El cura que molesta a alcaldes y narcos

Alejandro Solalinde y la defensa de los migrantes en México

El mexicano Alejandro Solalinde era “un cura
burgués”, como él mismo se define. Miembro de El Yunque en su juventud,
quiso ser jesuita pero sus dirigentes le disuadieron por ser “demasiado
progresista”. Gracias a los carmelitas comprendió que aquello era “una
organización extremista” y tomó distancia. Pero “me gustaba comer bien,
los buenos trajes…”.

Tardó mucho tiempo en encontrar su lugar en el mundo, “con los
migrantes”. A los 60 años lo dejó todo para fundar en Ixtepec el
albergue Hermanos en el camino, a 30 metros de las vías del tren por
donde pasa La Bestia. “Ahora el único objeto importante para mí es la cruz griega que llevo al cuello”.

Nominado al Premio Nobel de la Paz, han intentado asesinarle en varias ocasiones.
Una noche un sicario le apuntó a la cabeza, pero una orden inesperada
hizo que no le matara. Otra noche entraron al albergue el alcalde de
Ixtepec y su séquito, armados de bidones de gasolina y dispuestos a
quemarlo todo. “Me puse con los brazos en cruz delante y les pedí que me
quemaran. El Espíritu Santo me habló claro: fue Él, fue la fe, lo que
me dio la fuerza para resistir”.

Lo que más le duele no son las amenazas de las autoridades, sino la incomprensión de muchos hermanos sacerdotes y obispos. “Yo
molesto porque hablo. ¿Tú te podrías quedar callada cuando siete
mujeres son asesinadas al día en este país? Pues aquí nadie levanta la
voz”.

Recuerda con nostalgia el documento de Aparecida. “Te caes de
espaldas de la maravilla que es”. Pero como mucho “algún obispo sacó un
cuadernito para la pastoral. No se ha puesto en práctica”. Un prelado de
una diócesis pequeña le dijo: “No creas que no entendemos lo que nos
pides, pero cuesta trabajo cambiar”. El sacerdote recalca: “Cuando se
entiende bien el mensaje de Cristo, se puede”.


María sabía que la iban a violar. Y no una, ni dos veces. “Aún así
emprendí el camino hacia el norte, porque no quería que mis hijos se
convirtieran en soldados de las maras”. Viajaba con su pareja y sus dos
hijos, de 10 y 8 años. En un momento del trayecto fueron interceptados
por una banda y trasladados a una “casa de seguridad”, nombre por el que
se conocen las guaridas donde los narcos esconden a cientos de
migrantes a los que secuestran cada día.


“Nos pidieron el contacto de nuestros familiares para que pagaran un
rescate. Mi madre les contó que era viuda y tenía otros tres hijos, no
sabía de dónde sacar el dinero. A causa del dolor que le produjo no
poder ayudarme le dio un infarto”. El padre de Juan, la pareja de María,
dijo que no podría reunir más de 1.000 dólares. “Como era poco
dinero, me vendieron como prostituta y cada noche me violaban varios
delante de Juan. No recuerdo sus caras, solo sus ojos despiadados. Para
ellos no era más que un cuerpo”.


La primera ley para las mujeres centroamericanas que cruzan México para alcanzar el sueño americano es
“sobrevivir a los abusos sexuales”. La cumplen las siete de cada diez
mujeres migrantes que soportan violaciones durante meses “por parte de
las autoridades, de los narcos, e incluso de compañeros de viaje”.


Antes de partir se inyectan el Depo-Provera, un anticonceptivo de una
sola hormona que dura 90 días y tiene un margen de error del 3 %. La
llaman comúnmente la inyección anti-México y se vende en Honduras, Guatemala o El Salvador de forma libre por tres euros.


Ana María se la inyectó, aunque también llevaba preservativos “para
evitar enfermedades”. Lo que nunca podría imaginarse era que sus mayores
enemigos iban a ser sus compañeros migrantes, que abusaron de ella a
golpe de machete. “Aún así quiero proseguir mi camino hacia Estados
Unidos. Yo ya estoy arruinada. Pero si llego al norte y envío dinero a
casa al menos mis hermanas podrán estudiar y llevar una vida decente.
Ellas no se verán obligadas a partir”.


Lo cuenta casi como una autómata, sentada frente a Lucia Capuzzi, la periodista del diario Avvenire que tras conocer al padre Solalinde ha escrito un libro que Mensajero acaba de publicar en España con el título de Una vida en riesgo. “Anda, le han cambiado el nombre. El otro no me gustaba”, reconoce el padre Solalinde en conversación con Alfa y Omega en la sede en Madrid de Amnistía Internacional. El título en italiano, donde se realizó la primera edición, rezaba: Los narcos me quieren muerto. Pero él no quiere darse importancia. Los verdaderos héroes de la historia son los migrantes.


Otro negocio para los narcos

En México desaparecen cada día 54 personas. Esta es la cifra oficial,
pero el número es infinitamente mayor. “Todo el país es un fosario,
pero nadie habla”, afirma el padre Solalinde. Los migrantes son un
negocio para los criminales de los cárteles. No tienen nombre. Nadie los
echará de menos.


