Ronald Knox, un «Newman» del siglo XX: converso, sacerdote y un guía espiritual para Chesterton

Evelyn Waugh le biografió y describe sus sequedades en la oración

La influencia del sacerdote Ronald Knox, anglicano converso, sobre los escritores cristianos en el siglo XX es comparable a la de San John Henry Newman en el siglo XIX. Lo explica Sohrab Amari, jefe de opinión en el New York Post y él mismo converso, en un reciente artículo en First Things:

Lecciones de Ronald Knox

Leer la biografía de monseñor Ronald Knox (1888-1957) es correr el riesgo de hundirse en la desesperación. El gran converso inglés, traductor de la Biblia y escritor tuvo una vida tan increíble que no podemos más que sentir la total inadecuación de la nuestra.

Knox ya escribía poesías dignas en latín cuando tenía diez años. Estudió en Eton y Oxford, donde se le incluyó entre los académicos más prometedores de su generación. Su facilidad para hacer amigos le hacía muy popular en muchos círculos. Mantenía con firmeza sus posturas litúrgicas, eclesiales y teológicas sin ganarse enemigos en el proceso, si bien, ciertamente, tenía críticos, incluso en su familia.

Como miembro de la Iglesia de Inglaterra, se le consideraba la gran esperanza del anglocatolicismo. Después de su conversión, su influencia como católico converso rivalizó con la que tuvo Newman el siglo anterior.

Knox era un escritor con una prosa asombrosamente cálida y precisa, cualidades que raramente se encuentran juntas. Sus libros se agotaban. Era el confidente espiritual de Chesterton, además de un profesor creativo y amado, de ser muy solicitado por sus homilías y un hombre eminentemente bueno.

Parece ser que su único defecto era su poco agraciada apariencia física y la extraña vanidad asociada a ella. Como dice Evelyn Waugh en su magnífica biografía sobre Knox, cuando el futuro hombre de Iglesia llegó por primera vez a Oxford tenía “un aspecto frágil, ligeramente mustio, con una nariz prominente y un labio inferior gordo que la pipa acentuaba, una mandíbula pequeña y ojos grandes”. Tenía 18 años. Sin embargo, a pesar de su aspecto, Knox albergaba “la extravagante esperanza de que creyeran que era atractivo”.

Como digo, es difícil leer su biografía sin que la envidia empañe nuestra admiración. Es duro para mí saber que, con 35 años, ya no podré tener la facilidad de Knox con el latín antiguo, por mucho que me aplique con los libros de Mr. Gwynne [autor de célebres gramáticas del inglés y del latín]. Como Knox, me he mantenido firme en mis posturas, pero en el proceso me he creado un montón de enemigos. Y estoy muy lejos de la bien conocida bondad y santidad de este hombre.

Y sin embargo, mientras paso mis días de verano con la biografía de Waugh, siento constantemente como si Knox me invitara a elevarme al nivel de sus virtudes naturales. Y como si él estuviera, de alguna manera, distribuyendo sus dones sobrenaturales desde las páginas de Waugh a mi mente y alma. Así era Knox; y así su biógrafo, Waugh.

Los detalles de la vida de Ronald Arbuthnott Knox son bien conocidos a los fans del acervo popular inglés y católico. Nació en Leicestershire en una familia de la realeza evangélica anglicana. Su abuelo paterno, el reverendo George Knox, era un austero calvinista; su padre, Edmund Knox, el obispo anglicano de Manchester, fue el azote de los Tractarianos [Movimiento de Oxford] y de todo lo que olía a Roma y a incienso. Su abuelo materno, por otra parte, era un católico con “c”  minúscula: un místico, “un Charles de Foucauld protestante”, como dijo Waugh. Murió de consunción mientras intentaba evangelizar Omán.

Uno de los aspectos más encantadores de Ronald Knox, el converso adulto, era que defendía conscientemente su patrimonio inglés y anglicano a pesar de haber descubierto la plenitud de la catolicidad en la Iglesia de Roma. Así, en el momento más álgido del Blitz [bombardeos alemanes sobre el Reino Unido entre 1940 y 1941], instó a las estudiantes refugiadas de un colegio católico en el campo, confiadas a su dirección espiritual, que resistieran a cualquier nacionalismo que pudiera afectar a su lealtad a la Iglesia universal, poniéndolas en dificultad con la Comunión de los Santos. En esa misma época le confió a un amigo: “No sé si el mexicano católico medio es, como tú dices, un ‘hombre mejor’ que el inglés protestante medio. No lo sé. Sé con cuál preferiría ir a dar un paseo, pero no es lo mismo. Prefiero los ingleses a los nativos de cualquier otro país del mundo, pero esto no les va a ayudar mucho, pobrecitos, en el día del Juicio Final”.

