Cantalamessa da un criterio práctico para conocer y cumplir la voluntad de Dios en nuestros asuntos

Tras hablar de la caridad en la segunda predicación cuaresmal a la Curia romana y de la humildad en la tercera, el padre Raniero Cantalamessa consagró la cuarta a la virtud de la obediencia.

La tela de araña

Su disertación se basó en la expresión de libertad de San Pedro ante los sumos sacerdotes: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hech 5, 29). Comparó la trama de obediencias humanas de que consta nuestra vida con una tela de araña:
los hilos secundarios pueden romperse y el animal los repara, pero si
se rompe el hilo del que cuelga todo (la obediencia a Dios), el
hundimiento es irreversible: “Apenas se corta ese hilo de lo alto [el
bicho] se aleja: ya no hay nada que hacer”.

No hay lugar a dudas, arrancó el fraile capuchino, de que el origen
divino del poder que afirma San Pablo en la Carta a los Romanos (“no hay
autoridad que no venga de Dios”, Rom 13 y ss.), y su correlativa
obligación de obediencia, se refiere “sólo [a] la autoridad civil y
estatal”: “Realizar el propio deber hacia la sociedad no es sólo un
deber civil, sino también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad de personas que lo componen”. Por eso, no es sumisión “de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios” lo que está en juego.

Llamada universal a la obediencia

Más en concreto, la obediencia a Cristo, “considerada exactamente como
la antítesis de la desobediencia de Adán… ¿A quién desobedeció Adán?
Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las leyes. Desobedeció a
Dios. En el origen de todas las desobediencias hay una
desobediencia a Dios y en el origen de todas las obediencias está la
obediencia a Dios
“. Por tanto, en la medida en la que el
bautismo “nos pone bajo la jurisdicción de Cristo”, la obediencia se
convierte en “algo constitutivo para la vida cristiana; es la
implicación práctica y necesaria de la aceptación del señorío de
Cristo”. 

Por lo cual “decir que [por el bautismo] todos los bautizados están
llamados a la santidad es como decir que todos están llamados a la
obediencia, que hay también una llamada universal a la obediencia“.

Cantalamessa desciendo luego al terreno práctico, porque, como en cualquier virtud cristiana, “hay un elemento mistérico y un elemento ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la libertad“.
Es esta última la que nos puede suscitar dificultades cuando percibimos
una disociación entre lo que entendemos que es la voluntad de Dios para
nosotros y lo que parece ser la voluntad de nuestros legítimos
superiores.

Pues bien, “la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a
la autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la
renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si es auténtica, la obediencia a Dios“.

Según el fraile capuchino, la obediencia a los hombres es a la
obediencia a Dios lo que el amor al prójimo al amor de Dios: su banco de
pruebas. Parafraseando a San Juan (1 Jn 4, 20), dice Cantalamessa: “Si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?” En
la Pasión vemos cómo Pilatos, Caifás y las multitudes que pedían la
liberación de Barrabás en vez de la de Cristo “se convierten en
instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la suya”.

Qué hacer cuando dudemos de cuál es la voluntad de Dios

“Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad“, explica Cantalamessa.

Y si las palabras anteriores parecen dirigidas especialmente a
sacerdotes, religiosos y obispos respecto a sus superiores, Cantalamessa
ofrece también un consejo práctico para los cristianos en general: ante
cualquier encrucijada, llevar el asunto a la oración y en ella pedirle a
Dios en oración que en la decisión que tomemos “con los criterios
ordinarios de discernimiento” se haga su voluntad. De esta forma estamos
seguros de haber “sometido el asunto a Dios”: “Me he despojado
de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a Dios una
oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida.
Cualquier
cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios ordinarios de
discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las riendas de la
propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo, penetra cada vez
más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y
haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios»”.

Pincha aquí para leer la primera predicación cuaresmal del padre Cantalamessa, el viernes 30 de febrero.

Pincha aquí para leer la segunda predicación cuaresmal del padre Cantalamessa, el viernes 2 de marzo.

Pincha aquí para leer la tercera predicación cuaresmal del padre Cantalamessa, el viernes 9 de marzo.

A continuación
reproducimos en su integridad la predicación del padre Cantalamessa,
traducida por el sacerdote y teólogo Pablo Cervera Barranco. Las
negritas son de ReL.