El modus operandi para atrapar a los migrantes consiste en esperar a que La Bestia,
el tren de mercancías que cruza México, esté abarrotado de ilegales.
Los narcos paran al maquinista a punta de pistola con una frase común:
“Plata o plomo”.


El conductor suele elegir no morir y llevarse un pico de dinero. Los
llevan a granjas aisladas y allí se hace la selección: “Los ancianos,
inútiles, son asesinados”. El resto se quedan como rehenes –bajo la
vigilancia de sádicos que les torturan– y piden a las familias hasta
7.000 dólares.


La tragedia es que ese dinero, que suele dejar a las familias en la
ruina y con deudas de por vida, no conduce a la libertad del rehén sino a
su cesión a otra banda: “Son cuerpos para prostituir, para obligar a
enfrentarse a tiros con bandas rivales o para destinar a trasplantes.
Los traficantes de órganos llegan a pagar por un riñón o un hígado hasta
150.000 dólares”, explica el sacerdote. De hecho, en los vertederos
urbanos aparecen con frecuencia cuerpos sin ojos o pulmones. Solo en la
región de Coahuila descubrieron en 2016 alrededor de 4.500 restos
humanos.


Hermanos en el camino


El padre Solalinde abandonó en enero de 2007 su tranquila parroquia y
se puso, a sus 60, a construir un albergue a 30 metros de las vías del
tren, con poco dinero y la oposición de las autoridades. El detonante
fue la desaparición de decenas de migrantes de un grupo de 700 que llegó
a Ixtepec. “Los vendieron a la Policía, que a su vez los cedieron a los
narcos. Sus compañeros decidieron buscarlos y yo quise ir. Nos
detuvieron los policías antes de llegar a una de las guaridas. Luego
supe que fue la forma de dar tiempo los narcos a trasladar a los
rehenes. Nos atacaron con gases y cañones de agua. A mí me arrestaron y
estuve 14 horas en la cárcel”. Aquello “fue una bendición. Vi al
monstruo a la cara”.


Para comprar el terreno tuvo que disfrazarse, porque el alcalde había
intimidado a los vecinos para que no vendieran al cura ni un metro de
tierra. “La tapia que ahora rodea la casa se construyó con una donación
de Benedicto XVI, que nos envió 18.000 euros tras recibir una carta en
la que le contaba el constante asalto de autoridades y narcos”.


En estos diez años han pasado miles de personas por el albergue
Hermanos en el camino. Descansan, comen, van a Misa si quieren a la
capilla pintada de rosa y coronada por un Cristo magullado, “como
ellos”. Pueden quedarse el tiempo que deseen y no pagar un peso. Y,
además, el personal voluntario ayuda a presentar denuncias contra los
criminales o la Policía.


“Porque todo esto que ocurre no sería posible sin la complicidad de
las instituciones. Los narcos financian las campañas de políticos”. De
hecho, se calcula que el 80 % de los 2.200 ayuntamientos mexicanos están
controlados por alcaldes ligados a los narcos, como explica en el
prólogo del libro Luigi Ciotti, sacerdote italiano conocido por su lucha
contra la mafia.


El caso de Elvis


Antes de 2014 uno de cada diez huéspedes había sido víctima de algún
crimen. Ahora, nueve de cada diez. Pero de las 811 denuncias presentadas
por el albergue entre 2014 y 2016, solo dos han llevado a la
identificación del responsable.


“México aplica torturas”, sentencia el padre. Y cuenta el caso de un
chico guatemalteco al que achicharraron con una pistola eléctrica los
miembros del Instituto Nacional para la Migración (INM). Pero denunciar
puede costar la vida, por eso muchos eligen callar.


No lo hizo Elvis Garay, un joven nicaragüense denunciado por su mujer
mexicana a las autoridades cuando se le caducó el permiso de trabajo.
“Le violaron agentes de migración durante dos meses, y como quiso
denunciar, le ingresaron en un centro psiquiátrico donde le torturaron
mentalmente. Una doctora le dijo que se marchara de allí, que había
órdenes de arriba de terminar con su vida”.


El muchacho “vino a buscarme y yo estoy luchando con él, incluso
hemos ido al Ministerio del Interior. Para que callara han llegado a
ofrecerle la ciudadanía, fortunas… pero él está empeñado en seguir
adelante con la denuncia y vamos a llevarlo a instancias
internacionales. Quiere justicia para que los que vienen detrás de él no
sufran lo mismo”.


El padre Solalinde advierte: “El Gobierno ya sabe que si le pasa algo a Elvis no voy a quedarme con los brazos cruzados”.


—¿No tiene miedo de que le maten?


—Al coordinador de nuestro albergue lo mataron hace poco. Ha sido la
única persona que logró que vincularan a un proceso a dos policías. A mí
me pueden matar en cualquier momento, pero hasta mi último suspiro
estaré denunciando.



Reportaje realizado por Cristina Sánchez Aguilar @csanchezaguilar, en Alfa y Omega

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