Salió de una crisis vocacional preguntándose qué ofrecerle a Dios… y lleva 45 años como misionera

Cuando parecía que sus años de noviciado
no iban a concluir haciendo los votos, y un joven aparecía en su vida
como para indicarle otro camino, Sor Ida Porrino se hizo la pregunta clave: “¿Qué le ofrezco a Dios?”. Ella misma contó en Asia News cuál fue su respuesta a, ahora que se apresta a un radical cambio de destino:

Nací en Montegrosso (Costigliole d’Asti), soy la sexta de ocho hijos de
una familia campesina. Mi mamá respetaba nuestras decisiones. Ella
quería que sus hijos hallaran su camino y que estuviesen contentos. Mi
papá, en cambio, quería que yo fuese enfermera, decía que las religiosas
no tienen una posición muy elevada en la Iglesia. Mi hermano entró en
el seminario de los salesianos y luego salió, y entonces yo sentí que teníamos una deuda con la Iglesia: un hijo sacerdote hubiese estado mejor, pero, en el fondo, ¡una religiosa también estaba bien!

¿Por qué elegí a las Hijas de San Pablo? Las hermanas
salesianas me seguían, a través de mi hermano, pero a decir verdad, no
me atraían. Una vez, las Hijas de San Pablo vinieron a nuestra
parroquia, las vi plenas de vida y espontáneas, no nos gritaban porque
el vestido fuese demasiado corto o demasiado largo, o porque debiese
llevarse el velo cuando se iba a misa.

Si una puede hacerse religiosa manteniendo la propia originalidad,
entonces puedo pensar en el tema. Yo estaba en la escuela media. Luego
fui a Alba para hacer magisterio; en cambio, mi hermano, el que
inicialmente había pensado en ser salesiano, llegó a ser abogado, porque
mi papá invertía en nuestro futuro y en nuestra instrucción.

El apostolado de Don Alberione

Cuando estaba siguiendo los cursos de magisterio en Alba, vivía en un
pensionado que pertenecía a las Hijas de San Pablo. Luego conocí a Don Alberione y a las monjas que lo habían seguido.

Me conmovían su fervor y el ambiente de familia en el que vivían. Don
Alberione era bajito, algo encorvado, en un primer momento quedé
decepcionada: estaba acostumbrada a ver campesinos robustos en mi
familia. Pero enseguida, al escuchar una homilía suya, entendí las
razones que hacían de él un hombre que atraía e inspiraba el corazón de las personas.

Si a esto le sumamos que la vida de las monjas me atraía por su estilo de pertenencia, más parecido al de una familia que al de un instituto por el hecho de no ser demasiado estructurado sino dejar lugar para el contacto humano, resulta fácil entender a posteriori las razones de mi elección.

Por ejemplo, no se conocían los castigos. Si mi hermano
hubiese roto un vaso en el seminario menor, la familia habría tenido
que pagarlo. Para nosotras no era así. Recuerdo con mucha claridad que,
sin darme cuenta, rompí una de las máquinas para la impresión de libros.
La responsable me llama y me dice el precio del daño causado, y
enseguida pensé: “Me equivoqué a lo grande. ¿Ahora quién le dice a mi
padre que hay que pagar esta costosa pieza que debe cambiarse?” Pero
inesperadamente, ella me dice que quiere que sepa el coste, pero no para
hacerme pagar por el daño, sino para que yo entienda el precio de las
cosas. Este tipo de actitud te hace sentir parte de una familia y te
hace responsable. Así, aquella semana hice horas extras de manera
voluntaria, los cinco días laborables de la semana.

Me agradaba su vida de apostolado, ir donde las familias y probar nuevos modos de aproximarse a la gente:
recuerdo que un año fuimos a la playa vestidas con ropa de civil, pues
de habernos vestido con el hábito ¡seguro que no habríamos sido
aceptadas!

Crisis vocacional

De todos modos, al final de mi formación llegó un momento de crisis interior.
Entonces volví a vivir llevando vestimenta de civil por un cierto
período. En ese momento ya no sabía por qué me había hecho monja. ¿Había
tomado la decisión siendo demasiado jovencita? ¿O acaso quería reparar
el hecho de que mi hermano había dejado el seminario?

Estuve fuera casi un año. Era libre de volver a mi
casa, pero no quería volver con mi familia, no hubiese sido el ambiente
apropiado para tomar una decisión definitiva. Así que viví en la
hospedería ayudando a las hermanas, pero haciendo una vida
independiente. Hice los ejercicios en un instituto de clausura; en el
ínterin también conocí a un joven muy despierto. ¿Tal vez debía casarme? ¿O dedicarme simplemente al servicio social? ¿O ser maestra de escuela primaria?

