El cardenal Raniero Cantalamessa predicó este viernes en el Aula Pablo VI, ante el Papa Francisco y la Curia Romana, la última meditación de Adviento. (Ver abajo el texto completo, traducido por Pablo Cervera Barranco.) Tras hablar en la primera de la importancia de hablar de la muerte, y en la segunda de hacer lo mismo con la vida eterna, reservó la tercera para Jesucristo, Verbo encarnado que vino a “morar entre nosotros” de forma “irreversible”.
Históricamente, “la primera gran batalla que la fe en Cristo tuvo que afrontar no fue la de su divinidad, sino la de su humanidad y la verdad de la Encarnación”, que era “paradoja” y “escándalo” para los paganos, que, como Platón, no podían aceptar esa “mezcla” del hombre y de Dios.
Esa negación es también “la raíz última del ateísmo moderno“, porque Cristo proclamó ser “el Camino, la Verdad y la Vida”, pero “declarada como no transitable esta única vía de acceso a Dios, fue fácil pasar primero al deísmo, y luego al ateísmo”.
Esa resistencia a la humanidad de Cristo, que San Agustín conoció bien puede superarse, pero hay que “deponer el orgullo y aceptar la humildad de Dios… La humildad proporciona la clave para entender la encarnación”.
¿Por qué? Porque la humildad de la que hablamos es la humildad del amor y la humildad de Dios, una “humildad esencial” que no consiste en ser pequeños, considerarse pequeños ni proclamarse pequeños, sino en “hacerse pequeños, y hacerse pequeños por amor, para elevar a los demás“.
“La Natividad”, atribuido a Francisco Antolínez y Sarabia, segunda mitad del siglo XVII. Museo del Prado.
Y “la Navidad es la fiesta de la humildad de Dios“, cuya celebración exige “abajarnos para entrar por la estrecha puerta que introduce en la basílica de la Natividad en Belén”.
A continuación, para explicar la presencia del Señor entre nosotros, Cantalamessa glosó la figura de San Juan Bautista, quien anunció al Mesías de forma que “una poderosa acción del Espíritu Santo acompañaba las palabras del precursor y revelaba su verdad a los corazones bien dispuestos”. Su profecía consistió en “revelar la presencia de Cristo en la historia“. Una presencia que es real “porque ha resucitado y vive según el Espíritu… La evangelización comienza aquí“, recordó el flamante purpurado.
Esa presencia de Jesús en la historia se verifica fundamentalmente en los pobres, subrayó Cantalamessa, porque Él mismo lo “declaró solemnemente: «A mí me lo hicisteis» y «A mí no me lo hicisteis» (Mt 25,31ss.)” Esa misión convierte sus palabras “Venid benditos de mi Padre” en dirigidas particularmente “a aquellos que han cuidado de los pobres, no necesariamente a los propios pobres por el simple hecho de que hayan sido materialmente pobres en la vida”.
Para cerrar el círculo de la presencia del Verbo en el mundo, Cantalamessa añadió, a su humanidad y a los pobres, su presencia “en el pequeño bote de mi vida”. En efecto, “si nunca se ha encontrado a Cristo en el propio corazón, nunca se le encontrará en ningún otro lugar“. “¿De qué me sirve que Cristo haya nacido de María una vez en Belén, si no nace por la fe también en mi corazón?”, dijo, citando a Orígenes y a modo de conclusión del espíritu navideño más auténtico.
Tercera predicación de Adviento 2020 (texto íntegro)
«Vino a morar entre nosotros»
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFMCap
En el memorable mensaje Urbi et Orbi del 27 de marzo pasado en la Plaza de San Pedro, después de leer el evangelio de la tormenta calmada, el Santo Padre se preguntaba en qué había consistido la «poca fe» que Jesús reprocha a los discípulos, y explicaba: “Ellos no habían dejado de creer en Él; de hecho, lo invocaron. Pero veamos cómo lo invocan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38). No te importa: pensaron que Jesús se desinteresaba de ellos, que no les prestaba atención. Entre nosotros, en nuestras familias, lo que más duele es cuando escuchamos decir: «¿Es que no te importo?». Es una frase que lastima y desata tormentas en el corazón. También habrá sacudido a Jesús, porque a Él le importamos más que a nadie”.
