Lo escondido a los sabios y revelado a los pequeños

Zacarías 9, 9-10;

Romanos 8, 9.11-13;

Mateo 11, 25-30

El pasaje evangélico de este domingo, una de las páginas más intensas y
profundas del Evangelio, se compone de tres partes: una oración (“Te
alabo, Padre…”), una declaración sobre él mismo (“Todo me ha sido dado
por mi Padre…”) y una invitación (“Venid a mí todos los que están
afligidos y agobiados…”). Me limitaré a comentar el primer elemento,
la oración, pues contiene una revelación de una importancia
extraordinaria: “Te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, por
haber ocultado estas cosas a los sabios y a los prudentes y haberlas
revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así lo has querido”.

Acaba de comenzar el Año Paulino y el mejor comentario a estas palabras
de Jesús lo presenta Pablo en la primera carta a los Corintios: “¡Mirad,
hermanos, quiénes habéis sido llamados! No hay muchos sabios según la
carne ni muchos poderosos ni muchos de la nobleza. Ha escogido Dios más
bien lo necio del mundo para confundir a los sabios. Y ha escogido Dios
lo débil del mundo, para confundir lo fuerte. Lo plebeyo y despreciable
del mundo ha escogido Dios; lo que no es, para reducir a la nada lo que
es. Para que ningún mortal se gloríe en la presencia de Dios” (1 Cor 1,
26-29).

Las palabras de Cristo y de Pablo arrojan una luz particular para el
mundo de hoy. Es una situación que se repite. Los sabios y los
inteligentes se quedan alejados de la fe, con frecuencia ven con pena a
la muchedumbre de los creyentes que reza, que cree en los milagros, que
se agrupa alrededor del Padre Pío. Aunque a decir verdad no son todos
los doctos, y quizá ni siquiera la mayoría, pero ciertamente es la parte
más influyente, que tiene a disposición los micrófonos más potentes,
la chatting society, como se dice en inglés, la sociedad que tiene acceso a los grandes medios de comunicación.

Muchos de ellos son personas honestas y sumamente inteligentes y su
posición se debe a la formación, al ambiente, a experiencias de vida, y
no tanto a una resistencia ante la verdad. Por tanto, no se trata de
emitir un juicio sobre estas personas con nombres y apellidos. Yo mismo
conozco a algunas de ellas y les tengo una gran estima. Pero esto no
debe impedirnos descubrir el núcleo del problema. La cerrazón a toda
revelación de lo alto, y por tanto a la fe, no es causada por la
inteligencia, sino por el orgullo. Un orgullo particular que consiste en
el rechazo de toda dependencia y en la reivindicación de una autonomía
absoluta por parte del pensador.

Se esconde tras la trinchera de la palabra mágica “razón”, pero en
realidad no es la famosa “razón pura”, que lo exige, ni una razón
“soberana”, sino una razón esclava, con las alas recortadas. Filósofos
que no pueden ser acusados de falta de inteligencia o de capacidad
dialéctica han escrito: “El acto supremo de la razón está en reconocer
que hay una infinidad de cosas que la superan” (Pascal). Otro decía:
“Hasta ahora siempre se ha dicho esto: ‘Decir que no se puede comprender
esto o lo otro no satisface a la ciencia que quiere comprender’. Este
es el error. Hay que decir lo contrario: cuando la ciencia humana no
quiere reconocer que hay algo que no puede comprender, o de manera más
precisa, algo que con claridad puede ‘comprender que no puede
comprender’, entonces todo queda trastocado. Por tanto, una tarea del
conocimiento humano consiste en comprender que hay cosas que no puede
comprender y descubrir cuáles son éstas” (Kierkegaard). Quien no
reconoce esta capacidad trascendente pone un límite a la razón y la
humilla; no lo hace por tanto el creyente, que lo reconoce.

Lo que he dicho explica el motivo por el que el pensamiento moderno,
después de Nietzsche, ha sustituido el valor de la verdad por el de
la búsqueda de la verdad y, por tanto, de la sinceridad. En ocasiones,
esta actitud se confunde con la humildad (¡hay que contentarse con el
“pensamiento débil”!) y la actitud de quien cree en verdades absolutas
se considera presunción, pero es un juicio muy superficial. Mientras la
persona está en búsqueda ella es la protagonista, dirige el juego. Una
vez encontrada la verdad, la verdad tiene que subir al trono y el
buscador debe inclinarse ante ella y esto, cuando se trata de la Verdad
trascendente, cuesta el “sacrificio del intelecto”.

En este panorama cultural cae como una provocación lo que dice Jesús en
el Evangelio de Juan: “Yo soy la Verdad”, así como lo que dice en la
continuación del pasaje evangélico: “Nadie va al Padre sino por mí…
Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré”.
Pero es una invitación, no es un reproche y está dirigido también a los
cansados de buscar sin encontrar nada, a quienes han pasado la vida
atormentándose, dando coces cada vez contra la roca impenetrable del
misterio. El psicólogo C.G. Jung, en uno de sus libros, dice que todos
los pacientes de una cierta edad a los que había atendido sufrían de
algo que podía llamarse “ausencia de humildad” y no se curaban hasta que
no lograban una actitud de respeto por una realidad mas grande que
ellos, es decir, una actitud de humildad.

Jesús repite también a tantos inteligentes y sabios honestos que hay en
el mundo de hoy su invitación llena de amor: Venid a mí todos los que
estáis cansados y agobiados y yo os daré ese alivio y esa paz que
buscáis en vano en vuestros atormentados razonamientos.

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