Knox atribuyó su conversión a un libro de Robert Hugh Benson que leyó siendo adolescente, La invisible luz, escrito cuando el autor era aún anglicano. Un libro, como dijo Waugh, lleno de una “estética y emoción que la mayoría de los católicos condenaría como de segunda clase” (¡parece que Waugh nunca dijo nada amable sobre uno de los autores favoritos del Papa Francisco!).

Sin embargo, La invisible luz inculcó en el joven Knox el amor por la Virgen y despertó su conciencia sobre lo que era el sacerdocio “como estado peculiar” que tiene un papel sacramental fundamental, opuesto al papel fundamentalmente exhortativo de su padre evangélico.

El camino desde ese primer contacto con el sacerdocio sacramental hasta ser recibido en la Iglesia católica fue directo, pero nada fácil: Knox fue uno de esos anglicanos cuya travesía del Tíber les parece inevitable a todos menos a ellos hasta que el hecho ya se ha realizado.

A lo largo del camino, Knox se acercó al socialismo cristiano y se describió a sí mismo como un “tory [conservador] socialista”. Pero “no era un economista”, tal como dice suavemente Waugh, y sobre todo Knox no era un hombre de partido ni un intelectual encasillado (ese tipo de intelectuales cuyas opiniones se alinean perfectamente). Podía burlarse amablemente de sus compañeros de Oxford anglocatólicos que se tomaban todo muy en serio, sobre todo dada su reticencia a renunciar a sus privilegios en aras del socialismo cristiano. Knox vaciló a uno de estos amigos suyos con una parodia al estilo de Gilbert:

«Un joven que se enfrenta a la policía,

un joven que no va a la guerra, 

un joven tractariano de la primera hora

que se alberga en el Clarion

y cena en el Ritz».

¿A quién no le habrían encantado estos versos? ¿O quién se los habría echado en cara a Knox?

Pero si se convirtió al catolicismo sin herir los sentimientos de muchos -excepto los de su padre-, no fue porque cruzar el Tíber hubiera perdido su dimensión transgresora. No, fue porque cuando entró en la Iglesia católica ya casi no tenía amigos. Muchos de los amigos anglocatólicos a los que más quería habían muerto en las trincheras de la Primera Guerra Mundial; otros le habían precedido en la travesía del Tíber; y el resto, que también se había convertido, había muerto luchando.

Es el Knox herido de guerra el que inspira una gran simpatía y nos ofrece un modelo en este momento de crisis nacional. ¿Cómo lidió Knox con la pérdida de tantos de sus amigos?
Con la oración, es la respuesta breve. Knox no vio venir, observa Waugh, “la inminente y monstruosa catástrofe física; sin embargo, mientras sus compatriotas cantaban y ondeaban las banderas [en los primeros días de la guerra], él se mantuvo alejado, espantado, al ver la enorme relajación moral, que le mantuvo de rodillas, seis horas al día, durante las últimas tres semanas del mes“.

Según mis cálculos, son 126 horas dedicadas a la oración. ¿Estuvo cada minuto lleno de oración extática? No. Como escribió a un amigo que le pedía consejo sobre la oración, “creo que sólo por la misericordia de Dios se nos facilitan en ocasiones las prácticas religiosas. Siempre debemos contar con que habrá que apretar los dientes”. En otro contexto: “Sentirse árido en Cuaresma, cuando el Señor ayunó; sentirse irreligioso en Viernes Santo, cuando Nuestro Señor fue abandonado, todo esto es bastante correcto y litúrgico”. Estas palabras, especula Waugh, “sugieren que Ronald rezó, la mayor parte de su vida, sintiendo una gran aridez y sequía interior“.

Y sin embargo, pasó 126 horas en un solo mes arrodillado por los jóvenes ingleses que estaban en las trincheras, rezando para que Dios utilizara las armas inglesas como instrumentos de Su paz y Su justicia. Un observador que le había visto arrodillado ante el Santísimo Sacramento escribió: “He visto a personas enamorada de Dios”; es decir, había visto a Knox. ¿Y hay algo que sea más admirablemente inglés que tener problemas con la oración, pero seguir rezando durante 126 horas en un mes por amor a Dios y a los amigos?

Un pensamiento tranquilizador para hombres más pequeños: ¡monseñor Knox no era bueno en todo lo que hacía!

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