También podemos vislumbrar otro matiz en el reproche de Jesús. No habían entendido quién era el que estaba con ellos en la barca; no habían entendido que, con él dentro, la barca no se podía hundir porque Dios no puede perecer. Los discípulos de hoy cometeríamos el mismo error que los Apóstoles y mereceríamos el mismo reproche que Jesús si en la violenta tormenta que se ha abatido sobre el mundo con la pandemia olvidáramos que no estamos solos en la barca y a merced de las olas.
La fiesta de la Navidad nos permite ampliar el horizonte: del mar de Galilea a todo el mundo, de los Apóstoles a nosotros: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). El verbo griego en aoristo, eskenosen (literalmente, «plantó la tienda») expresa la idea de una acción realizada e irreversible. El Hijo de Dios ha bajado a esta tierra y Dios no puede perecer. El cristiano puede proclamar con más razón que el salmista:
Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,
poderoso defensor en el peligro.
Por eso no tememos aunque tiemble la tierra,
y los montes se desplomen en el mar […].
Teniendo a Dios en medio, no vacila. (Sal 46,2-4).
«Dios está con nosotros», es decir, del lado del hombre, su amigo y aliado contra las fuerzas del mal. Esto daba fuerza al pastor Dietrich Bonhoeffer, en prisión y a la espera de la sentencia de muerte por parte del régimen nazi, para reafirmar su confianza en la presencia operante de Dios en la historia. Son versos que hacen temblar si se piensa en qué circunstancias fueron escritos:
De fuerzas amigas protegidos a las mil maravillas
Esperamos tranquilamente el futuro.
Dios está con nosotros por la tarde y por la mañana,
estará con nosotros en cada nuevo día[1].
Debemos redescubrir el significado primordial y simple de la encarnación del Verbo, más allá de todas las explicaciones teológicas y los dogmas construidos sobre ella. ¡Dios vino a morar entre nosotros! Quiso hacer de este acontecimiento su propio nombre: Enmanuel, Dios con nosotros. Lo que Isaías había profetizado: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz a un hijo, que llamará Enmanuel» (Is 7,14) se ha convertido en un hecho realizado.
Como he dicho, debemos volver a antes de todas las controversias cristológicas del siglo V —a antes de Éfeso y Calcedonia— para redescubrir la paradoja y el escándalo encerrado en la afirmación: «El Verbo se hizo carne». Es útil escuchar de nuevo la reacción de un culto pagano del siglo II, cuando conoció esa afirmación de los cristianos. «Hijo de Dios —exclamaba el filósofo Celso horrorizado— ¿un hombre que vivió hace pocos años? ¿Logos eterno uno “de ayer o de antes de ayer”, un hombre “nacido en un pueblo de Judea, de una pobre hilandera”?»[2].
La primera gran batalla que la fe en Cristo tuvo que afrontar no fue la de su divinidad, sino la de su humanidad y la verdad de la Encarnación. En el origen de este rechazo estaba el dogma de Platón según el cual «ningún Dios se mezcla con el hombre»[3]. San Agustín descubrió, por propia experiencia, la raíz última de la dificultad de creer en la encarnación, es decir, la falta de humildad. «Al no ser humilde» —escribe en las Confesiones— no comprendía la humildad de Dios»[4].
Su experiencia nos ayuda a entender la raíz última del ateísmo moderno y nos indica la única manera posible para superarlo. A partir de Hermann Samuel Reimarus en el siglo XVIII, todo ha sido un asalto a la verdad histórica del Evangelio y a la divinidad de Cristo. Jesús dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre, sino por medio de mí» (Jn 14,6). Una vez declarada como no transitable esta única vía de acceso a Dios, fue fácil pasar primero al deísmo, y luego al ateísmo.
La experiencia de Agustín —decía— también señala el camino para superar el obstáculo: deponer el orgullo y aceptar la humildad de Dios. «Te alabo, Padre, Señor de cielos y tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y entendidos y las has revelado a los sencillos» (Mt 11,25): toda la historia de la incredulidad humana se explica con estas palabras de Cristo. La humildad proporciona la clave para entender la encarnación. Se necesita poco poder para lucirse; se necesita mucho, sin embargo, para retirarse a un lado o borrarse. Dios es este poder ilimitado de escondimiento de sí mismo: «Se despojó de sí mismo, tomando la forma de siervo… se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte» (Flp 2,7-8).