Mientras tanto, el tiempo pasaba, y no lograba encontrar la solución a
este dilema, estaba enfadada con Dios, no entendía qué debía hacer.
Luego comencé a pensar más seriamente: ¿qué le ofrezco a Dios?
Le ofrezco mi capacidad de amar y mi libertad. Dándole estas dos cosas
me sentí conforme, en cambio si le hubiese dado algo marginal, dentro mí
habría sentido que no estaba siendo lo suficientemente generosa con
Dios.

Luego hice la profesión perpetua, cuando estuve otra
vez contenta conmigo misma, cuando me parecía haber vuelto a la época de
noviazgo: sentía dentro mí toda una fuerza nueva.

En Taiwán, rodeada de personas no cristianas

Hacer la profesión perpetua tras una crisis profunda fue como pasar a
través del desierto y la experiencia pascual. Así que pedí hacer la profesión perpetua para Pascua, el 2 de abril de 1972.
Al mismo tiempo, la superiora general necesitaba a 22 misioneras para
América Latina, África y Asia. Yo pedí ser enviada pero, a decir verdad,
pensaba que, recién salida de una crisis interior, no se fiarían de mí
porque no daba ninguna garantía. En cambio, llegó la carta de aceptación para las misiones.

Yo prefería ir a Bolivia, por eso empecé a estudiar español por mi
cuenta. Luego llegó una de las consejeras generales, que dijo que la
lista para América Latina ya estaba completa. Y enseguida agrega: “Tú irás a Taiwán”.
“¡Taiwán! ¿Dónde está Taiwán?”, pregunto. Dado mi carácter, yo sentía
que no me adaptaba a Oriente, pensaba que allí eran todos educados y
mesurados.  Pero mis objeciones no se mantenían en pie, la superiora
general ya había tomado la decisión.

Luego no supe cómo decírselo a mi familia, porque estábamos muy unidos.
Mi mamá me preguntó: “¿Dónde te mandan?” Le dije “Un poco lejos”. Y
ella: “¿A Roma?” Luego entendió y aceptó esta misión mía, a diferencia
de mis hermanos y de mi padre, que querían reunirse con mi superiora
para disuadirla.  Al principio titubeé, pero luego, tras hacer un bellísimo curso para misioneras, me sentí muy alentada y encontré el impulso para partir.

Llegué a Taipei hace 45 años, el primero de diciembre
de 1972. Partí sin miedo, pero cuando llegué al aeropuerto hubiera
querido salir de inmediato en el vuelo de regreso y volver a casa. No
entendía nada de lo que decían y me preguntaba: “¿Dónde fui a caer?”

Un país no cristiano… una experiencia útil ahora en los que sí lo son

Pero el Señor me conocía más de lo que yo me conocía a mí misma, y aquí,
en Oriente, me hallé muy a gusto. El arte oriental y la música me
atrajeron muchísimo, la caligrafía de las pinturas chinas de volvió un
motivo de consolación e inspiración.  Encontrarme con gente que no era
cristiana fue, sin lugar a dudas, un gran reto: debía responder a preguntas que nadie me había hecho jamás.
Descubrí razones mucho más profundas para mi fe, que jamás habría
buscado de haber permanecido en un ambiente totalmente “católico”.

Visité los templos budistas para entender cómo acercarme a los fieles de otras religiones.
Por ejemplo, el templo que estaba cerca de nosotras había sido
construido por un general del ejército, que durante la guerra había
matado a muchísimas personas y por esta razón no lograba encontrar la
paz. Poco a poco, este general, al recluirse a vivir en el templo,
volvió a hallar una tranquilidad interior.

Reflexionando sobre la misión de Jesús, entendí más profundamente el
hecho de que él se haya encarnado para acercarse a nosotros. En Europa,
jamás hubiera pensado en ciertos temas. Ahora, en cambio, casi cincuenta
años después, ¡Europa ha vuelto a ser tierra de evangelización! Quizás podemos compartir nuestras experiencias de misión y
hacer ver, por ejemplo, cómo la gente, cuando tiene problemas, viene a
rezar con nosotros, y así, usamos simultáneamente salmos de la Biblia y
poemas de sabios orientales.

El camino del perdón

Las experiencias apostólicas y pastorales aquí, en Taiwán, han sido
bellísimas. Un muchacho, bautizado de pequeño pero que luego fue
alejándose de la vida de la fe, que desempeñaba un alto cargo en el gobierno,
un día vino y comenzó a contarme su vida.  Cuando terminó, me pidió la
absolución, diciendo que un sacerdote no lo entendería. Yo lo convencí
de que fuera a ver a un sacerdote anciano, que sin embargo, en esa
oportunidad, se mostró muy cerrado. El joven volvió a la librería
deprimido. Yo tuve un sentimiento de culpa, y él me confirmó: “¡Te dije
que no funcionaría!”. Entonces le aconsejé ir a ver a un sacerdote
joven. Recuerdo que estábamos en medio de un tifón y llovía sin parar.
Llamé al cura y le dije simplemente: “Llegará un joven para una confesión, recuerda que Dios es amor”.
El sacerdote fue muy comprensivo, el muchacho quedó muy conmovido por
este sacerdote que lo aguardaba afuera, en la calle, todo empapado, para
ofrecerle el tiempo para la confesión.   A partir de ese día, ese joven
comenzó a reconstruir su propia vida y a reconstruirse a sí mismo.

