En el yermo de Herrera, de los exigentes eremitas camaldulenses, hay vocaciones esperando

La fundación de los benedictinos camaldulenses corresponde a San Romualdo, quien en el año 1024 inició en la abadía de Camaldoli (Toscana, Italia) una reforma entre los monjes de San Benito.

Posteriormente, en 1520 el Beato Pablo Giustiniani reformó la Camáldula y de esa reforma nacieron los Eremitas Camaldulenses de Monte Corona, con elementos de vida cenobítica (Santa Regla, obediencia, vida en común) y eremítica (soledad, silencio, custodia de la celda).
Cada eremita habita en una celda separada consistente en una humilde
ermita con huerto, y solo comparte con el resto los momentos de oración
común y de recreo.

Actualmente existen en el mundo nueve yermos: tres en Italia, dos en Polonia y uno en España, Estados Unidos, Colombia y Venezuela.

El yermo español fue fundado en 1924 en la antigua abadía cisterciense de Nuestra Señora de Herrera,
cerca de Miranda de Ebro (Burgos), que había quedado desierta tras el
proceso de Desamortización del ministro liberal Juan Álvarez Mendizábal
en 1835, siendo ocupada por carmelitas descalzas entre 1896 y 1905, y
por monjas trapenses expulsadas de Francia entre 1905 y 1921. Hoy hay en
ella once monjes y no les faltan vocaciones, según detalla Montse Serrador en un reportaje publicado en ABC:

Llegar hasta Herrera, en el término municipal de Miranda de Ebro
(Burgos), no es fácil. Una pista forestal, en invierno impracticable,
permite su acceso desde la provincia de Burgos o La Rioja. Son cuatro
kilómetros que, bien desde Ircio o bien desde Villalba de Rioja, se
adentran en los Montes Obarenes, a cuyo abrigo se levanta un monasterio escondido tras un muro que rodea todo el recinto.

Yermo de Herrera: en primer término se aprecian las celdas de los eremitas.

En la entrada, presidida por una pintura con la imagen de Cristo, un
alambre que finaliza en un pequeño aro invita a llamar. Suena la
campanilla y nos recibe uno de los once frailes eremitas que actualmente forman esta comunidad camaldulense, la única que existe en España.

Su hábito de felpa de color claro, su amplia capa con la que se
resguarda del frío –«aunque no me la suelo poner», asegura–, y su larga y
poblada barba blanca, confieren al padre Pablo un
aspecto más propio de la célebre obra de Umberto Eco. Pero no, lejos de
lo que pudiera parecer, su vida eremita, donde la oración y el silencio
soportan toda la jornada, se ha convertido en un atractivo para muchos
jóvenes, hasta el punto de que actualmente hay cuatro postulantes «en lista de espera».

Uno de ellos, con tan sólo 21 años y después de haber convivido durante
pequeñas temporadas en el monasterio, puede ser la próxima
incorporación. Este repunte vocacional, que el fraile achaca a «la mano de Dios», ha obligado, incluso, a que la comunidad lanzase hace unos meses una petición pública para que, a través de donativos, se pudiese acometer la ampliación de las instalaciones.

El objetivo es poder incorporar, al menos, a un monje más y, ya de paso,
acondicionar una pequeña habitación para las madres o hermanas cuando
acuden a visitarles. Las mujeres tienen prohibido el acceso a las
dependencias y están obligadas a permanecer en una fría sala de quince
metros cuadrados que hay a la entrada. La llamada fue efectiva porque ya disponen de los 90.000 euros necesarios para que en breve puedan comenzar las obras.

«Silencio y retiro»

Pero, a pesar del interés que parece despertar ahora la vida eremita
–curiosamente esta comunidad estuvo a punto de desaparecer varias veces
en los años 80 y 90 al quedarse sin monjes–, el padre Pablo explica que
no pueden ser más de doce o trece para, precisamente, «no complicar la
vida de silencio y retiro». Tres de ellos proceden de Colombia, Italia y Corea; el resto son españoles.