¡Dios es amor, por eso es humildad! El amor crea dependencia respecto de la persona amada, una dependencia que no humilla, pero que hace feliz. Las dos frases «Dios es amor» y «Dios es humildad» son como dos caras de la misma moneda. Pero, ¿qué significa la palabra humildad aplicada a Dios y en qué sentido puede decir Jesús: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29)? La explicación es que la humildad esencial no consiste en ser pequeños (se puede ser pequeño de hecho sin ser humilde); no consiste en considerarse pequeños (esto puede depender de una mala idea de uno mismo); no consiste en proclamarse pequeños (se puede decir sin creerlo); consiste en hacerse pequeños y hacerse pequeños por amor, para elevar a los demás. En este sentido, verdaderamente humilde solo es Dios.
Francisco de Asís lo entendió sin muchos estudios, que en sus Alabanzas al Dios Altísimo, en un cierto momento, dirigido a Dios dice: «¡Tú eres humildad!» y en su Carta a toda la Orden exclama: «Mirad, hermanos, la humildad de Dios»[5]. Todos los días —escribe en una de sus amonestaciones—, se humilla, como cuando desde el trono real descendió al seno de la Virgen»[6].
La Navidad es la fiesta de la humildad de Dios. Para celebrarla con espíritu y verdad debemos hacernos pequeños, como debemos abajarnos para entrar por la estrecha puerta que introduce en la basílica de la Natividad en Belén.
«¡En medio de vosotros hay uno que no conocéis!»
Pero volvamos al corazón del misterio: «El Verbo se hizo carne y vino a morar entre nosotros». Dios está con nosotros para siempre, irrevocablemente. Este es, a partir de ahora, el objeto central de la profecía cristiana. Zacarías saluda al precursor llamándolo «profeta del Altísimo» (Lc 1,76) y Jesús dice de él que es «más que un profeta» (Mt 11,9). Pero, ¿en qué sentido es Juan el Bautista un profeta? ¿Dónde está la profecía en su caso? Los profetas bíblicos anunciaban una salvación futura; Juan el Bautista no anuncia una salvación futura; por el contrario, señala a uno que está presente allí delante de él. Los profetas antiguos ayudaban al pueblo a cruzar la barrera del tiempo; Juan el Bautista ayuda al pueblo a cruzar la barrera, aún más gruesa, de las apariencias en sentido contrario. El Mesías tan esperado —esperado por los patriarcas, anunciado por los profetas, cantado por los salmos— ¿sería, pues, ese hombre con apariencias y orígenes tan humildes y ordinarios, del que se sabe todo, incluso el pueblo de origen?
Es relativamente fácil creer en algo grandioso y divino, cuando se espera en un futuro indefinido: «En aquellos días», «en los últimos tiempos», en un marco cósmico, con los cielos que destilan dulzura y la tierra que se abre para hacer germinar al Salvador (Cf. Is 45.8). Es más difícil cuando se debe decir, «¡Ahí está! ¡Es él!». El hombre está tentado de decir inmediatamente: ¿Eso es todo? «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46); «Este sabemos de dónde es» (Jn 7,27).
Esta era una tarea profética sobrehumana y se entiende por qué el Precursor es definido como «más que un profeta». Es el hombre que señala con el dedo a una persona y pronuncia un perentorio «Ecce! ¡Este es! ¡Este es el Cordero de Dios!» (Jn 1,29). Qué emoción tuvo que correr por los cuerpos de aquellos que recibieron esta revelación por vez primera. Una poderosa acción del Espíritu Santo acompañaba las palabras del precursor y revelaba su verdad a los corazones bien dispuestos. Pasado y futuro, expectativa y cumplimiento se tocaron. El arco voltaico de la historia de la salvación se cerraba.
Creo que Juan el Bautista nos ha dejado su misma tarea profética: seguir gritando: «¡En medio de vosotros hay uno que no conocéis!» (Jn 1,26). Inauguró la nueva profecía que no consiste —como he dicho— en anunciar una salvación futura, sino en revelar la presencia de Cristo en la historia: «Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Cristo no está presente en la historia simplemente porque se escribe y se habla continuamente de él, sino porque ha resucitado y vive según el Espíritu. No sólo intencionalmente, sino realmente. La evangelización comienza aquí.