CUARESMA 2018

Cuarta predicación cuaresmal

Raniero Cantalamessa, ofm cap.

«Que cada uno se someta a las autoridades constituidas»

La obediencia a Dios en la vida cristiana 

1. El hilo de lo alto

Al delinear los rasgos, o las virtudes, que deben brillar en la vida de
los renacidos por el Espíritu, después de haber hablado de la caridad y de la humildad, san Pablo, en el capítulo 13 de la Carta a los Romanos, llega a hablar también de la obediencia:
«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay
autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas
por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la
disposición de Dios» (Rom 13,1ss).

A continuación del pasaje, que habla de la espada y los tributos, así
como de la comparación con otros textos del Nuevo Testamento sobre el
mismo tema (cf. Tit 3,1; 1 Pe 2,13-15), indican con toda claridad que el
Apóstol no habla aquí de la autoridad en general y de toda autoridad, sino sólo de la autoridad civil y estatal.
San Pablo trata de un aspecto particular de la obediencia que era
particularmente sentido en el momento en que escribía y, quizá, por la
comunidad a la que escribía.

Era el momento en que estaba madurando, en el seno del judaísmo
palestino, la revuelta zelota contra Roma que, pocos años después, se
concluirá con la destrucción de Jerusalén. El cristianismo nació del
judaísmo; muchos miembros de la comunidad cristiana, incluso de Roma,
eran judíos convertidos. El problema de si obedecer o no al estado
romano se planteaba, indirectamente, también para los cristianos.

La Iglesia apostólica estaba ante una elección decisiva. San Pablo, como
por lo demás todo el Nuevo Testamento, resuelve el problema a la luz de
la actitud y las palabras de Jesús, especialmente de la palabra sobre
el tributo a César (cf. Mc 12,17). El reino predicado por Cristo «no es
de este mundo», es decir, no es de naturaleza nacional y política. Por
eso, puede vivir bajo cualquier régimen político, aceptando sus ventajas
(como era la ciudadanía romana), pero, al mismo tiempo, también las
leyes. El problema, en definitiva, es resuelto en el sentido de la
obediencia al estado.

La obediencia al estado es una consecuencia y un aspecto de una
obediencia mucho más importante y comprensiva que el Apóstol llama «la
obediencia al Evangelio» (cf. Rom 10,16). La severa advertencia del
Apóstol muestra que pagar los impuestos y, en general, realizar
el propio deber hacia la sociedad no es sólo un deber civil, sino
también un deber moral y religioso. Es una exigencia del precepto del
amor al prójimo. El estado no es una entidad abstracta; es la comunidad
de personas que lo componen
. Si yo no pago los impuestos, si
mancho el ambiente, si transgredo las normas de tráfico, daño y muestro
desprecio al prójimo. En este punto nosotros italianos (y quizás no solo
nosotros) deberíamos revisar y añadir algunas preguntas a nuestros
exámenes de conciencia.

Todo esto es muy actual, pero no podemos limitar el discurso sobre la
obediencia a este único aspecto de la obediencia al estado. San Pablo
nos indica el lugar donde se sitúa el discurso cristiano sobre la
obediencia, pero no nos dice, en este único texto, todo lo que se puede
decir de dicha virtud. Él saca aquí las consecuencias de principios
puestos anteriormente, en la misma Carta a los Romanos y también en
otros lugares, y nosotros debemos investigar estos principios para hacer
un discurso sobre la obediencia que sea útil y actual para nosotros
hoy.

Debemos descubrir la obediencia «esencial», de la que brotan todas las
obediencias especiales, incluida la debida a las autoridades civiles. De
hecho, hay una obediencia que afecta a todos —superiores y súbditos,
religiosos y laicos—, que es la más importante de todas, que
gobierna y vivifica todas las demás, y esta obediencia no es la
obediencia de hombre a hombre, sino la obediencia del hombre a Dios
.

Tras el Concilio Vaticano II alguien escribió: «Si hay un problema de
obediencia hoy, no es el de la docilidad directa al Espíritu Santo —a la
cual cada uno muestra apelarse gustosamente— sino más bien el de la
sumisión a una jerarquía, a una ley y a una autoridad humanamente
expresadas». Estoy convencido yo también de que es así. Pero
precisamente para hacer posible de nuevo esta obediencia concreta a la
ley y a la autoridad visible debemos partir de nuevo de la obediencia a
Dios y a su Espíritu.