Una vez cruzada la puerta que da acceso al recinto monacal, los restos
del que fuera monasterio cirterciense, hoy en ruinas, se levantan
imponentes. Junto a él, la capilla, en la que se reúnen los hermanos
para sus celebraciones, que no son tantas como pudiera parecer, porque la mayor parte de la jornada la pasan en sus celdas,
que constituyen un segundo espacio de intimidad, de aislamiento. Es la
verdadera clausura. Nadie las visita, ni el peregrino ocasional ni los
periodistas.

Desde fuera, parecen casitas de colonos, o modestas viviendas de
antiguos asentamientos periféricos. Por dentro, austeras hasta el límite
pero, eso sí, sin la sensación de agobio que podría imaginarse. ¿Por
qué? El padre Pablo lo explica: siglos atrás, era el lugar reservado a
los sacerdotes o, por defecto, a las personas que pasaban más horas en
el habitáculo. Ello invitaba a, al menos, conferir al espacio
alguna tibia comodidad, que se traduce en lo que en el lenguaje del
interiorismo moderno se llamaría «cuatro ambientes»; a saber, la alcoba para dormir, una salita para leer y escribir, la estancia principal y un cuarto de baño, hoy ya dotado con agua caliente.

Todo ello templado, a duras penas, con la estufa de leña, similar al modelo que preside con insistencia las dependencias del cenobio. Nada de calefacción. En el exterior, un pequeño huerto,
su parcela, que cada residente mima, aunque sólo dé modestas hortalizas
y verduras: puerros, coles de Bruselas… ese tipo de manjares para
una dieta casi vegetariana exenta de carne. En un pequeño estanque,
crían truchas que luego consumen, pero ahora está a la espera de ser
repoblado. Y junto a las plantaciones, un sendero que divide en dos la
hilera de casitas, similar a un Belén, en plenos montes Obarenes, que
comunica las viviendas con el edificio más próximo, la capilla, que recorren en la oscuridad de la madrugada y, lo que es más duro, con el frío del «romper del día».

Rondando la cuarentena

Porque, para estos once monjes eremitas, cuya media de edad ronda los 40 años (el mayor tiene 61),
la jornada arranca a las 4.20 de la mañana, con oraciones y lecturas
hasta las siete, hora a la que desayunan, aunque todas las comidas las
hacen en la soledad de sus celdas. «Hemos optado por la vida solitaria,
en un marco de pobreza y austeridad para vivir el Evangelio con
radicalidad», explica el padre Pablo. Después, llegan tres horas de
tareas: mantenimiento, huerta, limpieza, cocina, las colmenas…

A las doce vuelven a la oración para, después de comer, pasar toda la
tarde en la soledad de su habitáculo hasta las siete y media de la
tarde, que cenan y, a las ocho, una pequeña reunión en comunidad que les lleva hasta las nueve, hora a la que se acuestan.

Viven de lo que producen, de los estipendios de los
monjes sacerdotes y de unas pequeñas parcelas arrendadas a los
agricultores de la zona, pero, sobre todo, de las ayudas del exterior,
incluso del Banco de Alimentos.

Ni televisión, ni radio, ni aparatos electrónicos, ni conexión a
internet. Sólo un teléfono móvil mantiene a los camaldulenses en
contacto con el mundo, lo cual no es óbice para que no estén al tanto de
lo más importante. «Nos enteramos por las revistas religiosas que nos
llegan –vía apartado de correos– y porque, si es grave, nos informa el
padre prior», detalla el monje, quien reconoce que «la comunicación con el exterior es muy limitada», aunque no lo suficiente como para no tener claro que «lo que pasa en Cataluña no tiene sentido».

«Nosotros consideramos que aportamos a la sociedad, a través de la oración, y nuestra función es buscar la unión con Dios, así que no tiene mucho sentido estar enterados de lo que pasa fuera», concluye el padre Pablo, quien reconoce que la conversación le ha resultado escasa.

Foto: Abadía de la Santa Cruz del Valle de los Caídos.

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