En otra ocasión, en la Feria Internacional del Libro, aquí, en Taipei,
recuerdo que una vez llegó una mujer llorando, y que me contó su
experiencia familiar, muy difícil, por cierto. El marido la trataba peor
que a una sierva. Una vez, ella entró en una iglesia y vio el crucifijo
y enseguida dijo: “Ésta es mi religión. El budismo me ayuda, pero no me quita el sufrimiento: si este Dios da sentido al sufrimiento, ésta es mi religión”.
Luego del bautismo, encontró la fuerza para enfrentarse al marido y
para hacerse respetar como mujer, y como mujer ella encontró a Jesús
directamente, sin ninguna mediación de misioneros o de otros fieles.

Esto es algo que me gusta de nuestra vida: el hecho de que nuestro
apostolado nos lleve a ambientes de vida, de la gente real. En otra
feria internacional, una muchacha de 23 años me confía que acababa de
hacerse un aborto: era budista y se preguntaba cuántas veces tendría que
renacer para pagar por el hecho de haberle negado la vida a su hijo. Le
dije simplemente: “Dame este niño a mí, y yo restituyo la deuda que le debes”:
recuerdo que en la comunidad también rezamos por su niño. Con ella
nació una fuerte amistad. La muchacha se sintió aliviada por ese
encuentro nuestro, le parecía que se había quitado de encima una carga
absurda, que cada día pesaba sobre su estado de ánimo interior. Creo que
éstas son experiencias muy profundas en lo que se refiere a compartir,
que quizás resultan impensables en otras vocaciones.

El envío a Pakistán

Ahora estoy por comenzar otro capítulo de mi vida: la superiora general, sor Anna Maria Parenzan,
me llamó el mes pasado y me dijo: “Como ahora ya no eres la superiora
provincial y puesto que de nuestras hermanas en Asia tú eres la que está
más libre, te envío a Pakistán. Tenemos 18 monjas en esa región,
¡aprende el urdu y luego partes!”

Yo no había pensado en un cambio tan grande. Me siento igual que Nicodemo: “¿Cómo puede renacer un anciano?”. Pongo esta nueva aventura en manos de Jesús.

Cuando me lo dijeron, me sentí sacudida interiormente. Nuestra vida en Pakistán a veces no es fácil,
pero sé que me arrepentiría si me negase a ir. No sé cuál será el
resultado, pero sé que ahora puedo ofrecerme yo misma. De Taiwán me
llevo experiencias riquísimas, incluso de la cocina. Luego de un primer
momento de incertidumbre, ahora me siento más libre y menos aprensiva
con respecto al futuro, aunque a veces me sienta muy impaciente.

[Xin Jage, de Asia News, le pide a sor Ida que firme el libro
ilustrado que fue publicado para el 50º aniversario de la llegada de las
Hijas de San Pablo a Taiwán. Ella lo comenta.]

Comenzamos nuestra misión en Kaohsiung, y hace algunos años, con
nuestras hermanas, escribimos el libro, son muchas experiencias juntas,
que están acompañadas por ilustraciones de una artista famosa, autora de
varios libros, casada con un artista japonés. Ella estaba interesada en
las historias de las monjas jóvenes, quería escribir nuestras experiencias de una manera humorística, y así fue como recogimos nuestros recuerdos y nuestras historias taiwanesas.

El hecho de escribir y difundir libros con contenidos constructivos es muy importante, y es algo que está en el corazón de nuestra misión:
recuerdo que cuando íbamos a visitar a las familias que vivían cerca de
los franciscanos de Taishan conocimos a una costurera. Cuando le
vendimos un libro sobre la familia, lo compró y nos pidió que nos
fuéramos de allí.  Después de dos años, nos hizo entrar a su casa y
vimos cuán interesada estaba por los libros sobre la familia. Luego nos
contó que cuando pasamos por allí dos años antes, ella se estaba separando del marido,
pero que gracias al libro, que contenía consejos muy simples sobre la
vida en pareja, comenzó a prestar mucha atención a los detalles de todos
los días, a cocinar platos muy buenos para el marido y las hijas.

Esto es un ejemplo de una familia que en aquella ocasión halló inspiración a partir del contenido de nuestros libros, y esto me ha hecho entender la importancia de los medios.

Ahora, en Pakistán, continuaré esta misión, tenemos varias tiendas, ¡una de ellas está en la calle principal de Lahore!

ReligiónenLibertad