La obediencia a Dios es como «el hilo de lo alto» que sostiene la
espléndida tela de araña colgada de un seto. Bajando de lo alto mediante
el hilo que ella misma produce, la araña construye su tela, perfecta y
tensa en cada esquina. Sin embargo, ese hilo de lo alto que ha servido
para construir la tela no se trunca una vez concluida la obra, sino que
permanece. Más aún, es él, el que, desde el centro, sostiene todo el
entramado; sin él todo se afloja. Si se rompe uno de los hilos laterales
(yo he hecho una vez la prueba), la araña acude y repara rápidamente su
tela, pero apenas se corta ese hilo de lo alto se aleja: ya no hay nada
que hacer.

Ocurre algo similar a propósito de la trama de las autoridades y de las
obediencias en una sociedad, en una orden religiosa y en la
Iglesia. Cada uno de nosotros vive en una densa trama de dependencias:
de las autoridades civiles, de las eclesiásticas; en estas últimas, del
superior local, del obispo, de la Congregación del clero o de los
religiosos, del Papa. La obediencia a Dios es el hilo de lo alto:
todo está construido sobre él, pero no se puede olvidar ni siquiera
después de que ha terminado la construcción. En caso contrario, todo se
repliega sobre uno mismo y ya no se entiende por qué se debe obedecer.

2. La obediencia de Cristo

Es relativamente sencillo descubrir la naturaleza y el origen de la
obediencia cristiana: basta ver en base a qué concepción de la
obediencia es definido Jesús, por la Escritura, como «el obediente».
Descubrimos inmediatamente, de este modo, que el verdadero fundamento de la obediencia cristiana no es una idea de obediencia, sino un acto de obediencia;
no es el principio abstracto de Aristóteles según el cual «el inferior
debe someterse al superior», sino que es un acontecimiento; no se
encuentra en la «recta razón», sino en el kerigma, y dicho
fundamento es que Cristo «se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,8);
que Jesús «aprendió la obediencia de las cosas que padeció y
perfeccionado se convirtió en causa de salvación para todos aquellos que
le obedecen» (Heb 5,8-9).

El centro luminoso, que ilumina todo el discurso sobre la obediencia en
la Carta a los Romanos, es Rom 5,19: «Por la obediencia de uno solo
todos serán constituidos justos». Quien conoce el lugar que ocupa la
justificación, en la Carta a los Romanos, podrá conocer, desde este
texto, ¡el lugar que ocupa en él la obediencia!

Tratemos de conocer la naturaleza de ese acto de obediencia sobre el que
se basa el nuevo orden; tratemos de conocer, en otras palabras, en que
consistió la obediencia de Cristo. Jesús, de niño, obedeció a los
padres; luego, de mayor, se sometió a la ley mosaica, al Sanedrín, a
Pilato. San Pablo, sin embargo, no piensa en ninguna de estas
obediencias; piensa, en cambio, en la obediencia de Cristo al Padre.

La obediencia de Cristo es considerada exactamente como la antítesis de la desobediencia de Adán:
«Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos
pecadores, así también por la obediencia de uno solo, todos serán
constituidos justos» (Rom 5,19; cf. 1 Cor 15,22). Pero, ¿a quién
desobedeció Adán? Ciertamente no a los padres, a la autoridad, a las
leyes. Desobedeció a Dios. En el origen de todas las
desobediencias hay una desobediencia a Dios y en el origen de todas las
obediencias está la obediencia a Dios
.

La obediencia abarca toda la vida de Jesús. Si san Pablo y la Carta a
los Hebreos ponen en evidencia el lugar de la obediencia en la muerte de
Jesús, san Juan y los Sinópticos completan el marco, poniendo de
relieve el puesto que la obediencia tuvo en la vida de Jesús, en su
cotidianidad. «Mi alimento —dice Jesús en el evangelio de Juan— es hacer
la voluntad del Padre» y «Yo hago siempre lo que le agrada a mi Padre»
(Jn 4,34; 8,29). La vida de Jesús está como dirigida por una estela
luminosa formada por las palabras escritas para él en la Biblia: «Está
escrito… Está escrito». Así vence las tentaciones en el desierto.
Jesús recoge de las Escrituras el «se debe» (dei) que sostiene toda su
vida.