En la época del Bautista, lo que causaba dificultad era el cuerpo físico de Jesús, su carne tan similar a la nuestra, excepto el pecado. Hoy es sobre todo su cuerpo místico, la Iglesia, el que causa dificultad y escandaliza. ¡Tan similar al resto de la humanidad, sin excluir siquiera el pecado! Igual que el precursor hizo reconocer a Cristo bajo la humildad de la carne a sus contemporáneos, así es necesario hoy hacerle reconocer en la pobreza y en la miseria de su Iglesia, y en la pobreza y la miseria de nuestra propia vida.
Lo que Pablo añade a Juan
Pero tenemos que añadir algo a lo que se ha dicho hasta ahora. No importa, de hecho, saber sólo que Dios se ha hecho hombre; importa saber también qué tipo de hombre se ha hecho Dios. Es significativa la forma diferente y complementaria en que Juan y Pablo describen cada uno el acontecimiento de la Encarnación. Para Juan consiste en el hecho de que el Verbo, que era Dios, se hizo carne (cf. Jn 1,1-14); para Pablo, en el hecho de que «Cristo, siendo de naturaleza divina, tomó la forma de siervo» (cf. Flp 2,5ss.). Para Juan, el Verbo, siendo Dios, se hizo hombre; para Pablo «Cristo, siendo rico, se hizo pobre» (cf. 2 Cor 8,9).
La distinción entre el hecho de la encarnación y el modo de ella, entre su dimensión ontológica y la existencial, nos interesa porque arroja una luz singular sobre el problema actual de la pobreza y de la actitud de los cristianos hacia ella. Ayuda a dar un fundamento bíblico y teológico a la elección preferencial de los pobres, proclamada en el Concilio Vaticano II. «Los Padres conciliares —escribió Jean Guitton, observador laico en el Vaticano II— han redescubierto el sacramento de la pobreza, es decir, la presencia de Cristo bajo las especies de los que sufren»[7].
El «sacramento» de la ¡pobreza! Son palabras fuertes, pero fundamentadas. Si, en efecto, por el hecho de la encarnación, el Verbo ha asumido, en cierto sentido, a cada hombre (así pensaban algunos Padres griegos), por el modo en que se ha realizado, ha asumido, a titulo particularísimo, al pobre, al humilde, al que sufre. «Instituyó» este signo, como instituyó la Eucaristía. En efecto, el que pronunció sobre el pan las palabras: «Esto es mi cuerpo», pronunció también las mismas palabras respecto de los pobres. Lo hizo cuando, al hablar de lo que se ha hecho —o se ha dejado de hacer— por el hambriento, el sediento, el prisionero, el desnudo y el exiliado, declaró solemnemente: «A mí me lo hicisteis» y «A mí no me lo hicisteis» (Mt 25,31ss.).
Saquemos la consecuencia que deriva de todo eso en el nivel de la eclesiología. San Juan XXIII, con ocasión del Concilio, acuñó la expresión «Iglesia de los pobres»[8]. Reviste un significado que va más allá de lo que se entiende habitualmente. ¡La Iglesia de los pobres no sólo está formada por los pobres de la Iglesia! En cierto modo, todos los pobres del mundo —bautizados o no— les pertenecen. «Pero —se objeta— ¡no tienen fe, ni han recibido el bautismo!» Es cierto, pero ni siquiera los Santos Inocentes que festejamos tras la Navidad los tuvieron. Su pobreza y sufrimiento, si es inculpable, es a los ojos de Dios su bautismo de sangre. Dios tiene muchas más formas de salvar de las que imaginamos nosotros, aunque todas estas formas —ninguna excluida—, «de una manera conocida sólo por Dios»[9], pasen por Cristo.
Los pobres son «de Cristo», no porque se declaren pertenecientes a él, sino porque él los declaró pertenecientes a sí mismo, los declaró su cuerpo. Esto no quiere decir que sea suficiente ser pobre y hambriento en este mundo para entrar automáticamente en el reino final de Dios. Las palabras: «Venid benditos de mi Padre» están dirigidas a aquellos que han cuidado de los pobres, no necesariamente a los propios pobres, por el simple hecho de que han sido materialmente pobres en la vida.
