María, mujer del sábado santo

En las fiestas está él. En las vigilias, en el centro, está ella.

Discreta como la brisa de abril, que te trae hasta el umbral de casa perfumes de verbenas florecidas más allá del seto.

Hay a veces instantes tan densos de misterio, que se tiene la impresión
de que se les ha experimentado en otros momentos de la vida. Y hay
instantes tan cargados de presentimientos, que se viven como
anticipaciones de felicidad futura.
Uno de estos instantes lo tenemos el sábado santo. Es como si, de
improviso, cedieran los diques que comprimen el presente. Entonces el
alma se dilata por los espacios retrospectivos de los recuerdos. O tal
vez, avanzando al frente, llega a besar las orillas de lo eterno,
robándole sus secretos mediante pequeñas cantidades a cuenta de
felicidad.
¿Cómo explicar, si no es con este retorno al pasado, las muchas
alusiones que brotan, pasada apenas la «Parasceve», del saludo que desea
una Pascua venturosa y se disuelven en mil arroyuelos de recuerdos que
fluyen en medio de gestos rituales?

La casa, limpia como los chorros del oro, recuerda perfumes de otro
tiempo. El amigo que vuelve después de tantos años, en cuyo cabello gris
quieres entrever reliquias de una infancia común. El abundante
alimento, allí en la cocina, entre cuyo papel de aluminio buscas en vano
sabores de sobriedades antiguas… cuando ella estaba viva y la artesa
escondía sólo la sorpresa de algunos huevos blancos. El espacio vacío de
la iglesia, cuyo silencio evoca tantas cosas y a donde te decides
finalmente a entrar por la tarde, para reconciliarte con Dios, para
sentirte llevado de nuevo a inocencias perdidas.

¿Hay otro modo de explicar, si no es derribando los diques formados por
los calendarios terrenos, ese sentimiento cargado de paz que el sábado
santo, al menos de pasada, irrumpe desde el futuro y nos interpela con
extrañas preguntas a las que podemos dar respuestas gozosas? ¿Habrá un
tiempo en que la gente estará siempre saludándose y sonriéndose como
hace hoy? ¿Vendrán tiempos, libres para siempre de las lágrimas?
¿Existen espacios gratuitos donde nunca habrá que quitarse la ropa de
fiesta? ¿Habrá un tiempo en que la vida será siempre así?

¡Fascinación del sábado santo, que pone en el alma entusiasmos
solidarios hasta con las cosas y hace que te preguntes si ellas mismas
no tendrán un futuro de esperanza!
¿Qué harán los árboles esta noche cuando volteen las campanas?
¿Expandirán las plantas del jardín, como incensarios de plata, el
perfume de sus resinas? ¿Ulularán los animales del bosque sus conciertos
mientras se canta el Exultet en la iglesia? ¿Cómo reaccionará el mar,
que gruñe en el arrecife; al anuncio de la resurrección? ¿Hará el ángel
de vestidura blanca que también tiemblen las puertas de los prostíbulos?
Además de las verjas del cementerio, ¿se sobresaltarán bajo el
plenilunio las tumbas de mis difuntos? Y esas montañas por nadie
holladas, ¿danzarán de gozo por los espacios de sus valles?

Tengo una respuesta capaz de explicar este cúmulo de preguntas. Si el
sábado santo parece, al presente, oscilar entre el pasado y el futuro,
es porque la protagonista absoluta, aunque sea silenciosa, de este día,
es María. Después de la sepultura de Jesús, sólo ella se quedó en la
tierra custodiando la fe. El viento del Gólgota apagó todos los
candiles, pero dejó encendida su lámpara. Sólo la suya. A lo largo del
sábado, por tanto, María es el único punto de luz, en el que se
concentran los incendios del pasado y las hogueras del futuro. Ese día
va ella errando por los caminos del mundo con la lámpara entre sus
manos.

Cuando la eleva sobre un declive, hace que emerjan de la noche memorias
de santidad; cuando la eleva sobre otro, anticipa, de las estancias
eternas, reflejos de transfiguraciones inminentes.


Santa María, mujer del sábado santo, dulcísimo estuario en el
que, durante al menos un día, se recogió la fe de toda la Iglesia, tú
eres el último punto de contacto con el cielo que preservó a la tierra
del trágico «black-out» (tapón) de la gracia.
 
Guíanos de la mano a los umbrales de la luz, cuya fuente suprema es la Pascua.
 
Estabiliza en nuestro espíritu la dulzura fugaz de las memorias,
para que en los fragmentos del pasado podamos encontrar la parte mejor
de nosotros mismos. Y despierta en nuestro corazón, a través de las
señales del futuro, una intensa nostalgia de renovación, que se traduzca
en un compromiso confiado de caminar en la historia.


Santa María, mujer del sábado santo, ayúdanos a comprender
que, en el fondo, toda la vida, suspendida como está entre las brumas
del viernes y las expectativas del domingo de resurrección, se parece
mucho a aquel día.
 
Es el día de la esperanza, cuando se lavan los linos, llenos de
lágrimas y sangre, y se les seca, al sol de primavera, para que sean
manteles de altar.
 
Repítenos que no hay cruz sin descendimiento de la misma. No hay
amargura humana que no suavice una sonrisa. No hay pecado que no
encuentre redención. No hay sepulcro cuya piedra no sea provisional.
 
Hasta los lutos más negros se convierten en vestidos de alegría.
 
Las rapsodias más trágicas aluden a los primeros pasos de danza.
 
Y los últimos acordes de los cantos fúnebres contienen ya motivos festivos del aleluya pascual.


Santa María, mujer del sábado santo, cuéntanos de qué modo,
en el crepúsculo de aquel día, te preparaste al encuentro con tu hijo
resucitado.
 
¿Qué túnica pusiste sobre tus hombros?
 
¿Qué sandalias te calzaste para correr más velozmente por la hierba?
 
¿Cómo te anudaste el cabello largo de nazarena?
 
¿Qué palabras de amor ibas repasando, secretamente, para decírselas sin parar, apenas lo tuvieras delante?
 
Madre dulcísima, prepáranos también a nosotros para la cita con él. Despiértanos la impaciencia de su vuelta dominical.
 
Adórnanos con vestido nupcial.
 
Para engañar el tiempo, acércate a nosotros para ensayar algunos cantos.
 
Pues no terminan de pasar las horas aquí.

mons. Tonino Bello, obispo de Molfetta
pastoralsantiago.es
Foto: Miguel Castaño