La grandeza de la obediencia de Jesús se mide objetivamente «por las cosas que padeció» y, subjetivamente, por el amor y la libertad con que obedeció.
En él resplandece en sumo grado la obediencia filial. También en los
momentos más extremos, como cuando el Padre le da a beber el cáliz de la
pasión, en sus labios no se apaga nunca el grito filial: «¡Abbá! Dios
mío, Dios mío, ¿porque me has abandonado?», exclamó en la cruz (Mt
27,46); pero añadió enseguida, según san Lucas: «Padre, a tus manos
encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46). En la cruz, Jesús «se abandonó al
Dios que lo abandonaba» (se entienda lo que se entienda con este
abandono del Padre). Esta es la obediencia hasta la muerte; esta es «la
roca de nuestra salvación».

3. La obediencia como gracia: el bautismo

En el capítulo quinto de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a
Cristo como el fundador de la estirpe de los obedientes, en oposición a
Adán que fue el fundador de los desobedientes. En el capítulo
siguiente, el sexto, el Apóstol revela la forma en que nosotros entramos
en la esfera de este acontecimiento, es decir, mediante el bautismo.
San Pablo pone en primer lugar un principio: si tú te pones libremente
bajo la jurisdicción de alguien, estás obligado a servirlo y a
obedecerle: «¿No sabéis que, cuando os ofrecéis a alguien como esclavos
para obedecerlo, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del
pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia?» (Rom
6,16).

Ahora, establecido el principio, san Pablo recuerda el hecho: en
realidad, los cristianos se han puesto libremente bajo la jurisdicción
de Cristo, el día en que, en el bautismo, lo han aceptado como su Señor:
«Vosotros erais esclavos del pecado, mas habéis obedecido de corazón al
modelo de doctrina al que fuisteis entregados; liberados del pecado, os
habéis hecho esclavos de la justicia» (Rom 6,17-18). En el
bautismo se produjo un cambio de dueño, un tránsito de campo: del pecado
a la justicia, de la desobediencia a la obediencia, de Adán a Cristo
. La liturgia lo ha expresado todo ello a través de la oposición: «Renuncio-Creo».

Por tanto, la obediencia es algo constitutivo para la vida
cristiana; es la implicación práctica y necesaria de la aceptación del
señorío de Cristo
. No hay un señorío en acto, si no existe, por parte del hombre, obediencia. En el bautismo hemos aceptado un Señor, un Kyrios,
pero un Señor «obediente», uno que se ha convertido en Señor
precisamente debido a su obediencia (cf. Flp 2,8-11), uno cuyo señorío
se concreta, por así decirlo, en la obediencia. La obediencia aquí no es
tanto dependencia cuanto semejanza; obedecer a tal Señor es asemejarnos
a él, porque es precisamente por su obediencia hasta la muerte como él
obtuvo el nombre de Señor que está por encima de cualquier otro nombre
(cf. Flp 2,8-9).

De ello descubrimos que la obediencia, antes que virtud, es don; antes que ley, es gracia.
La diferencia entre las dos cosas es que la ley dice que hay que hacer,
mientras que la gracia da el hacer. La obediencia es ante todo obra de
Dios en Cristo, que luego es indicada al creyente para que, a su vez, la
exprese en la vida con una fiel imitación. En otras palabras, nosotros
no tenemos sólo el deber de obedecer, sino que ¡ahora tenemos también la
gracia de obedecer!

La obediencia cristiana se arraiga, pues, en el bautismo; por el
bautismo todos los cristianos son «consagrados» a la obediencia, han
hecho de ella, en cierto sentido, «voto». El redescubrimiento de este
dato común a todos, basado en el bautismo, sale al encuentro de una
necesidad vital de los laicos en la Iglesia. El Concilio Vaticano II
enunció el principio de la «llamada universal a la santidad» del pueblo
de Dios (LG 40) y, dado que no se da santidad sin obediencia, decir
que todos los bautizados están llamados a la santidad es como decir que
todos están llamados a la obediencia, que hay también una llamada
universal a la obediencia
.

