Hay una forma de vivir con paz en el alma cada uno de mis miedos, sin caer en la desesperación, sin dejarme llevar por la angustia…
Haga click aquí para abrir el carrusel fotográfico Hay muchas maneras de reaccionar ante la vida. Hay distintas maneras de aceptar un despido en el trabajo. Hay maneras de enfrentar la humillación, el fracaso, la derrota, la pérdida.
Hay una manera elegante de vivir los contratiempos. Y otra quizá más mezquina, llena de rabia y amargura. Hay una forma calmada de enfrentar la derrota, sin menospreciar al rival, engrandeciendo su gesta.
Hay que ser muy hombre, muy sano, muy maduro para reconocer el mérito del otro y no justificarse.
Hay una manera elegante de vivir la enfermedad, con pausa, con calma, con alegría. Sin querer ser el centro de las atenciones, sin menospreciar los sufrimientos menores de los más cercanos.
Hay una forma de vivir con paz en el alma cada uno de mis miedos, sin caer en la desesperación, sin dejarme llevar por la angustia.
Hay una manera humilde de asumir las puertas que se cierran, sin querer derribarlas a fuerza de golpes, alzando la vista a lo alto para descubrir ventanas abiertas.
Hay una manera digna de enfrentar la muerte, sin darle la espalda, sin miedo a llamarla por su nombre.
Hay una forma sensata y justa de enfrentar los contratiempos, sin caer en la autocompasión, sin esperar que los demás se compadezcan de mi mala suerte.
Hay una forma sabia de enfrentar los días grises, sin cerrar la puerta a que salga el sol, sin negar su existencia aunque sólo vea nubes.
Hay una forma santa de vivir mi vida, cuando dejo de mirarme a mí mismo para mirar a lo alto. Decía Carlo Acutis:
«No temas porque con la Encarnación de Jesús, la muerte se convierte en vida y no hay necesidad de escapar: en la vida eterna nos espera algo extraordinario. La tristeza es mirarnos a nosotros mismos, la felicidad es mirar hacia Dios».
Hay una forma que es la de Dios, la del niño que se confía en las manos de su Padre porque sabe que Dios va a estar presente en medio del camino.
No me gusta caer en los extremos. Y eso que soy apasionado. Ni caer en el drama cuando no resultan mis pasos. Ni llegar al éxtasis cuando sólo he vencido en una pequeña batalla.
Mirar al cielo acaba con mis tristezas. Buscarme a mí mismo me llena de angustias humanas.
¿Por qué espero tanto de los hombres? Busco su aplauso, su reconocimiento. Busco que me encumbren y alaben. Busco que me tomen en cuenta y aprecien lo que hago.
Busco tener esa elegancia para asumir la vida como es, con toda su crudeza, con toda su grandeza.Te puede interesar: Por qué aceptar mis sufrimientos y defectos me hace mejor
Un fracaso nunca es el final de todo, sino sólo el final de algo concreto que se me niega. Y un sí no me abre a todos mis logros posibles, ni a todas mis empresas, sólo a una, sea la que sea.
Por eso no me asusto cuando el huracán me lleva por los aires. No me deprimo cuando mi ventana se llena de noche. No me atormento cuando he tocado la amargura de la derrota.
Con elegancia sigo adelante, sin ser mezquino ni ruin, sin herir con mis comentarios. Perdonando en silencio al que me ha hecho daño. Puede que incluso sin saberlo. Sin juzgar las intenciones de los que me rodean. Esos juicios enturbian mi ánimo.
Estoy llamado a tejer una vida grande. Por eso importan tanto las reacciones que tengo. No todos se toman la vida de la misma manera.
Yo admiro a los santos, a los elegantes, a los respetuosos, a los humildes. A los que alaban en la derrota. A los que crecen en dignidad cuando han caído.
Admiro a los pequeños que son elevados por Dios a una cumbre más alta, sin vergüenza, sin pánico. Y a los que guardan silencio, sin justificarse, al ser acusados.
Admiro a los que se entregan sin esperar nada a cambio. A los que aman después de haber sido abandonados. A los que se levantan una vez que han caído.
Admiro a los valientes que sueñan con las estrellas. Y a los niños que elevan su canto cada mañana. Me sorprenden los sencillos que no se vanaglorian. Y los pobres que buscan vivir en Dios cada día.
Me alegro de las almas que son libres y se dan allí donde Dios las pone. No viven pendientes de lo que los demás hacen.
Siguen su camino sin comparar los pasos. Abrazan y sonríen sembrando paz cada día. No hablan mal de nadie. No mienten, son veraces.
Y llevan en su pecho el amor de Dios grabado. Al verlos me siento tan pequeño y quiero vivir como ellos. Es lo que sueño.