Por primera vez, un Papa oficia una misa en rito caldeo: el gran momento para los fieles en Bagdad

Un momento especial en la historia de la liturgia… y un oficio lleno de emoción

En la tarde del sábado, parece casi seguro que por primera vez en la historia, y un hito en historia de la liturgiaun Papa, heredero de San Pedro, presidió una misa según el rito caldeo, el más común en Irak. Lo hizo Francisco en la catedral caldea de San José, en Bagdad, un templo distinto a la catedral siro-católica que visitó el viernes.

Se calcula que 7 u 8 de cada 10 cristianos en Irak son católicos caldeos, liderados por el cardenal Luis Rafael Sako, Patriarca de Babilonia de los Caldeos. Son unos 600.000 los cristianos que celebran por rito caldeo (antioqueno o siríaco oriental, distinto al siro-católico o siríaco occidental). De ellos, al menos un tercio vive fuera de Irak. Presionados por discriminaciones o por la persecución violenta de Daesh y otros terroristas yihadistas, los cristianos iraquíes son cristianos perseguidos.

No deja de ser un símbolo de globalización que junto con el Papa argentino y el patriarca oriental concelebraran dos hispanos más, el cardenal Sandri, argentino y prefecto para las Iglesias Orientales, y el sevillano cardenal Miguel Ángel Ayuso, arabista y Presidente del Pontificio Consejo para el Diálogo Interreligioso. Con ellos, también el italiano cardenal Filoni, Gran Maestre del Santo Sepulcro y nuncio que permaneció firme en Irak en los años de guerra de 2001 a 2006.

Ambiente antes de la misa en la catedral caldea de Bagdad

Es la segunda vez que Francisco celebra, como Papa, una eucaristía en un rito oriental: ya lo hizo en junio de 2019 en Rumanía, beatificando en rito bizantino a 7 obispos mártires greco-católicos.

Una liturgia rica y emotiva

Durante la ceremonia, ya después de dos días intensos, se vio al Papa cansado, pero también emocionado. Leyó algunas partes de la misa en italiano, mientras otras las proclamaba el cardenal Sako o el diácono, a veces en caldeo (siríaco, lengua litúrgica), otras en árabe.

El Padrenuestro lo cantó el coro, primero en árabe y luego en caldeo. El coro, compuesto de hombres, mujeres e instrumentos, y la asamblea, cantan muchas respuestas de la misa.

La liturgia caldea es más larga que la latina. Durante la invocación del Espíritu usa palabras distintas a las latinas y pide que el Espíritu “venga, permanezca, bendiga, santifique para que las ofrendas se conviertan en el Cuerpo y Sangre de Cristo”.

Antes de la comunión, celebrantes y asamblea se sientan y en silencio examinan su conciencia antes de comulgar. Después se pronuncia la oración de absolución. También ahí se canta el Padrenuestro, como invocación de misericordia del Padre.

Una homilía sobre las Bienaventuranzas y la paciencia

Durante la homilía, el Pontífice habló del poder que hay en lo pequeño, a través del amor. Así animó a los cristianos a perseverar y construir. “La paciencia para comenzar de nuevo es la primera característica del amor, porque el amor no se indigna, sino que siempre vuelve a empezar. No se entristece, sino que da nuevas fuerzas”, predicó.

Habló sobre el poder de las Bienaventuranzas, que se puede observar en personajes como Moisés, Abrahán y la misma Virgen María. “Tal vez miras tus manos y te parecen vacías, quizás la desconfianza se insinúa en tu corazón y no te sientes recompensado por la vida. Si te sientes así, no temas; las bienaventuranzas son para ti, para ti que estás afligido, hambriento y sediento de justicia, perseguido”, animó.

Acabada la misa, el cardenal Sako dio gracias al Papa por su viaje valiente en circunstancias difíciles y le regaló una cruz de estilo caldeo. A su vez, el Papa dejó unos vasos sagrados para la Iglesia iraquí.