4. La obediencia como «deber»: la imitación de Cristo

En la primera parte de la Carta a los Romanos, san Pablo nos presenta a
Jesucristo como don que hay que acoger con la fe, mientras que en la
segunda parte —la parenética— nos presenta a Cristo como modelo a imitar
con la vida. Estos dos aspectos de la salvación están presentes también
en el interior de cada virtud o fruto del Espíritu. En
cualquier virtud cristiana, hay un elemento mistérico y un elemento
ascético, una parte confiada a la gracia y una parte confiada a la
libertad
. Ahora ha llegado el momento de considerar este
segundo aspecto, es decir, nuestra efectiva imitación de la obediencia
de Cristo. La obediencia como deber.

Apenas se prueba a buscar, a través del Nuevo Testamento, en qué
consiste el deber de la obediencia, se hace un descubrimiento
sorprendente, es decir, que la obediencia es vista casi siempre como obediencia a Dios.
Se habla también, ciertamente, de todas las demás formas de obediencia:
a los padres, a los amos, a los superiores, a las autoridades civiles,
«a toda institución humana» (1 Pe 2,13), pero mucho menos frecuentemente
y de manera mucho menos solemne. El sustantivo mismo «obediencia» se
utiliza siempre y sólo para indicar la obediencia a Dios o, en cualquier
caso, a instancias que están de la parte de Dios, excepto en un solo
pasaje de la Carta a Filemón (v. 21) donde indica la obediencia al
Apóstol.

San Pablo habla de obediencia a la fe (Rom 1,5; 16,26), de obediencia a
la enseñanza (Rom 6,17), de obediencia al Evangelio (Rom 10,16; 2 Tes 1,
8), de obediencia a la verdad (Gál 5,7), de obediencia a Cristo (2 Cor
10,5). Encontramos el mismo idéntico lenguaje también en otros
lugares en el Nuevo Testamento (cf. Hch 6,7; 1 Pe 1,2.22).

Pero, ¿es posible y tiene sentido hablar hoy de obediencia a Dios,
después de que la nueva y viva voluntad de Dios, manifestada en Cristo,
se ha expresado y objetivado cabalmente en toda una serie de leyes y de
jerarquías? ¿Es lícito pensar que todavía existan, después de todo esto,
voluntades «libres» de Dios que hay que recoger y hacer? ¡Sí, sin
duda! Si la voluntad viva de Dios se pudiera encerrar y objetivar
exhaustiva y definitivamente en una serie de leyes, normas e
instituciones, en un «orden», creado y definido de una vez para siempre,
la Iglesia terminaría por petrificarse.

El redescubrimiento de la importancia de la obediencia a Dios es una
consecuencia natural del redescubrimiento de la dimensión neumática
—junto a la jerárquica— de la Iglesia y del primado, en ella, de la
palabra de Dios. La obediencia a Dios, en otras palabras, es concebible
sólo cuando se afirma, como lo hace el Concilio Vaticano II, que el
Espíritu Santo «guía a la Iglesia a toda la verdad, la unifica en la
comunión y en el ministerio, la instruye y dirige con diversos dones
jerárquicos y carismáticos, la embellece con sus frutos, con la fuerza
del Evangelio rejuvenece a la Iglesia, la renueva constantemente y la
conduce a la perfecta unión con su Esposo» (LG 40).

Sólo si se cree en una «señorío» actual y puntual del resucitado sobre
la Iglesia, sólo si se está convencido íntimamente de que también hoy
—como dice el salmo— «habla el Señor, Dios de los dioses, y no está en
silencio» (Sal 50,1), sólo entonces se es capaz de comprender la
necesidad y la importancia de la obediencia a Dios. Es un escuchar al
Dios que habla, en la Iglesia, a través de su Espíritu, el cual ilumina
las palabras de Jesús y de toda la Biblia y les confiere autoridad,
convirtiéndolas en canales de la voluntad de Dios viva y actual para
nosotros.

Pero como en la Iglesia institución y misterio no están contrapuestas, sino unidas, así ahora tenemos que mostrar que
la obediencia espiritual a Dios no aparta de la obediencia a la
autoridad visible e institucional, sino que, por el contrario, la
renueva, la refuerza y la vivifica, hasta el punto de que la obediencia a
los hombres se convierte en el criterio para juzgar si hay o no, y si
es auténtica, la obediencia a Dios
. Sucede exactamente como
para la caridad. El primer mandamiento es amar a Dios, pero su banco de
pruebas es amar al prójimo. «Quien no ama a su hermano a quien
ve —escribe san Juan—, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ve?» (1
Jn 4,20). Lo mismo cabe decir de la obediencia: si no obedeces al superior al que ves, ¿cómo puedes decir que obedeces a Dios al que no ves?

