino. Lo
que le importa afirmar al Apóstol en primer lugar, en Romanos 3, no es
que somos justificados por la fe, sino que somos justificados por la fe
en Cristo; no es tanto que somos justificados por la gracia, cuanto que
somos justificados por la gracia de Cristo. Cristo es el corazón del
mensaje, aún antes que la gracia y la fe. Él es, hoy, el artículo con el
que la Iglesia se mantiene en pie o cae: una persona, no una doctrina.

Debemos alegrarnos porque esto es lo que está sucediendo en la Iglesia y
en mayor medida de lo que normalmente se piensa. En los últimos meses
he podido participar en dos encuentros: uno en Suiza, organizado por
evangélicos con la participación de los católicos; el otro en Alemania,
organizado por católicos con la participación de los evangélicos. Este
último celebrado en Augsburgo en enero pasado, me ha parecido
verdaderamente un signo de los tiempos. Había seis mil católicos y dos
mil luteranos, en su mayoría jóvenes, procedentes de toda Alemania. El
título en inglés era «Holy Fascination», santa fascinación. El que
fascinaba a la multitud era Jesús de Nazaret, hecho presente y casi
tangible por el Espíritu Santo. Detrás de todo esto, una comunidad de
laicos y una casa de oración (Gebetshaus), activa desde hace años y en
plena comunión con la Iglesia católica local.

No era un ecumenismo del «¡querámonos mucho!». Misa muy católica (¡con
incienso!”), presidida una vez por mí y una vez por el obispo auxiliar
de Augsburgo; otro día, Santa Cena presidida por un pastor luterano, en
total respeto de cada uno por la propia liturgia. Adoración, enseñanzas,
música: un clima que sólo los jóvenes son capaces hoy de organizar y
que podría servir como modelo para algún acontecimiento especial durante
las Jornadas Mundiales de la Juventud.

Pregunté una vez a los responsables si debía hablar de la unidad de los
cristianos; me respondieron: «No, preferimos vivir la unidad, en lugar
de hablar de ella». Tenían razón. Son signos de la dirección en que el
Espíritu —y con él el papa Francisco—nos invitan a caminar.

¡Feliz y Santa Pascua!

©de la traducción Pablo Cervera Barranco

Notas

1 M. Lutero, Prefacio a las obras en latín, ed. Weimar vol. 54, p. 186.

2 San Agustín, De spiritu et littera, 32,56 : PL 44,237.

3 San Gregorio Magno, Homilías sobre Ezequiel, II, 7: PL 76,1018.

4 San Bernardo de Claraval, Sermones sobre el Cantar, 61, 4-5: PL 183,1072.

5 Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-IIae, q.106, a.2.

6 Concilio de Trento, «Decretum de iustificatione», 7,
en Denzinger-Schoenmetzer, Enchiridion Symbolorum (Herder,
Barcelona 341963) n. 1531.

7 Es clásico el dístico con que fue expresado este orden: Littera gesta
docet, quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas
anagogia. La letra te enseña lo sucedido; lo que necesitas creer, la
alegoría. / La moral, qué hacer; a donde tender, la anagogía.

8 Cf. Henri de Lubac, Histoire de l’exégèse médiévale. Le quatre sens de l’Ecriture, vol I,1 (Aubier, París 1959) 139-157.

9 Jacob Neusner, A Rabbi talks with Jesus (McGill-Queen’s University
Press, Montreal 2000) [trad. esp. Un rabino habla con Jesús: el libro
con el que Benedicto XVI dialoga en Jesús de Nazaret (Encuentro, Madrid
2008)].

10 Orígenes, Comentario de la Carta a los Romanos, II, 2: PG 14,873.

Raniero Cantalamessa

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