Esos grandes que llevaron la buena noticia a los pieles rojas del Canadá
La Iglesia celebra, el 19 de octubre, la fiesta de san Juan Brébeuf y compañeros mártires, jesuitas que evangelizaron y dieron su vida por las tribus indias de América del Norte en el siglo XVII.
Apenas conocidos en Europa, su tierra natal, su entrega y valentía fueron fundamentales para la evangelización del nuevo continente.
No por casualidad en 2017 hacía notar el cardenal Lacroix, arzobispo de Quebec, en el acto de consagración de Canadá al Sagrado Corazón de María:
“Podemos decir literalmente que nuestro país fue fundado por santos”.
Y añadía:
“El Evangelio que trajeron de Europa no solo estaba en las Biblias y en los libros; estaba profundamente arraigado en sus vidas. Eran portadores de la Buena Nueva. Y por eso fueron capaces de testimoniar fielmente y perseverar en medio de muchas pruebas”.
A raíz de su beatificación en 1925 comenzaron estos mártires desde el cielo a derramar una lluvia de flores y prodigios, llenando con frecuencia la prensa americana de todos los partidos y matices con columnas relatando milagros (era ya verdadero milagro el simple hecho de que pudieran aparecer estas noticias y fueran recibidas con sincero y respetuoso asombro incluso por los menos religiosos).
Este sano entusiasmo por honrar y reconocer a los primeros beatos del nuevo continente explica por qué apenas transcurrieron cinco años desde la beatificación hasta su proclamación como santos en 1930.
Dificultades externas e internas, materiales y espirituales
La presencia de Francia en el continente americano comenzó en la bahía de San Lorenzo en 1608, en medio de no pocas dificultades por causas externas al territorio (falta de apoyo de la metrópoli para el desarrollo de la Nueva Francia) e internas a él (enfrentamiento entre los pueblos allí existentes).
Pronto fueron llamados los religiosos para ocuparse de la evangelización y entre ellos Juan de Brébeuf, Isaac Yogues, y otros compañeros jesuitas.
El amor a Dios y a los demás les llevó a superar en primer lugar las dificultades del idioma, de las costumbres, el hambre, el frío y el calor, y sobre todo las espirituales de soledad, incomprensión y desconfianza, para poder entrar en contacto con las tribus de la región, principalmente los hurones y los algonquinos.
“En la choza no es posible mantenerse de pie, parte porque es demasiado baja de techo, parte por la humareda, que no deja siquiera respirar; así, que hay que estar tendido sobre el suelo o acurrucado en cuclillas. Si se quiere salir a la intemperie, en seguida el frío glacial, la ventisca y el riesgo de extraviarse por aquellos espesos bosques obligan a volver al refugio más veloces que el viento. Además de la incómoda postura que supone el tener por cama el duro suelo, son dignas de especial mención las molestias causadas por el frío, el calor, el humo y los perros. Por lo que atañe al frío, téngase presente que hay que reclinar la cabeza directamente sobre la nieve, o a lo sumo, en el caso de mayor regalo, utilizar como mullida almohada alguna rama de pino. El viento tiene libre entrada por mil resquicios. […]
Pero el frío no hace sufrir tanto como el calor del fuego. El reducido espacio que ofrece la cabaña de los indios, se calienta en seguida con la ardiente hoguera de que no se puede prescindir. A veces me sentía literalmente tostar y achicharrar por los cuatro costados, pues el chamizo era tan estrecho que era imposible alejarse de las brasas. En vano forcejeaba por hacerme sitio a derecha o a izquierda, pues topaba con el indio enclavijado junto a mí; si me hacía atrás, chocaba al punto con el muro de nieve o con la pared de cueros de buey. No sabía qué postura tomar; si estiraba las piernas, venían a dar por la estrechez del local, en medio del rescoldo. […]
El alimento habitual consistía en un poco de maíz, triturado como mejor se podía entre dos piedras, y amasado generalmente sin más condimento que el agua de río. […] Conviene hacerse violencia para comer sus puches de maíz y demás mezcolanzas, si se las ofrecen, aun cuando tales potajes estén sucios, medio crudos e insípidos.
Por lo que toca a las mil incomodidades que se ofrecen cuando se anda entre mucha gente, es preciso apechugar con ellas por amor de Dios”.
Cruentas torturas y posterior martirio
Y posteriormente, por las luchas entre ellos y a causa de la fe, tuvieron que padecer cruentas torturas y finalmente el martirio.
Las crónicas que se conservan, sobre todo de la correspondencia de los misioneros y de los informes a sus superiores (compiladas en alemán por el también jesuita P. Adolfo Heinen en 1930 con motivo de la canonización de los ocho mártires canadienses, y luego traducidas al español con el título “Entre los pieles rojas del Canadá” y reeditadas recientemente por la Fundación Maior), ponen los pelos de punta.
«[…] Al padre Juan de Brébeuf le descortezaron toda la piel del cráneo, le cortaron los pies, y le descarnaron las piernas hasta los huesos, y de un hachazo le partieron en dos las mandíbulas. Con un golpe semejante le hendieron al P. Lalemant la cabeza junto a la oreja, de suerte que la masa encefálica quedó al descubierto. Desde la planta del pie hasta la coronilla no descubrimos en él parte de su cuerpo que no le achicharrasen en vida, y hasta en las vaciadas órbitas le hundieron carbones encendidos. También tenían ambos abrasada la lengua, pues repetidas veces les habían introducido en la boca tizones hechos ascuas y resinosas teas encendidas, para que ni siquiera al morir invocasen al Señor por quien padecían, y a quien no podían arrancar de sus corazones.
Todo esto —así concluye en P. Raguenau su relato en el capítulo IV de su Relación correspondiente al año 1649—, lo he sabido por personas fidedignas, que fueron testigos oculares y me lo contaron a mí expresamente. Habían sido cautivadas juntamente con los Padres, pero se reservó su suplicio para más tarde, y entretanto pudieron evadirse».
Esperamos que nunca deje de impactarnos el testimonio de amor y de entrega hasta dar la vida de tantos santos, que por la evangelización de otros pueblos dejaron sus países, familias, comodidades… y llegaron a soportar por la gracia de Dios las torturas más crueles.
Que su ejemplo nos ayude y que Dios nos permita, como a ellos, cada uno en nuestra labor, entregar nuestra vida por Él y por los demás.
Más información en el libro Entre los pieles rojas del Canadá, Historia de la Misión de los Hurones y de sus misioneros, los ocho santos mártires canadienses de la Compañía de Jesús.
Por Irene Martín