La obediencia a Dios se realiza, en general, así. Dios te hace
relampaguear en su corazón una voluntad suya sobre ti; es una
«inspiración» que normalmente nace de una palabra de Dios escuchada o
leída en oración. Tú te sientes «interpelado» por esa palabra o por esa
inspiración; sientes que te «pide» algo nuevo y tú dices «sí». Si se
trata de una decisión que tendrá consecuencias prácticas no puedes
actuar solamente sobre la base de tu inspiración. Debes depositar tu
llamada en manos de los superiores o de aquellos que tienen, en cierto
modo, una autoridad espiritual sobre ti, creyendo que, si es de Dios, él
hará que la reconozcan sus representantes.

Pero, ¿qué hacer cuando se perfila un conflicto entre las dos
obediencias y el superior humano pide hacer una cosa distinta o
contraria a la que crees que te ha mandado Dios? Basta preguntarse qué
hizo, en este caso, Jesús. Él aceptó la obediencia externa y se sometió a
los hombres, pero al actuar así, no renegó, sino que realizó la
obediencia al Padre. Precisamente esto, en efecto, quería el Padre. Sin
saberlo y sin quererlo —a veces en buena fe, otras veces no —, los
hombres, como sucedió entonces con Caifás, Pilato y las multitudes, se
convierten en instrumentos para que se cumpla la voluntad de Dios, no la
suya
.

También esta regla no es, sin embargo, absoluta. La voluntad de Dios y
su libertad pueden exigir del hombre —como sucedió con Pedro frente al
requerimiento del Sanedrín— que obedezca a Dios, más que a los hombres
(cf. Hch 4,19-20). Pero quien entra en esta vía debe aceptar, como todo
verdadero profeta, morir a sí mismo (y a menudo también físicamente),
antes de ver realizada su palabra. En la Iglesia católica la verdadera
profecía estuvo siempre acompañada por la obediencia al Papa. Don Primo Mazzolari y don Lorenzo Milani son algunos ejemplos recientes.

Obedecer sólo cuando lo que dice el superior corresponde exactamente con nuestras ideas y nuestras opciones, no es obedecer a Dios, sino a uno mismo; no es hacer la voluntad de Dios, sino la propia voluntad.
Si en caso de disparidades, antes que ponerse en discusión a uno mismo,
se cuestiona enseguida al superior, su discernimiento y su competencia,
ya no somos obedientes, sino objetores.

5. Una obediencia abierta siempre y a todos

La obediencia a Dios es la obediencia que podemos hacer siempre. De
obediencias a órdenes y autoridades visibles, sucede que se hacen de vez
en cuando, tres o cuatro veces en total en la vida,
hablando de obediencias de una cierta seriedad. De obediencias a Dios,
en cambio, hay muchas. Cuanto más se obedece, más se multiplican las órdenes de Dios, porque él sabe que esto es el don más hermoso que puede hacer, lo que hizo a su amado Hijo Jesús. Cuando
Dios encuentra un alma decidida a obedecer, entonces toma su vida, como
se toma el timón de una barca, o como se toman las riendas de un carro
.
Él se convierte en serio, y no sólo en teoría, en «Señor», es decir, el
que «rige» y «gobierna» determinando, se podría decir, en cada momento,
los gestos, las palabras de esa persona, su manera de utilizar el
tiempo, todo.

He dicho que la obediencia a Dios es algo que se puede hacer siempre.
Debo añadir que es también la obediencia que todos podemos hacer, tanto
súbditos como superiores. Se suele decir que hay que saber obedecer para
poder gobernar. No es sólo un principio de buen sentido; hay una razón
teológica en ello. Significa que la verdadera fuente de la autoridad espiritual reside más en la obediencia que en el título o en el oficio que uno desempeña.
Concebir la autoridad como obediencia significa no contentarse con la
sola autoridad, sino aspirar a esa autoridad que viene del hecho de que
Dios está detrás de ti y apoya tu decisión. Significa acercarse a ese
tipo de autoridad que se desprendía del obrar de Cristo e impulsaba a la
gente a preguntarse maravillada: «¿Qué es esto? Una doctrina nueva
enseñada con autoridad» (Mc 1,27).