La misa entera, con el ambiente anterior, en árabe (unas 2 horas)

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Texto completo de la Homilía del Papa Francisco en la Catedral caldea de Bagdad

La Palabra de Dios nos habla hoy de sabiduría, testimonio y promesas. La sabiduría ha sido cultivada en estas tierras desde la antigüedad. Su búsqueda ha fascinado al hombre desde siempre; sin embargo, a menudo quien posee más medios puede adquirir más conocimientos y tener más oportunidades, mientras que el que tiene menos queda relegado.

Se trata de una desigualdad inaceptable, que hoy se ha ampliado. Pero el Libro de la Sabiduría nos sorprende cambiando la perspectiva. Dice que «el que es pequeño será perdonado por misericordia, pero los poderosos serán examinados con rigor» (Sb 6,6). Para el mundo, quien posee poco es descartado y quien tiene más es privilegiado. Pero para Dios, no; quien tiene más, quien tiene poder es sometido a un examen riguroso, mientras que los últimos son los privilegiados de Dios.

Jesús, la Sabiduría en persona, completa este vuelco en el Evangelio, no en cualquier momento, sino al principio del primer discurso, con las Bienaventuranzas. El cambio es total. Los pobres, los que lloran, los perseguidos son llamados bienaventurados. ¿Cómo es posible? Bienaventurados, para el mundo, son los ricos, los poderosos, los famosos. Vale quien tiene, quien puede y quien cuenta. Pero no para Dios.

Para Él no es más grande el que tiene más, sino el que es pobre de espíritu; no el que domina a los demás, sino el que es manso con todos; no el que es aclamado por las multitudes, sino el que es misericordioso con su hermano. A este punto nos puede venir la duda: Si vivo como pide Jesús, ¿qué gano? ¿No corro el riesgo de que los demás me pisoteen? ¿Vale la pena la propuesta de Jesús? ¿O es perdedora? No es perdedora, sino sabia.

La propuesta de Jesús es sabia porque el amor, que es el corazón de las bienaventuranzas, aunque parezca débil a los ojos del mundo, en realidad vence. En la cruz demostró ser más fuerte que el pecado, en el sepulcro venció a la muerte. Es el mismo amor que hizo que los mártires salieran victoriosos de las pruebas, ¡y cuántos hubo en el último siglo, más que en los anteriores!

El amor es nuestra fuerza, la fuerza de tantos hermanos y hermanas que aquí también han sufrido prejuicios y ofensas, maltratos y persecuciones por el nombre de Jesús. Pero mientras el poder, la gloria y la vanidad del mundo pasan, el amor permanece, como nos dijo el apóstol Pablo, «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Vivir las bienaventuranzas, pues, es hacer eterno lo que pasa. Es traer el cielo a la tierra.

Pero, ¿cómo practicamos las bienaventuranzas? Estas no nos piden que hagamos cosas extraordinarias, que realicemos acciones que están por encima de nuestras capacidades. Nos piden un testimonio cotidiano. Bienaventurado es el que vive con mansedumbre, el que practica la misericordia allí donde se encuentra, el que mantiene puro su corazón allí donde vive. Para convertirse en bienaventurado no es necesario ser un héroe de vez en cuando, sino un testigo todos los días.

El testimonio es el camino para encarnar la sabiduría de Jesús. Así es como se cambia el mundo, no con el poder o con la fuerza, sino con las bienaventuranzas. Porque así lo hizo Jesús, viviendo hasta el final lo que había dicho al principio. Se trata de dar testimonio del amor de Jesús, aquella misma caridad que san Pablo describe de manera tan hermosa en la segunda lectura de hoy. Veamos cómo la presenta.

Primero dice que la caridad «es magnánima» (v. 4). No nos esperábamos este adjetivo. El amor parece sinónimo de bondad, de generosidad, de buenas obras, pero Pablo dice que la caridad es ante todo magnánima. Es una palabra que, en la Biblia, habla de la paciencia de Dios.

A lo largo de la historia el hombre ha seguido traicionando la alianza con Él, cayendo en los pecados de siempre y el Señor, en lugar de cansarse y marcharse, siempre ha permanecido fiel, ha perdonado, ha comenzado de nuevo.