Por lo tanto, la Iglesia de Cristo es inmensamente más amplia de lo que dicen los números y las estadísticas. No por decirlo de modo simple o por un triunfalismo —hoy especialmente— fuera de lugar. Nadie, fuera de Jesús, proclamó: «Todo lo que habéis hecho a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me los hicisteis» (Mt 25,40), donde el «hermano más pequeño» no indica sólo al creyente en Cristo, sino a todo hombre.
De ello se deduce que el Papa —y con él los demás pastores de la Iglesia— es verdaderamente el «padre de los pobres». Es una alegría y un estímulo para todos nosotros ver lo a pecho que se han tomado este papel los últimos Papas y de una manera muy especial por el pastor que hoy se sienta en la cátedra de Pedro. Es la voz más autorizada que se eleva en su defensa, en un mundo que sólo conoce la selección y el descarte. ¡Ciertamente no «se ha olvidado de los pobres»! La Escritura contiene una bendición especial para aquellos que se preocupan por la suerte del pobre:
Bienaventurado el hombre que se preocupa del débil…
el Señor lo cuidará,
lo hará vivir bendecido en la tierra,
no lo abandonará en las garras de los enemigos (Sal 41,2-3).
De María y José se lee en el Evangelio que «no había lugar para ellos en la posada» (Lc 2,7). Incluso hoy en día no hay lugar para los pobres en la posada del mundo, pero la historia ha demostrado de qué lado estaba Dios y de qué lado debe estar la Iglesia.
«Moraremos en él»
«El Verbo se hizo carne y vino a morar entre nosotros». Antes de terminar, debemos pasar del plural al singular. No vino genéricamente al mundo, sino personalmente a cada alma creyente. Jesús dijo: «Si uno me ama, observará mi palabra y mi Padre lo amará y nosotros vendremos a él y moraremos en él» (Jn 14,23). Por lo tanto, Cristo no sólo está presente en el barco del mundo o de la Iglesia; está presente en el pequeño bote de mi vida. ¡Qué pensamiento, si realmente llegáramos a creerlo! Santa Isabel de la Trinidad encontró en él el secreto de su santidad. «Me parece —escribía a una amiga— que he encontrado mi cielo en la tierra, porque el cielo es Dios y Dios está en mi alma. El día que entendí esto todo se iluminó»[10].
Con las restricciones que plantea al culto público y a la asistencia a las iglesias, la pandemia podría ser la oportunidad para que muchos descubran que a Dios no lo encontramos sólo yendo a la iglesia; que podemos adorar a Dios «en espíritu y en verdad» y recrearnos con Jesús incluso estando encerrados en casa, o en nuestra habitación. El cristiano nunca podrá prescindir de la Eucaristía y de la comunidad, pero cuando esto es impedido por una fuerza mayor no debe pensar que su vida cristiana se interrumpe. Si nunca se ha encontrado a Cristo en el propio corazón, nunca se le encontrará en ningún otro lugar en el sentido fuerte de la palabra.
Hay una declaración audaz sobre la Navidad que rebota de época en época, en boca de grandes doctores y maestros de espíritu de la Iglesia: Orígenes, san Agustín, san Bernardo, Ángel Silesio, y otros. En esencia, dice así: «¿De qué me sirve que Cristo haya nacido de María una vez en Belén, si no nace por la fe también en mi corazón?»[11]. «¿Dónde nace Cristo, en el sentido más profundo, si no en tu corazón y en tu alma?», escribe san Ambrosio[12]. «El Verbo de Dios — se hace eco san Máximo el Confesor—, quiere repetir en todos los hombres el misterio de su encarnación»[13]. Una verdad, como se ve, verdaderamente ecuménica.
Haciéndose eco de esta misma tradición, san Juan XXIII, en el mensaje de Navidad de 1962, elevaba esta ardiente oración: «Oh Palabra Eterna del Padre, Hijo de Dios y María, renueva también hoy, en el secreto de las almas, el admirable prodigio de tu nacimiento». Hagamos nuestra esta oración, pero, en la dramática situación en la que nos encontramos, añadamos también la súplica ardiente de la liturgia navideña: «Rey de los pueblos, esperado por todas las naciones, piedra angular que unes a los pueblos en uno: Ven y salva al hombre que has formado de la tierra»[14]. Ven y levanta de nuevo a la humanidad exhausta por la larga prueba de esta pandemia.