En realidad, se trata de una autoridad diferente, de un poder real y
eficaz, no sólo nominal o de oficio, un poder intrínseco, no extrínseco.
Cuando una orden viene dado por un padre o por un superior que se
esfuerza por vivir en la voluntad de Dios, que ha rezado antes y no
tiene intereses personales que defender, sino sólo el bien del hermano o
del propio niño, entonces la autoridad misma de Dios hace de muro a esa
orden o decisión. Si surge controversia, Dios dice a su representante
lo que dijo un día a Jeremías: «He aquí que hago de ti como una
fortaleza, como un muro de bronce […]. Te harán guerra, pero no te
vencerán, porque yo estoy contigo» (Jer 1,18s). San Ignacio de Antioquía daba este sabio consejo a su discípulo y colega de episcopado, San Policarpo: «Nada se haga sin tu consentimiento, pero tú no hagas nada sin el consentimiento de Dios» [Carta a Policarpo 4, 1].

Esta vía de la obediencia a Dios no tiene nada, por sí sola, de místico y
extraordinaria, pero está abierta a todos los bautizados. Consiste en
«presentar las cuestiones a Dios» (cf. Éx 18,19). Yo puedo decidir por
mí mismo hacer o no hacer un viaje, un trabajo, una visita, una compra y
luego, una vez decidido, orar a Dios por el éxito de la cosa. Pero si
nace en mí el amor de la obediencia a Dios, entonces haré otra cosa: pediré antes a Dios con el sencillísimo medio que todos tenemos a disposición, y —que es la oración—, si es su voluntad que
yo haga ese viaje, ese trabajo, esa visita, ese gasto, y luego haré, o
no, la cosa, pero será en adelante, en cualquier caso, un acto de
obediencia a Dios, y no ya una libre iniciativa mía.

Normalmente, está claro que no oiré, en mi breve oración, ninguna voz y
no tendré ninguna respuesta explícita sobre lo que hay que hacer, o al
menos no es necesario que la haya para que lo que hago sea obediencia.
Al actuar así, en efecto, he sometido el asunto a Dios, me he
despojado de mi voluntad, he renunciado a decidir a solas, y he dado a
Dios una oportunidad para intervenir, si quiere, en mi vida.

Cualquier cosa que decida hacer ahora, regulándome con los criterios
ordinarios de discernimiento, será obediencia a Dios. ¡Así se ceden las
riendas de la propia vida a Dios! La voluntad de Dios, de este modo,
penetra cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia,
embelleciéndola y haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y
agradable a Dios» (Rom 12,1).

También esta vez terminamos con las palabras de un salmo que nos permite
transformar en oración la enseñanza que nos ha brindado el Apóstol. Un
día que estaba lleno de alegría y de gratitud por los beneficios de su
Dios («He esperado, he esperado en el Señor y él se inclinó sobre mí
[…]; me ha sacado de la fosa de la muerte…»), en un verdadero estado
de gracia, el salmista se pregunta qué puede hacer para responder a
tanta bondad de Dios: ¿ofrecer holocaustos, víctimas? Comprende
enseguida que esto no es lo que Dios quiere de él; es demasiado poco
para expresar lo que tiene en el corazón. Entonces esta es la intuición y
la revelación: lo que Dios desea de él es una decisión generosa
y solemne para realizar, de ahora en adelante, todo lo que Dios quiere
de él, obedecerle en todo
. Entonces él exclama:

«He aquí que vengo.

En el rollo del libro de mí está escrito, que yo haga tu voluntad.

Mi Dios lo quiero,

tu ley está en lo profundo de mi corazón».

Entrando en el mundo, Jesús hizo suyas estas palabras diciendo: «He aquí
que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad» (Heb 10,5ss). Ahora nos
toca a nosotros. Toda la vida, día a día, puede ser vivida teniendo
estas palabras como divisa: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu
voluntad». Por la mañana, al comenzar una nueva jornada, luego al
acercarse a una cita, a un encuentro, al empezar un nuevo trabajo: «He
aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».

No sabemos lo que nos deparará ese día, ese encuentro, ese trabajo;
sabemos una sola cosa con certeza: que queremos hacer, en ellos, la
voluntad de Dios. No sabemos qué nos reserva a cada uno de nosotros
nuestro futuro; pero es hermoso encaminarnos hacia él con esta palabra
en los labios: «He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad».
©Traducción del original italiano Pablo Cervera Barranco

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