¿Y si la vejez fuera el noviciado del cielo?

¿Alguna vez pensaste que no queda más que esperar la muerte? Carta abierta a alguien que ve la vejez como un naufragio

Crees que te gusta la letra de esa canción de Michel Sardou: “La vie, la mort, on entre on sort c’est tout”, que de la vida y la muerte se entra y se sale y eso es todo. ¿Todo? ¡Pero es ya tan grande vivir y morir!

Nuestra vida avanza en procesión, llevada por una multitud de rostros de aquellos que nos han amado, aquellos que sostienen nuestra peregrinación aquí abajo y quizás nos dediquen una señal como una sonrisa del más allá.

La memoria de los difuntos es siempre más que una foto amarillenta. Es siempre una “memoria de ultratumba”, no surgida del pasado, sino descendida de la eternidad, que viene a nosotros desde más allá de la muerte como una gracia que nos ayuda a vivir, porque ese “puente de los muertos” es necesario para el caminar de los vivos.

Conservamos su recuerdo como estelas para pavimentar nuestras vidas y como centinelas de la esperanza.

Algunos dicen que partieron demasiado pronto… Pero ¿qué significa “demasiado pronto”? ¿Es que hay un “demasiado tarde”?

Es porque tienen miedo de partir “demasiado tarde” que algunos quieren decidir su muerte, para “morir de pie” como cantaba Jean Ferrat, para “morir en el escenario” como Dalida, para no ver su decadencia.

Hemos ejercido la voluntad de poder sobre la vida naciente, queremos ahora ejercerla sobre el misterio del último aliento.

“¡Yo amo al Hombre!”, dice Al Pacino interpretando a Satán en El abogado del diablo… Detrás de esta filantropía satánica se ocultan la negación de la vulnerabilidad y la dureza de un orgullo que se niega a pasar por la puerta de los humildes.

“Confunden el marchitamiento de su alma con humanismo y generosidad”, escribía Stendhal. “La vejez es un naufragio”, decía el general Charles de Gaulle.

¿Y si fuera también el noviciado del cielo, donde el ser humano aprende por fin a ceder a la impotencia y a depender de Dios?

Tendremos que menguar si queremos que Cristo crezca en nosotros. Y el anciano no vuelve a la infancia, sino que remonta hacia ella. “Mi vida, desde luego, ya está llena de muertos”, escribe Georges Bernanos.

“Pero el más muerto de todos es el niño que fui. Sin embargo, llegado el momento, será él quien ocupará su lugar al frente de mi vida, reunirá mis pobres años hasta el último y, como un jefe joven a sus veteranos, tras agrupar a la tropa dispersa, será el primero que entre en la Casa del Padre”.

Por el padre Luc de Bellescize

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