La paciencia para comenzar de nuevo es la primera característica del amor, porque el amor no se indigna, sino que siempre vuelve a empezar. No se entristece, sino que da nuevas fuerzas; no se desanima, sino que sigue siendo creativo. Ante el mal no se rinde, no se resigna.

Quien ama no se encierra en sí mismo cuando las cosas van mal, sino que responde al mal con el bien, recordando la sabiduría victoriosa de la cruz. El testigo de Dios actúa así, no es pasivo, ni fatalista, no vive a merced de las circunstancias, del instinto y del momento, sino que está siempre esperanzado, porque está cimentado en el amor que «siempre disculpa y confía, siempre espera y soporta» (v. 7).

Podemos preguntarnos: ¿Y yo cómo reacciono ante las situaciones que no van bien? Ante la adversidad hay siempre dos tentaciones. La primera es la huida. Escapar, dar la espalda, no querer saber más. La segunda es reaccionar con rabia, con la fuerza.

Es lo que les ocurrió a los discípulos en Getsemaní; en su desconcierto, muchos huyeron y Pedro tomó la espada. Pero ni la huida ni la espada resolvieron nada. Jesús, en cambio, cambió la historia. ¿Cómo? Con la humilde fuerza del amor, con su testimonio paciente. Esto es lo que estamos llamados a hacer; es así como Dios cumple sus promesas.

Promesas. La sabiduría de Jesús, que se encarna en las bienaventuranzas, exige el testimonio y ofrece la recompensa, contenida en las promesas divinas. De hecho, vemos que a cada bienaventuranza sigue una promesa. Quien la vive poseerá el reino de los cielos, será consolado, será saciado, verá a Dios (cf. Mt 5,3-12).

Las promesas de Dios garantizan una alegría sin igual y no defraudan. Pero, ¿cómo se cumplen? A través de nuestras debilidades. Dios hace bienaventurados a los que recorren el camino de su pobreza interior hasta el final. Este es el camino, no hay otro.

Fijémonos en el patriarca Abraham. Dios le promete una gran descendencia, pero él y Sara son ancianos y no tienen hijos. Y es precisamente en su vejez paciente y confiada cuando Dios obra maravillas y les da un hijo. Veamos a Moisés. Dios le promete que liberará al pueblo de la esclavitud y por eso le pide que hable con el faraón. Moisés le dice que no es capaz de hablar, porque es tartamudo; sin embargo, Dios cumplirá la promesa a través de sus palabras.

Fijémonos en la Virgen que, según lo establecido en la ley, no puede tener hijos, y es llamada a ser madre. Y veamos a Pedro, que niega al Señor, y Jesús lo llama para que confirme a sus hermanos. Queridos hermanos y hermanas, a veces podemos sentirnos incapaces, inútiles. Pero no hagamos caso, porque Dios quiere hacer maravillas precisamente a través de nuestras debilidades.

A Él le encanta comportarse así, y esta tarde, ocho veces nos ha dicho ţūb’ā [bienaventurados], para hacernos entender que con Él lo somos realmente. Claro, pasamos por pruebas, caemos a menudo, pero no debemos olvidar que, con Jesús, somos bienaventurados. Todo lo que el mundo nos quita no es nada comparado con el amor tierno y paciente con que el Señor cumple sus promesas.

Querida hermana, querido hermano: Tal vez miras tus manos y te parecen vacías, quizás la desconfianza se insinúa en tu corazón y no te sientes recompensado por la vida. Si te sientes así, no temas; las bienaventuranzas son para ti, para ti que estás afligido, hambriento y sediento de justicia, perseguido.

El Señor te promete que tu nombre está escrito en su corazón, en el cielo. Y hoy le doy gracias con ustedes y por ustedes, porque aquí, donde en tiempos remotos surgió la sabiduría, en los tiempos actuales han aparecido muchos testigos, que las crónicas a menudo pasan por alto, y que sin embargo son preciosos a los ojos de Dios; testigos que, viviendo las bienaventuranzas, ayudan a Dios a cumplir sus promesas de paz.

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