Santo del día

Santa María Josefa del Corazón de Jesús
Una gran mujer que hizo de la enfermedad su vocación al amor

María Josefa Sancho de Guerra dedicó su vida entera a cuidar a los
enfermos y a asistir a los pobres, inclinación característica de su
infancia junto a la devoción por la Eucaristía y por la Virgen María.


Como es propio de los santos, la clave de su acción fue el amor a
Cristo, a quien veía en su prójimo. Desde esta cátedra inigualable de la
caridad dispensó a cada uno el trato preciso. Supo acoger y comprender a
todos en sus limitaciones sin exclusión.


Porque solo Él, «Varón de dolores», puede mostrar cómo ha de
procederse cuando más descarnada se muestra la fragilidad del ser humano
que yace atrapado por la enfermedad, y tal vez estremecido por la
angustia ante la muerte. En un momento dado, esta fundadora advirtió a
sus hijas: «La asistencia no consiste solo en dar las medicinas y
los alimentos al enfermo; hay otra clase de asistencia, y es la del
corazón, procurando acomodarse a la persona que sufre».

Natural de Vitoria, España, nació el 7 de septiembre de 1842. Perdió a
su padre cuando tenía 6 años. Era la mayor de tres hermanas. A los 15
años se trasladó a Madrid con objeto de completar la educación que venía
recibiendo. Y a los 18, teniendo clara vocación, no dudó de que su
futuro debía transcurrir al abrigo de un claustro, algo que realmente le
atraía. Años más tarde, mirando atrás retrospectivamente, diría: «Nací
con la vocación religiosa».


El convento de las concepcionistas de Aranjuez fue el lugar en el que
pensó ingresar en 1860. Entonces contrajo el tifus y se frustraron sus
sueños de convertirse en contemplativa. El trasfondo de la enfermedad,
más allá del ámbito físico, era netamente espiritual.


Ella, como le ha sucedido a tantos otros, tenía trazada de antemano
una misión para la que había sido elegida por Dios. Y la inoportuna
lesión no hacía más que señalarle otro camino. Naturalmente, desconocía
este extremo, aunque pronto se le iba a desvelar. Urgida por religioso
empeño, acudió al instituto de las Siervas de María. A punto de
profesar, se presentaron las dudas. Tenía 22 años cuando surgió el
recelo: ¿debía comprometerse con una Orden de vida activa?

Abrió su corazón sucesivamente a la maestra de novicias santa Soledad
Torres Acosta, y a san Antonio María Claret. Ambos la ayudaron a
dilucidar su camino, juzgando que hasta entonces había errado en el que
debía materializar su vocación. Llevada de la mano del santo, después de
haberlo meditado durante tres días ofreciendo la Eucaristía al Espíritu
Santo por indicación suya, no necesitó más.



Comprendió
que, efectivamente, tal como este fundador le había advertido, estaba
llamada a poner en marcha otra Obra. Aunque los temores volvieron a
asaltarla en otros momentos, con la venia del cardenal arzobispo de
Toledo, que la alentó, en 1871 dejó a las Siervas de María y se dispuso a
fundar en Bilbao el Instituto de las Hermanas Siervas de Jesús dedicado
a la asistencia de los enfermos.


Espiritualmente, el viaje, cuyo destino primero había sido Barcelona,
constituyó para ella una dura prueba. Echando mano de la confianza en
medio de la oscuridad que se cernió sobre su espíritu, junto al consuelo
de las cuatro religiosas que le acompañaban, consiguió proseguir
adelante y fortalecerse para nuevas dificultades. Tuvo que vencer
suspicacias desde el primer momento hasta de personas que después iban a
serle de gran ayuda, como le sucedió inicialmente con el bondadoso
sacerdote Mariano José de Ibargoingotia. Las vocaciones florecían. Y el
Instituto, que instituyó no sin ciertas penalidades y sacrificios, se
fue extendiendo dentro y fuera de España. Recibió aprobación diocesana
en 1874 y obtuvo la pontificia en 1886. 

 Al profesar María Josefa tomó el nombre de sor Corazón de Jesús. Fue
superiora de la congregación de forma ininterrumpida durante cuarenta y
dos años, poniendo de relieve la autenticidad de sus palabras: «Mi vida
está en Dios y es para Dios».

 

En esas décadas tuvo que lidiar con las guerras carlistas y diversos
asedios sufridos por la ciudad de Bilbao. Después de intricados viajes
para visitar las diversas comunidades, un grave problema cardíaco, que
luego se complicó con una lesión pulmonar, en 1911 la dejó completamente
mermada. Solo podía permanecer acostada o sentada en una butaca.


Así fue siguiendo el devenir de las fundaciones, atrapada
físicamente, pero lúcida y capaz de escribir a sus hijas numerosas
cartas. En ellas plasmó su rica espiritualidad concretada en su gran
amor a la Eucaristía y al Sagrado Corazón, la vocación a abrazarse a la
cruz participando en el dolor Redentor de Cristo, y la plena dedicación
al servicio de los enfermos encarnada en un espíritu contemplativo.


Hizo notar: «La caridad y el amor mutuo, forman aún en esta
vida el cielo de las comunidades. Sin cruz no hemos de estar,
dondequiera que vayamos, la vida religiosa es vida de sacrificio y de
abnegación. El fundamento de la mayor perfección es la caridad
fraterna».
Encomendaba a sus hijas: «Sean compasivas con los
enfermos, en el lecho del dolor, todos son igualmente necesitados». Al
final, postrada, como se hallaban tantos en los que pensó al poner en
marcha la fundación y a los que había dedicado su vida, al sentir el
afecto y delicadeza de sus hermanas pedía que no le dispensaran un trato
deferente:«Dejadme morir como una pobre religiosa… Tratadme como a los
pobres, quiero morir como he vivido…».


Falleció en Bilbao el 20 de marzo de 1912 diciendo: «Ya está todo».


El carisma que había amasado sobre el «amor y sacrificio» era una
espléndida realidad.Dejaba 42 casas abiertas y más de un millar de
religiosas. Juan Pablo II la beatificó el 27 de septiembre de 1992. Él
mismo la canonizó el 1 de octubre del año 2000.


Artículopublicado originalmente por evangeliodeldia.org 

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